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Cuando volvió a abrirlos se dio cuenta de que su caballo se había detenido y estaba mordisqueando unos hierbajos, mientras Gendry le sacudía el brazo.

—Te has dormido —le dijo.

—Sólo estaba descansando los ojos un momento.

—Pues menudo descanso les has dado. Tu caballo vagaba en círculos, pero sólo cuando se detuvo me di cuenta de que estabas dormida. Pastel Caliente está igual, tropezó con una rama y se cayó del caballo, tendrías que haber oído cómo chillaba. Pero ni siquiera eso te despertó. Tienes que parar y dormir.

—Puedo seguir tanto tiempo como tú —bostezó.

—Mentirosa —replicó el chico—. Si eres tan idiota, puedes seguir cabalgando, pero yo me quedo aquí. Haré la primera guardia, tú duerme.

—¿Y qué pasa con Pastel Caliente?

Gendry lo señaló. Pastel Caliente estaba ya en el suelo, acurrucado bajo la capa sobre un lecho de hojas húmedas, y roncaba quedamente. Tenía una gran cuña de queso en una mano, pero parecía que se había quedado dormido entre bocado y bocado.

Arya se dio cuenta de que no valía la pena discutir; Gendry tenía razón.

«Los Titiriteros también tendrán que dormir», se dijo a sí misma, con la esperanza de que fuera verdad. Estaba tan agotada que hasta desmontar le costaba trabajo, pero tuvo fuerzas para manear el caballo antes de buscar un sitio bajo un haya. La tierra estaba dura y húmeda. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a dormir en una cama y tuviera comida abundante y un fuego para calentarse. Lo último que hizo antes de cerrar los ojos fue desenvainar la espada y colocarla a su lado.

—Ser Gregor —susurró, mientras bostezaba—, Dunsen, Polliver, Raff el Dulce, el Cosquillas y… el Cosquillas… el Perro…

Tuvo sueños rojos y violentos. Los Titiriteros aparecían en ellos, al menos cuatro: un lyseno pálido, uno de Ib, brutal y cetrino, que llevaba un hacha; el dothraki señor de los caballos llamado Iggo, que tenía el rostro lleno de cicatrices; y un dorniense cuyo nombre no había sabido nunca. Cabalgaban sin cesar bajo la lluvia, llevaban cotas herrumbrosas y cuero mojado, y las espadas y las hachas tintineaban contra las sillas de montar. Creían que le daban caza a ella, lo sabía con esa extraña certeza propia de los sueños, pero se equivocaban. Era ella quien les daba caza.

En el sueño, Arya no era una niña pequeña; era un lobo enorme y fuerte, y cuando salió de debajo de los árboles al encuentro del grupo y les enseñó los dientes con un gruñido grave y estremecedor, percibió el hedor rancio del miedo, tanto en las bestias como en sus jinetes. La montura del lyseno retrocedió y soltó un relincho de terror, y los demás se dijeron algo en su lengua humana, pero antes de que pudieran actuar, los otros lobos salieron de la oscuridad y la lluvia, una enorme manada, flacos, empapados, silenciosos…

El combate fue corto pero sangriento. El hombre peludo cayó en cuanto lanzó su hacha, el cetrino murió mientras tensaba el arco y el hombre pálido de Lys intentó darse a la fuga. Sus hermanos y hermanas lo persiguieron, lo hacían girar una y otra vez, tiraban dentelladas a las patas de su caballo y desgarraron la garganta del jinete cuando, por fin, cayó a tierra.

Sólo el hombre de las campanillas logró resistir. Su caballo coceó a una de sus hermanas en la cabeza, y él cortó a otro lobo casi en dos con su garra curva y plateada, mientras su cabello tintineaba suavemente.

Llena de ira, ella le saltó a la espalda, haciéndolo caer de la silla cabeza abajo. Cerró las fauces sobre el brazo del hombre mientras caían, y le hundió los dientes a través del cuero, la lana y la carne blanda. Cuando tocaron el suelo, dio un salvaje tirón con la cabeza y le arrancó el miembro del hombro. Exultante, lo sacudió en la boca de un lado a otro, dispersando las gotitas rojas y calientes entre la lluvia fría y negra.

TYRION

El chirrido de viejas bisagras de hierro lo despertó.

