Entonces la horda enloquecida los envolvió y Charley fue arrastrado por la marea humana como una estaca por la corriente de un río que se desborda.
Tom se hizo a un lado y dejó que pasaran de largo, pero vio que ahora resultaba imposible llegar al autobús. En la pradera las cosas se habían vuelto demasiado salvajes.
Creyó ver a la mujer gorda y se encaminó hacia ella, pero tropezó con las tablas de una cabaña destrozada y resbaló. Por un momento, quedó aprisionado en el barro. Algo se agitó delante de él y alguien empezó a arrastrarse sobre la pila de maderas.
Era Stidge.
Los ojos del pelirrojo se agrandaron al ver a Tom.
—Qué demonios, si es el loco. Hola, loco, maldito liante. ¿Cómo es que Charley no está aquí cogiéndote de la mano?
—Estaba aquí, pero la multitud lo arrastró.
—Qué pena, ¿no?
Se echó a reír. Metió la mano en la chaqueta y sacó el punzón. Sus ojos resplandecían como canicas a la luz de la luna. Apretó la punta contra el pecho de Tom una, dos, tres veces, provocando cada vez un dolor lacerante y agudo.
—Te tengo donde quería, chalado. Charley me dio una paliza por culpa tuya, ¿te acuerdas? El primer día, en el valle, cuando apareciste. Me golpeó porque te puse la mano encima, no lo olvido. Y las otras veces, cuando nos metíamos en líos por tu causa, Charley me hablaba como si yo no fuera más que un montón de mierda, ¿sabes?
—Aparta el punzón, Stidge. Ayúdame a salir de aquí, ¿quieres? El pie del pobre Tom está atascado. Pobre Tom.
—Pobre Tom, sí. Pobre y maldito Tom.
—Es el día del Cruce, Stidge. Tengo trabajo por hacer. Tengo que encontrar a mis ayudantes y enviar a la gente donde quiera ir.
—Te enviaré donde quieras —dijo Stidge, y conectó el punzón—. Como hice con ese loco del autobús. Por una vez te tengo, y Charley no está…
—No.
Stidge lanzó el punzón contra el pecho de Tom. Éste se movió rápidamente y agarró a Stidge por la muñeca, reteniéndola un momento, intentando con todas sus fuerzas que aquella pequeña barra de metal no le tocara. Tembló y por un momento forcejearon sin que el arma se desviase. Entonces Stidge empezó a acercar inexorablemente la punta del punzón al pecho de Tom. Tom tenía que mantener esa cosa lejos de él. Temblaba. Miró a los duros ojos del saqueador, casi pegados a los suyos.
Y entonces recogió el alma de Stidge y la envió a Luiiliimeli.
Lo hizo fácil, suavemente, como se arroja una piedra a un estanque. Lo hizo solo, porque tenía que hacerlo y sus ayudantes no estaban a la vista. No le costó trabajo. Simplemente, enfocó sus energías, reunió la fuerza y levantó el alma de Stidge y la lanzó hacia los cielos. Stidge lo miró sorprendido. Entonces la sorpresa desapareció de su cara y en ella apareció la sonrisa del Cruce, y el punzón resbaló de su mano muerta, y Stidge se desplomó sobre el montón de tablas.
Tom se apoyó en él, sorprendido, temblequeante, sintiendo el estómago enfermo.
Lo he hecho solo, pensó.
Es como si lo hubiera matado, pensó. Lo agarré y lo maté.
Nunca había matado a nadie antes.
No, no, pensó entonces. Stidge no está muerto. Stidge está ahora en Luiiliimeli, en la ciudad de Meliluiilii, bajo la gran estrella azul Ellullimiilu. Está allí, y lo curarán de la enfermedad que hay en su alma. No era más asesinato que los otros Cruces. La única diferencia es que lo hice solo, eso es todo. Y si no lo hubiera hecho, él me habría matado con ese punzón y ya no habría habido más Cruces para nadie.
¿Lo comprendes, Stidge? No te he matado, Stidge. Te he hecho el mayor favor de tu vida.
Tom notó que empezaba a calmarse. La inquietud le abandonó. Se inclinó hacia las tablas e intentó liberar el pie.
