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—Sabes que sí. Todavía puedo ver ese brillante pelo rojo. Puedo verte sentada sobre mí en busca de un orgasmo de los grandes.

—Oh, cariño…

—Te quiero, Lacy.

—Y yo a ti. ¿Me echas de menos, Ed? ¿De verdad?

—No sabes cuánto.

—Es una lástima lo del fin de semana. Tú y yo caminando juntos por la playa en Mendo…

—No lo hagas más difícil. Sabes que iría si pudiera.

—Tengo tanto que contarte…

—¿Como qué?

—Hay una cosa graciosa. Sobre nuestro proyecto espacial. ¿Lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo.

Debió de haber un perceptible temblor de duda en su voz, porque ella le explicó el asunto antes de continuar.

—Quiero decir cuando intentábamos vender viajes mentales a Betelgeuse Cinco. El otro día soñé que tomaba uno. Un viaje mental. Soñé que realmente iba a otra estrella, ¿sabes?

—No puedes empezar a creer en tus propias estafas, nena.

—Era de lo más real. Había un sol rojo y uno azul. Y vi una cosa grande y dorada con cuernos delante de un bloque de piedra blanca, una especie de monstruo espacial que parecía estar observándome. Era como un gigante. Era casi como un dios. Y en el cielo…

—Escucha, nena. Esta llamada va a costarme una fortuna.

—Déjame que te lo cuente. No era un sueño corriente. Era como real, Ed. Vi los árboles de ese planeta, y hasta los insectos, y no eran como nuestros árboles o nuestros insectos. Y lo gracioso es que era exactamente igual que lo que estábamos intentando vender a la gente, el asunto por el que te encerraron, y…

—Lacy, escucha. Me llaman para que baje a la sesión de terapia.

—Sí. Está bien.

—¿Te veré el próximo fin de semana? Puedo escuchar el resto entonces.

—No estoy segura. Ya te he dicho que no sé si podré.

—Inténtalo, Lacy. Te echo de menos.

—Sí, Ed. Yo también.

Eso no suena convincente, pensó. La muy zorra.

La furia le inundó. Si ella hubiera estado a su alcance, la habría abofeteado. Y entonces se dio cuenta de que no era culpa suya, que ella iba a venir mañana, que era su esposa quien lo había estropeado todo. No podía esperar que Lacy se mantuviera en hielo indefinidamente, un mes detrás de otro. Comenzó a ejecutar rápidamente los ejercicios contra la ansiedad que la doctora Lewis le había enseñado.

—Te quiero, Lacy —dijo con toda la ternura de que fue capaz—. Ojalá pudiera verte mañana, lo sabes.

Colgó. Entonces pulsó su anillo.

—Informa sobre mi esposa.

—Esposa: Mariela Johnston —respondió su voz en la grabación—. Cumple años el siete de agosto. Tendrá treinta y tres este verano. Te casaste con ella en Honolulu el cuatro de julio del dos mil noventa y ocho. Es cosa fina, pero ya no la soportas. Tu abogado está intentando encontrarte motivos para una anulación.

Magnífico, pensó. Pero eso, obviamente, todavía no había ocurrido. Y ahora venía para una visita conyugal, estropeando el fin de semana con Lacy. Mierda. Mierda. Se deja caer para ver cuáles son los bienes comunes, apuesto a que viene para eso. Mi buena y santa esposa y su visita conyugal.

Llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Ferguson.

—Aleluya —respondió la voz femenina más musical que había oído en su vida.

Algo se sacudió en su memoria mutilada y confundida, pero fue incapaz de identificarlo. Palpó su anillo en busca de datos sobre Aleluya.

—Compañera paciente en el Centro Nepente. Mujer sintética, cuerpo extraordinario, personalidad muy jodida. Te la has estado tirando una y otra vez todo el verano.

Miró al anillo, algo incrédulo. ¿Jodiendo con una sintética? Debes de haber estado realmente en forma, chico. Pero si el registro lo decía, así debía de ser.

—Entra.

