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—Cuéntamelo.

—No te rías. He estado teniendo unos sueños extraños, Ed.

—¿Sueños?

Ella dudó.

—Creo que veo otros mundos. Uno es completamente verde, con cielo verde y nubes verdes, y la gente parece estar hecha de cristal. ¿Has tenido alguna vez sueños así?

—Nunca recuerdo mis sueños. Me los borran cada mañana. Soñaste con otro mundo, ¿no? ¿Cómo puedes recordarlo si has pasado por la sesión de tratamiento esta mañana?

—Supongo que como soy artificial los sueños permanecen. Quizá el tratamiento no funciona bien conmigo. Pero he visto un par de mundos. Hay otro que he visto una o dos veces, con dos soles en el cielo.

Ferguson contuvo la respiración, sobresaltado.

—Un sol es rojo —continuó ella—, y el otro…

—¿Es azul?

—¡Azul, eso es! ¿Tú también lo has visto?

Ferguson sintió un escalofrío bajarle por la espalda. Esto es una locura, pensó.

—¿Y había una cosa grande y dorada con cuernos delante de un bloque de piedra blanca?

—¡Lo has visto! ¡Lo has visto!

—Dios mío —dijo Ferguson.

5

Habían pasado tres días desde que Charley consiguiera poner en marcha la furgoneta flotante. Ahora iban descendiendo hacia la zona oriental del Valle de San Joaquín. Cuanto más lejos mejor, pensaba Tom. Tal vez le dejarían continuar viajando con ellos hasta San Francisco.

—Mirad esta tierra olvidada de la mano de Dios —dijo Charley—. Mi abuelo era de por aquí. Un tipo condenadamente rico, ése era mi abuelo. Algodón, trigo, maíz, qué sé yo. Tenía ochenta hombres trabajando para él, ¿sabéis?

Resultaba difícil creer que esto había sido tierra de labranza hacía treinta o cuarenta años. Desde luego, nadie sembraba aquí ya. La tierra empezaba a volverse otra vez desierto, como lo había sido cuatrocientos años atrás, antes de los canales de irrigación. Bajo el calor del verano, todo aparecía marrón, quebrado y muerto.

—¿Cuál es esa ciudad de allá? —preguntó Buffalo.

—No creo que nadie lo recuerde —dijo Charley.

—Es Fresno —intervino el hombre llamado Tamal, que estaba repleto de información, toda errónea.

—Una mierda —dijo Charley—. Fresno está al sur, ¿es que no lo sabes? Y no me vayas a decir que es Sacramento, porque Sacramento está por ese lado. Qué más da, son ciudades, de una forma o de otra. Y eso de ahí es una ciudad, y nadie recuerda su nombre.

—En Egipto hay ciudades que tienen diez mil años y todo el mundo recuerda cómo se llaman. Abandonas este lugar y a los treinta años no hay nadie que sepa nada.

—Acerquémonos —dijo Charley—. Quizá todavía quede algo que pueda ser útil. Vamos a escarbar un poco.

—A escarbar, a escarbar —dijo el pequeño latino a quien llamaban Mujer, y todos rieron.

Tom había viajado antes con saqueadores de este estilo. Prefería andar con ellos que con bandidos. Era más seguro. Tarde o temprano, los bandidos hacían alguna estupidez que acababa metiéndoles en un lío. Los saqueadores cuidaban mejor el pellejo. Por regla general no eran tan salvajes, y solían ser un poco más inteligentes. Lo que los saqueadores hacían era una mezcla de carroñeo y bandidaje que les permitía seguir sobreviviendo mientras se movían por los alrededores de las ciudades. A veces mataban, pero sólo cuando tenían que hacerlo, nunca por simple diversión.

Tom se sentía a gusto en este grupo. Esperaba poder quedarse con ellos al menos hasta San Francisco. Y si no, bueno, también estaba bien. Lo que pasara estaba bien. No había otra forma de vivir sino aceptar lo que venía, aunque prefería seguir viajando con Charley y sus saqueadores. Ellos cuidarían de él. Era un territorio peligroso. Había peligro en todas partes, pero esta zona era la peor.

