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—¡Pod! —gritó—. ¡Podrick Payne! ¿En cuál de los siete infiernos te has metido? —El dolor lo roía como un perro sin dientes; Tyrion odiaba la debilidad, sobre todo la propia, aquello lo avergonzaba y la vergüenza lo ponía rabioso—. ¡Pod, ven ahora mismo!

El chico llegó corriendo. Cuando vio a Tyrion de pie, agarrado del brazo de Bronn, los miró con la boca abierta.

—¡Mi señor! Estáis de pie. ¿Eso es que…? ¿Queréis… queréis un poco de vino? ¿De vino del sueño? ¿Llamo al maestre? Dijo que deberíais quedaros aquí. Quiero decir, quedaros en cama.

—Ya he pasado demasiado tiempo en cama. Tráeme ropa limpia.

—¿Ropa?

A Tyrion le resultaba incomprensible que aquel chico pudiera tener la cabeza tan clara y ser tan resuelto en la batalla, mientras que en cualquier otro momento vivía sumido en la confusión.

—Ropa —repitió—. Túnica, jubón, calzones y calzas. Para mí. Para vestirme. Para salir de esta celda de mierda.

Necesitó la ayuda de los dos para vestirse. Aunque el aspecto de su cara era espantoso, la peor de las heridas era la que tenía donde el brazo se unía al hombro, allí donde una flecha había hecho que su cota de mallas se le clavara en la axila. De la carne descolorida aún salía pus y sangre cada vez que el maestre Frenken le cambiaba las vendas, y cualquier movimiento le provocaba un dolor insoportable.

Al final, Tyrion se arregló con un par de calzones y una camisa de dormir enorme que le colgaba suelta sobre los hombros. Bronn le puso las botas, mientras Pod iba en busca de un palo que le hiciera las veces de bastón. Bebió una copa de vino del sueño para coger fuerzas; el vino estaba endulzado con miel y tenía la cantidad de leche de la amapola justa para que pudiera resistir un tiempo el dolor de las heridas.

Y pese a todo, cuando hizo girar el picaporte ya estaba mareado, y el descenso por los peldaños de piedra hizo que le temblaran las piernas. Caminaba con el palo en una mano y la otra apoyada sobre el hombro de Pod. Mientras bajaban se tropezaron con una chica del servicio que subía. Los miró con los ojos muy abiertos, como si estuviera viendo un fantasma.

«El enano se ha levantado de entre los muertos —pensó Tyrion—. Y mira, está aún más feo que antes, corre y cuéntaselo a tus amigas.»

El Torreón de Maegor era el lugar más inaccesible de la Fortaleza Roja, un castillo dentro del castillo, rodeado por un profundo foso seco con estacas afiladas en el fondo. Cuando llegaron a la puerta se encontraron con que el puente levadizo estaba alzado como todas las noches. Ser Meryn Trant estaba allí de pie con su armadura de color claro y su capa blanca.

—Bajad el puente —ordenó Tyrion.

—Las órdenes de la reina son levantar el puente por la noche.

Ser Meryn siempre había sido el títere de Cersei.

—La reina duerme y tengo cosas que tratar con mi padre.

El nombre de Lord Tywin Lannister tenía algo de mágico. Rezongando, Ser Meryn Trant dio la orden y bajaron el puente levadizo. Había un segundo caballero de la Guardia Real custodiando el otro lado del foso. Ser Osmund Kettleblack compuso una expresión sonriente cuando vio que Tyrion avanzaba cojeante hacia él.

—¿Se siente más fuerte, mi señor?

—Mucho más. ¿Cuándo es la próxima batalla? Estoy impaciente por combatir.

Sin embargo, cuando Pod y él llegaron a los serpenteantes escalones, Tyrion sólo pudo contemplarlos con angustia.

«No podré subir por mi cuenta», se confesó a sí mismo. Se tragó el orgullo y le pidió a Bronn que lo cargara, con la vana esperanza de que a esa hora no hubiera nadie que pudiera ver aquello y reírse, nadie que contara la historia del enano al que llevaban en brazos escaleras arriba como a un bebé.

