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No, pensó. ¡Fuera de mi cabeza!

«Tom nos enviará al Mundo Verde», había dicho ella. «A ti y a mí».

Robinson se preguntó si habría sido capaz de impedirle hacerlo si se hubiera quedado con ella, si hubiera intentado hacerla razonar, si la hubiera apartado de Tom por la fuerza, de ser necesario. No, maldición. No habría podido hacerlo. Ella ya se había decidido. Se había vuelto completamente loca. Tal vez, pensó, ver a la multitud arrasar el Centro la había desequilibrado. Había querido tomarla por los hombros y sacudirla, decirle que era una locura suicida entregarse al poder que Tom tenía, poner las manos en las suyas y caer muerta en redondo con aquella maldita sonrisa de felicidad en la cara.

El sonido del mar se hizo más intenso; una ola se alzó y restalló. El aire a su alrededor se volvía denso, cubierto por una pesada capa verde. Oyó música lejana, tintineante, como agujitas de sonido plateado.

Notó que la punta del zapato tropezaba contra la raíz desnuda de un pino gigantesco, y resbaló y se precipitó al suelo. Al intentar recobrar el equilibrio, mientras manoteaba en el aire, lo mejor que pudo hacer fue intentar abrazarse la cabeza para protegerla del golpe, y trató de rodar con la caída. Aterrizó bruscamente contra el hombro y la cadera izquierdos.

Yació allí durante un momento, conmocionado, boquiabierto, los brazos extendidos, la mejilla hundida en el barro. No hizo ademán de incorporarse. Por primera vez sintió el cansancio de su larga carrera bajo la lluvia: espasmos musculares, dolor, náuseas. La luz verde se hizo más brillante en su mente. Nada que pudiera hacer podría repeler aquella visión. El cielo verde, la niebla densa, la música intrincada, aquellos pabellones resplandecientes…

—Sal de mi cabeza… —dijo con voz desesperada, y golpeó con los puños el suelo empapado por la lluvia.

Vio las figuras cristalinas moviéndose delicadamente por aquel paisaje verde sin mácula. Los cuerpos altos y delgados, los brillantes ojos facetados, los miembros resplandecientes como espejos. Príncipes y princesas, damas y señores. Dan recordó lo mucho que había deseado tener su primer sueño espacial, cuánto había esperado para que esas visiones fluyeran a su mente, lo excitante que le había parecido la primera vez, cuando había corrido a altas horas de la noche a la cabaña de Elszabet, como un colegial, para contárselo.

Ahora no deseaba otra cosa sino deshacerse de aquello. Por favor, pensó. Vete. Por favor. Vete…

Le hablaban. Le decían sus nombres… «Somos la Tríada Misilyna», decían, «y nosotros somos los Suminoors, y nosotros los Gaarinar, y nosotros…»

—No. No quiero saber nada de vosotros, lo que quiera que seáis. Sois fantasmas, alucinaciones.

«Te amamos», dijeron. Aquel extraño susurro reverberaba en su mente.

No quería su amor. Se retorció de furia, de desesperación.

«Alguien que conoces está entre nosotros», dijeron.

—No me importa —les dijo insolente, casi malhumorado.

«Ella quiere hablar contigo», dijeron.

Se quedó allí tumbado, mojado, aturdido, helado, sintiéndose perdido. Pero entonces oyó un tipo de música diferente, más rica, más profunda, más cálida, y una nueva voz, delicada y plateada como las otras, aunque menos extraña, que le llamaba por su nombre a través del gran abismo del espacio.

Alzó la cabeza, sorprendido. Conocía esa voz. Sin ninguna duda, la conocía. Así que después de todo está allí, se dijo. Pudo sentir el asombro nacer y crecer en su interior. Realmente ella está allí. Y eso lo cambia todo, ¿verdad?

No se atrevió a moverse. ¿Lo había oído de verdad? Otra vez, pensó. Por favor, otra vez. Y la voz acudió a su mente una vez más, llamándole de nuevo. Sí, sabía que era real. Y al sonido de esa voz sintió que toda resistencia comenzaba a abandonarle, y su furia, su miedo y su pena le abandonaron como un manto que se aparta.

Se incorporó, preguntándose si todavía quedaba tiempo de encontrar a Tom en toda aquella locura, y empezó a caminar lentamente bajo la lluvia hacia la brillante luz verde que resplandecía ante él en los cielos.

FIN

Título originaclass="underline" Tom O’Bedlam

Publicado por Donald I. Fine, Inc., Nueva York

Diseño de cubierta: Geest/Hoverstal

Ilustración: The illustrated man, Goodfellow/Young Artist

Traducción de Rafael Marín Trechera

© 1985 by Agberg Ltd.

© 1987, Ediciones Martínez Roca, S.A.

Gran Vía, 774, 7º, 08013 Barcelona

ISBN 84-270-1114-8

Gran Vía, 754-756, 08013 Barcelona

Edición digitaclass="underline" Carlos Palazón

Revisión: abur_chocolat