En cuanto la vio, empezó a creer lo que el anillo le había dicho. Sintética o no, podía imaginarse fácilmente en la cama con ella. Tenía presencia. Podía pasar por real. Era hermosa más allá de todo lo plausible, en la forma en que los sintéticos solían serlo. Aspecto de estrella de láser-show, largas piernas, piel cremosa, pelo negro y revuelto, cara perfecta. Llevaba puesto algo tenue y resplandeciente, que se le transparentaba en los pezones. Con la luz del corredor a sus espaldas, veía también claramente el negro triángulo púbico. Nunca había llegado a comprender por qué se molestaban en poner vello púbico a la gente de imitación, a menos que fuera para evitar que se les reconociera fácilmente. Se les podía reconocer de todas formas, pues eran muchísimo más atractivos de lo que cualquier persona natural soñaría ser.

Ella entró en la habitación.

—¿Estás bien? —dijo.

—¿Por qué? ¿No tengo aspecto de estarlo?

—Extremadamente tenso, irritado, nervioso. Quizás es así como estás siempre, pero no pareces relajado.

—¿Irritado? Mierda, claro que estoy irritado. Ha habido complicaciones. La persona inadecuada en el momento inoportuno, y no me gusta. Me ha metido en un lío. —Ferguson sacudió la cabeza—. Vaya, ésta no es manera de iniciar una conversación, ¿verdad? Hola, Aleluya.

Ella sonrió.

—Lo siento. Hola. Tú eres Ed Ferguson, ¿no?

—Puedes apostar tu hermoso trasero a que sí.

—Tengo una nota bajo mi almohada que dice que debo presentarme a ti inmediatamente después del tratamiento. Creo que hago esto todas las mañanas, ¿no?

—Sí —dijo él, aunque no recordaba más que ella.

Se levantó y se acercó a la mujer; la atrajo hacia sí y se besaron, y él se apresuró a tocarle los pechos. Eran como imaginaba que serían los pechos de una adolescente de catorce años, duros como el plástico pero más cálidos.

—Hacemos esto cada mañana, sí. Presentémonos de nuevo. Aleluya, Ed. Ed, Aleluya. Encantado de conocerte. ¿Ves? Éste es el sistema.

—Casi merece la pena el tratamiento —dijo ella—, sólo para que nos presentemos de nuevo. Cada vez es como si fuera la primera, ¿no es así? —Rió y se apretó contra él—. Vamos a pasear por el bosque esta tarde, ¿vale? Tus compañeros de habitación volverán pronto.

—Esta tarde no puedo, Ale.

—¿No?

—Por culpa de la irritante complicación de la que hablaba. Tengo visita a las diez y media. Mi esposa. Viene para una conyugal.

Ella se separó de él. Parecía dolida.

—No sabía que tenías una esposa, Ed.

—Ni yo, hasta que la computadora me lo recordó. Tenía que venir el martes, pero viene hoy. Así que el bosque está descartado, cariño.

—Aún nos quedan tres horas.

—Una visita conyugal se supone que debe ser conyugal, ¿comprendes? Sabes que iría si pudiera, pero hoy no estoy libre. ¿De acuerdo? Se irá el domingo por la tarde, y entonces podremos jugar…

Vio la ira en sus ojos, y esto le asustó. La ira de las mujeres lo hacia siempre, pero la ira de Aleluya era especial, porque ella también lo era. Sabía que si ella quería podía arrancarle los brazos y las piernas como se le arrancan las alas a una mosca. Los sintéticos eran sorprendentemente fuertes. Y esta mujer era una sintética emocionalmente perturbada, y se hallaba justo entre él y la puerta. Miró de reojo al teléfono, preguntándose si podría pulsar la placa en busca de ayuda antes de que ella estallase.

Pero ella no estalló. Se entregó a algún tipo de ejercicio interno —Ferguson vio moverse los músculos de sus mejillas— y se calmó.

—Muy bien —dijo—. Después de que tu esposa se marche.

—Sabes que preferiría estar contigo.

La mujer artificial asintió distraída. Parecía a la deriva, inmersa en algún mundo remoto.

—¿Te encuentras bien?

—No estoy segura —contestó ella, suavemente—. Hay algo que me preocupa últimamente, y me sucedió otra vez anoche.