—¿Tom? —llamó.
Él caminó hacia ella, sin prisa. Tras él, Elszabet vio a un par de figuras tendidas sobre un montón de tablones como si durmieran. Una era April. La otra parecía el saqueador pelirrojo que había matado al líder del culto. Los dos yacían inmóviles.
Le pareció que Tom y ella eran las únicas personas que había en el Centro. Una esfera de silencio los rodeaba.
—Es la señorita Elszabet —dijo Tom. Sonreía de un modo extraño y exaltado—. Esperaba encontrarme contigo, Elszabet. ¿Sabes lo que pasa? Es lo que te dije que iba a suceder: el Cruce ha empezado, como habían previsto los Kusereen.
—¿Qué le hiciste a Ferguson?
—Le ayudé a realizar el Cruce.
—¿Lo mataste? ¿Eso es lo que estás diciendo?
—¡Eh! ¡Eh! ¡Pareces enfadada!
—¿Mataste a Ferguson? ¡Contéstame, Tom!
—¿Matarle? No. Le guié para que pudiera dejar su cuerpo. Eso es lo que hice. Y entonces lo envié a los Sapiil.
Elszabet notó que un escalofrío la recorría de arriba abajo.
—¿Y a April? ¿La guiaste de la misma forma?
—¿Te refieres a la mujer gorda? Sí, ha marchado también, hace un par de minutos. Y el indio. Y Stidge, cuando intentaba matarme. Y he enviado a un montón más, toda la mañana.
Ella le miró, sorprendida, sin querer creerlo.
—¿Mataste a todas esas personas? Dios mío… Nick, April, ¿quién más? Dime, Tom, ¿a cuántos de mis pacientes has matado hasta ahora?
—¿Matado? —Meneó la cabeza—. No. No. No he matado a nadie. Los he enviado, nada más.
—¿A cuántos has enviado? —repitió Elszabet, con voz cansada.
—Enviado, sí. Éste es el día del Cruce. Al principio necesitaba cuatro ayudantes para hacerlo. Y luego a dos. Pero ahora el poder es muy fuerte en mí.
La garganta de Elszabet estaba seca. Había una terrible opresión en. su pecho, una especie de grito silencioso luchando por escapar. Ferguson, pensó. April. Nick Doble Arcoiris. Todos muertos. Y probablemente la mayor parte de los otros. Sus pacientes. Todos aquellos a quienes había intentado ayudar. ¿Qué les había hecho? ¿Dónde estaban ahora? Nunca había experimentado un sentimiento tan aplastante de indefensión, de vacío.
—Tienes que detenerte, Tom —dijo suavemente.
El parecía sorprendido.
—¿Detenerme? ¿Cómo puedo detenerme? ¿Qué quieres decir, Elszabet?
—No puedes realizar más Cruces, Tom. Eso es todo. No puedes. Te lo prohibo. No te dejaré. ¿Me comprendes? Soy responsable de toda esa gente, de todos los pacientes que hay aquí.
Tom parecía no comprender.
—Pero ¿no quieres que sean felices, Elszabet? ¿Felices por primera vez en su vida? ¿Cómo puedo detenerme? Para esto fui puesto en la Tierra.
Otra vez aquella sonrisa estática, tranquila.
—¿Para matar a la gente?
—Para curarla. Lo mismo que tú. Nunca he matado a nadie, ni siquiera a Stidge. La mujer gorda es feliz ahora. Y Ed. Y el indio. Y Stidge también. Y tú…, puedo hacerte feliz ahora mismo. —Se acercó a ella y su sonrisa se hizo aún más intensa—. Te enviaré ahora, Elszabet, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo? Eso es lo que quieres, ¿verdad? ¿Me dejarás que te envíe ahora?
—Apártate.
—No digas eso. Ven. Dame la mano, Elszabet. Te enviaré al Mundo Verde. Sé que es ahí donde quieres estar. Sé que es ahí donde puedes ser feliz. No aquí. No hay nada para ti aquí. El Mundo Verde, Elszabet.
Tendió los brazos hacia ella.
—¿Por qué temes? —insistió—. Es el Tiempo del Cruce. Deseo tanto enviarte…, porque…, porque… —Dudó, en busca de palabras, mirando al suelo. Se ruborizó. Ella vio lágrimas brillando en sus ojos—. Nunca te haría daño. —Su voz era frágil—. Nunca. No lastimaría a nadie, y menos a ti. Yo… —Se detuvo—. Te amo, Elszabet. Deja que te envíe, por favor.
