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Gendry lo estaba pasando tan mal como Pastel Caliente, aunque era demasiado orgulloso para quejarse. Se sentaba de forma poco elegante en la silla y con una mirada de determinación en el rostro debajo de la tupida mata de cabello negro, pero Arya se daba cuenta de que no era buen jinete.

«Tendría que haberme acordado», pensó. Había cabalgado desde que tenía uso de razón, ponis cuando era pequeña y caballos después, pero Gendry y Pastel Caliente eran chicos de ciudad, y en la ciudad la gente común iba a pie. Yoren les había dado cabalgaduras cuando se los llevó de Desembarco del Rey, pero montar en un burro y recorrer el camino real detrás de un carretón era una cosa. Ir a lomos de un caballo de caza por bosques tupidos y campos quemados era otra bien diferente.

Sola habría avanzado mucho más deprisa, Arya lo sabía bien, pero no podía abandonarlos. Eran su manada, sus amigos, los únicos amigos vivos que le quedaban y, de no ser por ella, aún estarían sanos y salvos en Harrenhal; Gendry sudando ante la forja, y Pastel Caliente en las cocinas.

«Si los Titiriteros nos atrapan, les diré que soy la hija de Ned Stark y la hermana del Rey en el Norte. Les ordenaré que me lleven con mi hermano y que no hagan daño a Pastel Caliente ni a Gendry. —Pero tal vez no la creyeran, y aunque así fuera… Lord Bolton era vasallo de su hermano, pero de todos modos le daba miedo—. No dejaré que nos cojan —se prometió en silencio, llevándose la mano a la espalda por encima del hombro para tocar el mango de la espada que Gendry había robado para ella—. No lo permitiré.»

Más adelante, aquella misma tarde, salieron de la cobertura de los árboles y se encontraron a orillas de un río. Pastel Caliente soltó un grito de gozo.

—¡El Tridente! Ahora, todo lo que tenemos que hacer es seguir corriente arriba, como dijiste. ¡Casi hemos llegado!

—No creo que se trate del Tridente —dijo Arya, mordiéndose el labio.

El río estaba crecido a causa de la lluvia, pero a pesar de ello no tenía ni siquiera diez metros de ancho. Recordaba que el Tridente era mucho más ancho.

—Es demasiado estrecho para ser el Tridente —les dijo—, y no estamos a suficiente distancia.

—Sí que lo estamos —insistió Pastel Caliente—. Hemos cabalgado todo el día, apenas nos hemos detenido. Debemos de haber recorrido un gran trecho.

—Echemos otro vistazo al mapa —dijo Gendry.

Arya desmontó, sacó el mapa y lo extendió. La lluvia salpicó la piel de oveja, formando pequeños arroyuelos.

—Creo que estamos aquí, en alguna parte —dijo, señalando con el dedo, mientras los chicos miraban por encima de su hombro.

—Pero si apenas nos hemos alejado —dijo Pastel Caliente—. Mira, Harrenhal está al lado de tu dedo, casi lo estás tocando. ¡Y hemos estado cabalgando todo el día!

—Faltan muchos kilómetros antes de llegar al Tridente —dijo—. Nos llevará días. Éste será otro río, uno de éstos, mirad. —Les señaló una de las finas líneas azules que el cartógrafo había dibujado, cada una con un nombre escrito debajo en letra pequeña—. El Darry, el Manzanaverde, el Doncella… aquí, éste, el Pequeño Sauce, puede que sea éste.

Pastel Caliente dejó de mirar el río y se concentró en el mapa.

—A mí no me parece tan pequeño.

—El río que señalas desemboca en este otro —dijo Gendry, que también había fruncido el ceño—, fíjate.

—El Gran Sauce —leyó Arya.

—El Gran Sauce, bien. Y ese Gran Sauce desemboca en el Tridente, pero tendremos que seguir corriente abajo, no arriba. Pero si este río no es el Pequeño Sauce, si se trata de este otro de aquí…

—Arroyo Mataolas —leyó Arya.

—Fíjate, aquí describe una gran curva y fluye hacia el lago, de vuelta a Harrenhal. —Siguió el recorrido con un dedo.

—¡No! —Pastel Caliente tenía los ojos como platos—. Nos matarán, seguro.