—Espera. Voy a ayudarte.
Era la mujer gorda, que se le acercaba. Su cara estaba roja, sus ojos miraban de un modo extraño. Tenía el vestido roto por dos o tres sitios.
—Mi pie ha quedado atrapado —dijo Tom—. Dame la mano.
—Ese es el hombre que mató al del autobús, ¿no? Todo el mundo lo está buscando. ¿Está muerto?
—Ha Cruzado. Lo envié a Luiiliimeli. Ahora puedo hacer los Cruces sin ayuda.
—Creo que ésta es la que te tiene atrapado. Ya está.
Apartó una de las tablas y la arrojó a lo lejos. Tom liberó el pie y se frotó la espinilla. Ella le sonrió. Tom pudo sentir la tristeza de su sonrisa.
—¿Dónde quieres que te envíe? —dijo Tom, cogiéndola de la mano.
—¿Qué?
—Ahora puedo prescindir de ti. Puedo darte tu Cruce.
Ella apartó la mano como si el contacto con él la quemara.
—No…, por favor…
—¿No?
—No quiero ir a ningún sitio.
—Pero este mundo está perdido. No hay nada más que dolor y sufrimiento. Puedo enviarte al Mundo Verde, o a los Nueve Soles, o a la Esfera de Luz…
—Me asusta pensar en eso. Es como morir, ¿no? O tal vez peor…
Se arrodilló, llena de pánico, y tanteó en el suelo hasta agarrar el punzón que había resbalado de las manos de Stidge.
—Tengo miedo de empezar de nuevo, de enfrentarme a otro mundo… No. Prefiero morir.
La extrañeza había desaparecido de sus ojos. Parecía haber salido de alguna especie de túnel. Su voz, que siempre le había parecido a Tom como la de una niña pequeña, era ahora normal.
—Estoy harta de mí, de este cuerpo grande y horroroso, de tener miedo siempre, de llorar todo el tiempo…
Manoteaba con el punzón, intentando averiguar cómo se usaba. Parecía no saberlo, pero entonces el artefacto empezó a brillar y Tom se dio cuenta de que lo había conectado, después de todo. Se lo colocó entre los pechos. Su mano temblaba.
—No —dijo Tom.
No podía permitir que lo hiciera. La tomó rápidamente por la muñeca y la envió al Quinto Mundo Zygeron.
April cayó junto a Stidge, produciendo un sonido terrible. Pero sonreía. Sonreía y eso era lo importante. Tom recogió el punzón, lo desconectó y lo lanzó lo más lejos que pudo, al barro.
Trastabilló un instante, recuperó el equilibrio y suspiró. Miró a los dos cuerpos sonrientes que tenía delante, pensando que era como si los hubiera matado. Pero no los maté, no. Solamente los he enviado. Stidge me habría asesinado y ella se habría suicidado, y yo no podía dejar que pasara ninguna de las dos cosas. Hice lo que tenía que hacer. Eso es todo. Lo que tenía que hacer. Y éste es el día del Cruce, el día más maravilloso en la historia del mundo.
Se sintió mejor. Rehizo su camino. El tumulto continuaba. Más edificios ardían. Miró hacia delante, hacia un claro que se había abierto de repente, y vio a la mujer alta, la que había sido tan amable con él, la doctora, la que se llamaba Elszabet, justo delante. Ella le miraba.
Tom le sonrió. Parecía que le estaba llamando. Asintió y se acercó a ella.
8
—Ahí está —dijo Elszabet—. Tengo que hablar con él. ¿Me esperaréis?
Se volvió hacia Dan Robinson, hacia Dante, pero en ese momento un grupo de tumbondé llegó corriendo y aullando, y de pronto Elszabet se dio cuenta de que ninguno de los dos estaba ya allí. Creyó oír la voz de Dan a lo lejos, pero no estaba segura; el sonido se perdió en el viento y los gritos de la multitud. Bien, era a Tom a quien quería ahora.
Tom se hallaba delante de las ruinas del edificio de recreo, solo. Como un milagro, pensó al verlo aparecer de esa manera entre aquel caos. Qué tranquilo parecía. Probablemente había estado deambulando hora tras hora sin siquiera darse cuenta de lo que sucedía.