—Pero yo no quiero… —empezó a decir ella.
No obstante, se detuvo en mitad de la frase porque una poderosa ola de aturdimiento la invadió. Intentó respirar. Algo había sucedido. Las palabras, las lágrimas, el viento, la lluvia, todo se precipitó, barriéndola.
Sintió que se tambaleaba, como tantas otras veces, cuando un terremoto sacudía el terreno bajo sus pies; esa vieja sensación familiar de movimiento repentino y sorprendente, el mundo sacudiéndose desde sus cimientos.
Un gran abismo se abría ante ella, y Tom la invitaba a saltar. Contuvo la respiración y le miró incrédula, asustada por lo tentadora que era la oferta.
—Por favor —repitió él.
Algo rugía en sus oídos. ¿Hacer el Cruce? ¿Abandonar este cuerpo? ¿Dejar que le hiciera lo que le había hecho a Ferguson, a April, a Nick? ¿Darle la mano y dejar que repitiera el truco, caer a sus pies y yacer aquí, en el barro, muerta y sonriente?
No. No. No. No.
Era una locura. Toda esta charla de otros mundos y viajes instantáneos era una locura. ¿Cómo podría ser real? Cuando Tom enviaba a la gente, morían. Tenía un poder mortal. Morían. Eso debe de ser lo que les pasa, ¿no? No quería morir. Quería vivir, florecer, abrirse. Quería sentir paz en su alma, sólo por una vez en la vida, pero no morir. La muerte no era la respuesta.
Y sin embargo…, sin embargo… ¿Y si lo que Tom ofrecía no era muerte sino vida, una nueva vida, una segunda oportunidad?
Sintió una tentación irresistible, una presión que la arrebataba… El Mundo Verde, ese lugar maravilloso de alegría y belleza, ¿cómo podría no ser real? Las fotografías del Proyecto Starprobe, la sonrisa en la cara de Ed Ferguson, el sentido de absoluta convicción y fe que irradiaba de Tom…
¿Por qué no, por qué no, por qué no?
—De acuerdo. No tengo miedo —se oyó decir.
—Entonces dame la mano. Es el momento. Ahora te ayudaré a hacer el Cruce, Elszabet.
Ella asintió. Era como un sueño. Sólo tenía que darle la mano y dejar que la enviara al Mundo Verde. Sólo rendirse, y flotar, y marcharse. Sí. Sí. ¿Por qué no? Pensó en la sonrisa de Ed Ferguson. ¿Podía haber alguna duda? Tom tenía el poder. El cielo se abría y las barreras caían. De repente sintió la cercanía de esa silenciosa inmensidad oscura que era el espacio interestelar, apenas más allá de las nubes, y no sintió miedo. Dale la mano, Elszabet. Deja que te envíe. Ve. Ve. Este pobre mundo cansado y arruinado… ¿Por qué quedarte? Todo se ha acabado. Dile adiós y márchate. Mira lo que le ha pasado al Centro. Esto era el último santuario, y ahora también se acabó. No te queda nadie de quien preocuparte.
—Fuiste tan buena conmigo, ¿sabes? —decía Tom—. Nadie había sido tan bueno conmigo antes. Me aceptaste, me diste un lugar donde quedarme, me hablaste, me escuchaste. Me escuchaste. Todo el mundo cree que estoy loco, y está bien, porque a casi todos les gusta dejar a los locos aparte. Era más seguro de esa forma. Pero tú sabías que no estaba loco, ¿verdad? Lo sabes ahora. Y ahora voy a darte lo que más quieres. Pon tus manos sobre las mías. ¿Lo harás, Elszabet?
—Sí. Sí.
Tom la tomó de la mano.
Elszabet oyó que alguien gritaba su nombre de manera desesperada, pronunciando las sílabas con claridad: El Sza Bet, El Sza Bet. El extraño momento de hipnosis se rompió: retiró la mano y miró en torno. Dan Robinson llegaba corriendo. Parecía exhausto, casi al borde del colapso.
—¿Dan?
Él miró a Tom sin interés, casi como si no lo reconociera. Se dirigió a Elszabet con voz átona y sombría.
—Debíamos habernos marchado hace una hora. Hay un tiroteo. Tienen pistolas, lásers, Dios sabe qué. Se han vuelto locos desde la muerte de su líder.
—Dan…
—Todos los caminos de salida están bloqueados. Vamos a morir.
—No. Todavía hay una salida.