—¿Quién va? —graznó.

Al menos había recuperado la voz, aunque fuera ronca y áspera. Aún tenía fiebre y carecía de la menor noción de la hora. ¿Cuánto había dormido aquella vez? Estaba tan débil, maldición, tan débil…

—¿Quién va? —volvió a decir, esta vez más alto.

La luz de una antorcha se filtró por la puerta abierta; dentro de la habitación, la única luz procedía del cabo de una vela junto a su cama.

Tyrion se estremeció al ver una silueta que se movía hacia él. Allí, en el Torreón de Maegor, todos los sirvientes estaban en la nómina de la reina, por lo que cualquier visitante podía ser otro de los asesinos de Cersei, enviado para terminar el trabajo que Ser Mandon había dejado inconcluso.

En aquel momento el hombre entró en la zona iluminada por la vela, miró atentamente el rostro pálido del enano y dejó escapar una risita.

—Qué, te has cortado al afeitarte, ¿eh?

Tyrion se llevó los dedos hasta la enorme cicatriz que le iba desde uno de los ojos hasta la barbilla, a través de lo que le quedaba de la nariz. La carne todavía estaba hinchada y caliente al tacto.

—Sí, con una navaja muy grande.

El pelo negrísimo de Bronn estaba recién lavado y cepillado hacia atrás, dejándole al descubierto las líneas duras del rostro. Llevaba botas altas de cuero blando y repujado, un cinturón ancho con remaches de plata y una capa de seda color verde claro. En la lana gris oscuro de su jubón habían bordado en diagonal una cadena en llamas, con hilos en tono verde brillante.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Tyrion—. Te mandé buscar… hace por lo menos dos semanas.

—Dirás más bien hace cuatro días —contestó el mercenario—. Y he venido dos veces, pero estabas más muerto que vivo.

—Muerto no. Aunque bien que lo intentó mi querida hermana. —Tal vez no debería haber dicho aquello en voz alta, pero Tyrion estaba por encima de aquellas cosas. La mano de Cersei se encontraba detrás del intento de asesinato de Ser Mandon, lo percibía con todo su ser—. ¿Qué es esa cosa horrible que llevas en el pecho?

—Mi blasón de caballero —dijo Bronn con una sonrisa—. Una cadena en llamas, sinople sobre gris humo. Por orden de tu padre, ahora soy Ser Bronn del Aguasnegras, Gnomo. Que no se te olvide.

Tyrion puso las manos sobre el colchón de plumas y retrocedió un poco hasta reclinarse en las almohadas.

—Fui yo quien te prometió armarte caballero, ¿recuerdas? —Aquel «por orden de tu padre» no le había hecho ninguna gracia. Lord Tywin no había perdido el tiempo. Retirar a su hijo de la Torre de la Mano y apoderarse de ella era un mensaje que cualquiera podría interpretar, y éste era otro—. Pierdo la mitad de la nariz y tú ganas un título de caballero. Los dioses tendrán que darme muchas explicaciones —dijo con tono amargo—. ¿Mi padre te armó caballero en persona?

—No. A aquellos de nosotros que sobrevivimos a la batalla en las torres del cabrestante nos ungió el Septon Supremo y nos armó caballeros la Guardia Real. Mierda de ceremonia, duró la mitad del día, porque sólo quedaban tres de los Espadas Blancas para hacernos los honores.

—Supe que Ser Mandon pereció en la batalla. —«Pod lo lanzó al río, justo antes de que el muy hijo de puta estuviera a punto de atravesarme el corazón con su espada»—. ¿A quién más hemos perdido?

—Al Perro —dijo Bronn—. No murió, sólo se largó. Los capas doradas dicen que se acobardó y tú encabezaste la incursión en su lugar.

«No fue una de mis mejores ideas.» Tyrion notaba cómo se tensaba el tejido de la cicatriz cuando fruncía el ceño. Señaló una silla a Bronn para que se sentara.

—Mi hermana me ha confundido con una seta. Me mantiene en la oscuridad y me alimenta con mierda. Pod es un chico estupendo, pero tiene un nudo en la lengua del tamaño de Roca Casterly y no confío en la mitad de lo que me cuenta. Lo envié a que me trajera a Ser Jacelyn, y cuando regresó me dijo que estaba muerto.