Se preguntó si lo terminaría alguna vez. Había tantos por enviar… Y él era el único con el poder, ¿no? Tal vez pudiera enseñar a otros. Pero incluso así, había tantos que tenían que ir… Y como tantas otras veces, pensó en Moisés, conduciendo a su pueblo a la tierra prometida y contemplándola desde lejos, pues el Señor le había dicho: «Te permitiré que la veas con tus ojos, pero no irás más allá».
¿Qué le iba a pasar a él?
Tom miró al cielo, intentando ver las estrellas más allá de las nubes. Aquellos imperios dorados esperando, los seres como dioses, aquellas ciudades resplandecientes de millones de años de antigüedad…
Vosotros, Kusereen, que planeasteis todo esto… ¿Es ése vuestro plan? ¿Usarme solamente como el instrumento, el vehículo, y entonces dejarme cuando el mundo acabe?
No podía creer que fuera así. No quería. Vendrían por él al final, cuando todos los otros hubieran hecho el Cruce. Tenían que hacerlo.
Pero tal vez no lo harían. Tal vez le dejarían aquí, solo. ¿Cómo podía pretender comprender a los Kusereen? Bueno, pensó, si es así, que así sea. Lo averiguaré cuando llegue el momento. Mientras tanto, tenía trabajo que hacer.
Charley se le acercó, cubierto de barro.
—Aquí estás. Creí que no iba a volver a encontrarte.
Tom sonrió.
—¿Estás dispuesto para tu Cruce ahora, Charley?
—¿Lo estás haciendo de verdad? ¿Envías a la gente? ¿Al Mundo Verde y los otros sitios?
—Eso es. Los he estado enviando toda la mañana. A mundos diferentes, el Mundo Verde, los Nueve Soles, a todos ellos. Incluso he enviado a Stidge. Intentó matarme con el punzón y lo envié.
Charley se sorprendió.
—¿Que lo enviaste? ¿Dónde fue?
—A Luiiliimeli.
—Lolymoly. Al viejo Lolymoly. Espero que sea feliz allí. Ese maldito Stidge… Ir a vivir a Lolymoly…
Charley se echó a reír. Miró a Tom, casi sin verlo. Parecía perdido en sus propios sueños sobre los otros mundos. Entonces salió de su ensimismamiento y dijo, con voz diferente, en un tono rápido, como de negocios:
—Vale, salgamos de aquí, Tom.
—No puedo. Todavía no puedo. Tengo unas cuantas cosas que hacer primero.
—Cristo. Cristo. Tom, ¿qué pasa contigo? Busquemos la furgoneta y marchémonos antes de que uno de esos locos nos pegue un tiro. ¿No los ves cómo se están matando?
—¿Quieres hacer el Cruce, Charley?
—Muchas gracias, pero no es eso lo que tengo en mente.
—Te daré el Mundo verde.
—Gracias igualmente —repitió Charley.
Entonces dijo algo más, pero Tom no pudo entenderlo. Todo ese ruido, los gritos, el tamborileo de la lluvia… La turba pasó envolviéndolos y Charley fue arrastrado por ella. Tom se encogió de hombros. Bueno, tal vez no era el tiempo de Charley todavía. Se dio la vuelta.
A su alrededor, la gente tropezaba y caía por todas partes. De vez en cuando alguien se le acercaba con lo que parecía una súplica en los ojos, y Tom lo tocaba y lo enviaba a uno de los mundos que los recibían. Al cabo de un rato vio otra cara familiar surgir de la confusión, un hombre con ojos azules y el rostro picado de viruelas.
—¡Hola, Buffalo! ¿Cómo te va?
—Tom… Eh, ése de allí es Charley, ¿no?
Tom se volvió. Por un momento vio a Charley una vez más, intentando abrirse camino entre un grupo de seis o siete exaltados.
—Sí. Es Charley. Estaba con él antes, pero nos separamos. Mira, ahí viene.
Charley consiguió zafarse de la multitud y corrió hacia ellos, agitado, con la cara cubierta de lluvia y sudor.
—Hola, Buffalo. Cristo, me alegro de verte.
—Charley, ¿y los demás?
—No hay nadie. No quedamos más que tú y yo. Y tal vez Mujer, pero no estoy seguro. Vamos a buscar la furgoneta, ¿vale? Tenemos que salir pitando de este sitio.