—Tenemos que saber qué río es —declaró Gendry con su voz más terca—. Es imprescindible.

—Pues no podemos. —El mapa tenía nombres escritos junto a las líneas azules, pero nadie se había molestado en escribir el nombre en la ribera del río—. No iremos corriente arriba ni corriente abajo —decidió al tiempo que enrollaba el mapa—. Pasaremos al otro lado y seguiremos hacia el norte, como íbamos haciendo.

—¿Los caballos saben nadar? —preguntó Pastel Caliente—. Ese río parece muy hondo, Arry. ¿Y si hay serpientes?

—¿Estás segura de que vamos hacia el norte? —preguntó Gendry—. Mira cuántas colinas… si nos hacen volvernos atrás…

—El musgo de los árboles…

—Ese árbol tiene musgo en tres caras —dijo el chico señalando un árbol cercano—, y aquél no tiene musgo. Podemos estar perdidos, dando vueltas en círculo.

—Podría ser —dijo Arya—, pero de todos modos voy a cruzar el río. Podéis venir o quedaros, como queráis.

Se acomodó de nuevo sobre la silla de montar sin prestar atención a los chicos. Si no querían seguirla, podían buscar Aguasdulces por su cuenta, aunque lo más probable era que los Titiriteros los encontraran.

Tuvo que cabalgar casi un kilómetro a lo largo de la ribera antes de encontrar por fin un sitio donde el paso parecía seguro, e incluso allí su yegua se resistía a meterse en el agua. El río, fuera cual fuera su nombre, corría muy rápido y turbio, y en la parte más profunda, al centro, el agua llegaba por encima de la panza de la bestia. El agua le llenó las botas, pero Arya no dejó de clavar los talones hasta salir a la otra orilla. A su espalda oyó el sonido de algo que entraba en el agua y el relincho nervioso de una yegua.

«Me han seguido. Bien.» Se volvió para ver cómo los chicos se esforzaban por cruzar y salían junto a ella, chorreando agua.

—No era el Tridente —les dijo—. Seguro.

El siguiente río llevaba menos agua y vadearlo fue más fácil. Tampoco era el Tridente, y nadie puso objeciones cuando dijo que tenían que cruzarlo.

Caía la noche cuando se detuvieron para dar un nuevo descanso a los caballos y compartir otra ración de pan y queso.

—Estoy empapado y tengo frío —se quejó Pastel Caliente—. Seguro que ahora estamos bien lejos de Harrenhal. Podríamos encender una hoguera…

—¡No! —gritaron Arya y Gendry al unísono.

Pastel Caliente se asustó un poco. Arya miró a Gendry de reojo.

«Lo hemos dicho a la vez, como me pasaba con Jon en Invernalia.» De todos sus hermanos, al que más extrañaba era a Jon Nieve.

—¿Podríamos dormir, al menos? —rogó Pastel Caliente—. Estoy muy cansado, Arry, y me duele el trasero. Creo que tengo ampollas.

—Si te pescan, tendrás algo más que eso —replicó ella—. Tenemos que seguir avanzando. No hay otro remedio.

—Pero ya es casi de noche y no se ve ni la luna.

—Vuelve a montar a caballo.

Mientras avanzaba al paso a medida que la luz se extinguía en torno a ellos, Arya se dio cuenta de que su agotamiento también le pesaba muchísimo. Necesitaba dormir tanto como Pastel Caliente, pero era mejor no hacerlo. Si se dormían, cuando abrieran los ojos podrían encontrarse delante a Vargo Hoat junto con Shagwell el Tonto, Urswyck el Fiel, Rorge, Mordedor, el septon Utt y todos los demás monstruos.

Pero, al rato, el movimiento de su cabalgadura la acunaba acompasadamente, y Arya notaba los párpados cada vez más pesados. Los cerró un instante y después los abrió con fuerza de nuevo.

«No puedo dormirme —se gritó a sí misma en silencio—, no puedo, no puedo.» Se frotó los ojos con los nudillos, con fuerza, para mantenerlos abiertos, se aferró a las riendas y puso su caballo a buen paso. Pero ni el caballo ni ella podían mantener aquel ritmo, y bastaron unos momentos para que recuperaran el paso lento y otros pocos más para que los ojos se le cerraran por segunda vez. En esta ocasión no se le abrieron con la misma celeridad.