Y Tom se sabía a salvo con ellos. Se había convertido en una especie de mascota, un amuleto de la buena suerte.

No era la primera vez que le sucedía tal cosa. Tom sabía que a cierto tipo de personas les agradaba tener alrededor a alguien como él. Le consideraban loco, pero no particularmente desagradable o peligroso, y eso tenía cierto atractivo para hombres de aquel calibre. Hacía falta toda la suerte posible, y un loco como Tom tenía que ser afortunado para haber sobrevivido en este confín del mundo, así que ahora era su mascota. Les gustaba a todos, a Buffalo, Tamal y Mujer, a Rupe, Choke y Nicholas, y especialmente a Charley, claro. A todos menos a Stidge. Éste todavía le odiaba, y probablemente le odiaría siempre, porque le habían zurrado por culpa de Tom. Pero Stidge no se atrevería a ponerle una mano encima, por temor a Charley, o quizás porque pensaba que traería mala suerte. Por lo que fuera. A Tom no le importaba la razón con tal de que Stidge se mantuviera lejos de él.

—Mirad este sitio —dijo Charley—. Miradlo.

Era algo tétrico. Calles destrozadas, bloques de asfalto levantados por todas partes, el armazón de las casas, hierba seca asomando por entre el pavimento resquebrajado, la arena barrida por el viento desde el campo, un par de coches volcados… Todo estaba en ruinas.

—Deben de haber tenido toda un guerra aquí —dijo Mujer.

—Aquí no —dijo Choke, el de aspecto cadavérico y la cicatriz en la frente—. No hubo guerra en esta parte. La guerra fue en el este, idiota. En Kansas, Nebraska, Iowa. En los sitios donde soltaron la ceniza.

—Pero la ceniza no se carga así a una ciudad. La ceniza lo deja todo cubierto de materia venenosa para que te quemes cuando toques cualquier cosa —dijo Buffalo.

—Entonces, ¿qué hizo esto? —quiso saber Mujer.

—La gente, al marcharse —dijo Charley con voz muy queda—. ¿Crees que las ciudades se reparan solas? La gente se largó porque ya no había granjas. Tal vez venía demasiada ceniza en el aire, arrastrando veneno de las zonas muertas, o tal vez el canal se rompió en alguna parte y nadie sabía arreglarlo. No lo sé. Pero se marcharon. A San Francisco o hacia el sur, y entonces las tuberías se oxidaron y hubo un terremoto o dos, y como no hay nadie para reparar los daños, todo va empeorando, y entonces llegamos los carroñeros para llevarnos lo poco que queda. No hacen falta bombas para destruir un sitio. No hace falta nada. Abandónalo y se caerá en pedazos. No construyeron estas ciudades para que durasen, como hicieron en Egipto, ¿eh, Buffalo? Las construyeron para treinta o cuarenta años, y a los treinta o cuarenta años, se acabó.

—Mierda —dijo Mujer—. ¡Vaya mundo tenemos!

—Iremos a San Francisco. No se está tan mal allí. Al menos hace fresco, hay niebla y brisa. Pasaremos allí el verano.

—Vaya mundo de mierda —dijo Mujer.

—Pues la indignación del Señor ha caído sobre todas las naciones, y Su furia sobre todos los ejércitos. Ya los ha destruido y los ha enviado al matadero —dijo Tom, un poco apartado de los otros.

—¿Qué es lo que dice el loco ahora? —preguntó Stidge.

—Es la Biblia —explicó Buffalo—. ¿Es que no conoces la Biblia?

—Y las espinas crecerán en sus palacios, y ortigas y zarzas en sus fortalezas. Y será habitáculo de dragones y corte de buhos.

—¿Te la sabes entera de memoria? —preguntó Charley.

—En parte —respondió Tom—. Fui predicador durante una época.

—¿Por qué sitios?

—Por ahí arriba. —Tom señaló con el pulgar por encima de su hombro derecho—. En Idaho, estado de Washington, por ahí.

—Has viajado lo tuyo.

—Un poco.

—¿Has estado alguna vez realmente al este?

—¿En Nueva York, Chicago y esos sitios, quieres decir?

Tom le miró.

—En esos sitios, sí.