—Apuesta a que sí.
—¿Y tú, Tom? —dijo Charley—. Ven con nosotros. Nos vamos al sur, como habíamos dicho.
Tom asintió.
—Tal vez dentro de un rato, unas pocas horas.
—Nos vamos ahora. Quedarnos aquí es una locura.
—Entonces marchaos sin mí.
—Por el amor de Dios…
—Tengo que quedarme unas cuantas horas. La gente de aquí me necesita. No puedo ir todavía. Dentro de un rato sí. Tal vez al anochecer.
Sí, pensó, al anochecer. Entonces ya habría hecho todo lo que tenía que hacer, y podría marcharse a otro sitio. Había hecho amigos aquí y los había enviado a las estrellas. Ahora enviaría a unos pocos más, a los que habían seguido al hombrecito negro de San Diego, al taxista. Y entonces encontraría a Charley y a Buffalo y se marcharía con ellos. Iría a otro lugar. Haría nuevos amigos. Los enviaría también.
—Id a buscar la furgoneta —dijo Tom—. Eso os llevará un rato. Más tarde iré al bosque y me reuniré con vosotros, ¿de acuerdo?
Miró más allá de los dos saqueadores y le pareció que podía ver a Elszabet sonriendo. «Ven conmigo», había dicho. No puedo, le había contestado. Muy bien. Pobre Tom. Apenas podía pensar en ella. ¿Dónde estaría? En el Mundo Verde, allí. Al menos le había dicho que la amaba. Al menos se las había arreglado para decirlo. «Ven conmigo», le había dicho ella. Cuando pensaba en aquello, sentía ganas de llorar. Pero no podía permitírselo. Hoy no tenía tiempo para las lágrimas. Tal vez más tarde. Había tanto trabajo por hacer… Caminar entre esa gente, tocarlos, ayudarlos a marchar. Elszabet resplandecía en su mente con el brillo de un sol nuevo. «Ven conmigo, ven conmigo». No puedo, le había dicho. Meneó la cabeza.
Charley y Buffalo aún permanecían allí, mirándole.
—¿Vas a quedarte por fin? —preguntó Charley.
—Sólo unas pocas horas —repitió Tom muy suavemente—. Entonces tal vez me reúna con vosotros. Id a buscar la furgoneta, ¿de acuerdo, Charley? Id a buscar la furgoneta.
10
A Dan Robinson le parecía haber estado corriendo durante horas; el corazón le latía como una máquina incansable, y las piernas le conducían sin esfuerzo por el terreno empapado. Sabía que era la furia lo que le mantenía así. Hervía de una rabia tan intensa que solamente podía contenerla con esta furiosa huida a través del bosque. La locura andaba suelta por el mundo, el Centro estaba en ruinas, Elszabet muerta…
Elszabet muerta.
«Pon tus manos en las suyas», había dicho. «Confía en mí y hazlo, Dan. Hazlo. Pon tus manos en las suyas».
No tenía idea de dónde se encontraba. A estas horas podría estar en el otro extremo del bosque, o quizás había corrido en círculo, recorriendo una y otra vez su propio camino. No había marcas para guiarse. Cada pino parecía exactamente igual que el anterior. El cielo, lo poco que podía ver a través de las copas de los gigantescos árboles, estaba oscuro. Pero no podía decir si se debía a la caída de la tarde o simplemente a un efecto de la tormenta que arreciaba.
Sabía que no podría correr mucho más, pero tenía miedo de detenerse. Si lo hacía, tendría que pensar. Y había demasiadas cosas en las que no quería pensar ahora.
«Tom nos enviará al Mundo Verde», había dicho ella. «A ti y a mí. Iremos juntos». Parecía tan tranquila, tan segura de sí misma… Eso era lo peor, su calma. Todavía podía oírla: «Ahora sólo quiero marcharme y empezar de nuevo en otro lugar. ¿No tiene sentido? Tom nos enviará al Mundo Verde». En ese momento, ella quedó fuera de su alcance. Al verla así, estuvo a punto de golpearla. Pero todo lo que pudo hacer fue darse la vuelta y correr, y todavía no había parado de hacerlo.
De repente, en su mente se abrió paso un sonido como el distante rugir del mar. Sombras titilantes de luz verde danzaron en su interior. Así que ni siquiera aquí había escape a las visiones… Todavía estaba infestado por la locura general.