El patio exterior estaba repleto de docenas de tiendas de campaña y pabellones.

—Son hombres de Tyrell —explicó Podrick Payne mientras se abrían camino entre un laberinto de sedas y lonas—. También de Lord Rowan y de Lord Redwyne. No había espacio para todos. Quiero decir, en el castillo. Algunos han alquilado habitaciones. En la ciudad. En posadas y lugares así. Han venido para la boda. La boda del rey, del rey Joffrey. ¿Estaréis lo bastante restablecido para asistir, mi señor?

—Ni una manada de comadrejas carroñeras podría impedirlo.

Era una de las ventajas que tenían las bodas sobre las batallas: las posibilidades de que alguien le cortara a uno la nariz eran inferiores.

La luz ardía aún débilmente tras las ventanas encortinadas de la Torre de la Mano. Los hombres que custodiaban la puerta llevaban las capas púrpura y los yelmos con el león propios de la guardia personal de su padre. Tyrion los conocía a ambos y le permitieron pasar al verlo… aunque se dio cuenta de que ninguno podía mirarlo fijamente a la cara.

Dentro se encontraron con Ser Addam Marbrand, que bajaba la escalera de caracol; llevaba el peto negro decorado y la capa dorada de los oficiales de la Guardia de la Ciudad.

—Mi señor —dijo—. Cuánto me alegro de volver a veros en pie. Había oído…

—¿Rumores de que estaban cavando una tumba pequeña? Yo también, y dadas las circunstancias lo mejor era que me levantase. Tengo entendido que sois el comandante de la Guardia de la Ciudad. ¿Debo daros mi enhorabuena o mis condolencias?

—Me temo que ambas cosas. —Ser Addam sonrió—. La muerte y la deserción me han dejado con cuatro mil cuatrocientos hombres. Sólo los dioses y Meñique saben cómo vamos a poder pagar la soldada de tanta gente, pero vuestra hermana me prohíbe que licencie a ninguno.

«¿Sigues nerviosa, Cersei? La batalla ha terminado, los capas doradas ya no te van a ayudar.»

—¿Habéis estado con mi padre? —preguntó Tyrion.

—Sí. Siento deciros que no está del mejor de los talantes. Lord Tywin considera que cuatro mil cuatrocientos guardias son más que suficientes para hallar a un escudero desaparecido, pero vuestro primo Tyrek sigue extraviado.

Tyrek era un chico de trece años, hijo de su difunto tío Tygett. Había desaparecido durante los disturbios, poco después de desposarse con Lady Ermesande, una niña de pecho, que además era la única heredera sobreviviente de la Casa Hayford.

«Y, posiblemente, la primera novia en la historia de los Siete Reinos que se queda viuda antes de que la desteten.»

—Yo tampoco pude dar con él —confesó Tyrion.

—Está alimentando gusanos —dijo Bronn, con su delicadeza habitual—. Mano de Hierro lo estuvo buscando, y el eunuco prometió una bolsa bien llena. No tuvieron más suerte que nosotros. No insistáis, ser.

—En lo que se refiere a los que llevan su sangre, Lord Tywin es muy terco —dijo Ser Addam, mirando con repugnancia al mercenario—. Quiere al chico, vivo o muerto, y tengo la intención de cumplir su voluntad. —Miró de nuevo a Tyrion—. Hallaréis a vuestro padre en sus aposentos.

«Mis aposentos», pensó Tyrion.

—Ya conozco el camino.

El camino implicaba subir muchos peldaños más, pero esta vez lo hizo por sí mismo, con una mano en el hombro de Pod. Bronn le abrió la puerta. Lord Tywin Lannister estaba sentado al pie de la ventana, escribiendo a la luz de una lámpara de aceite. Al oír el sonido del picaporte levantó la vista.

—Tyrion. —Dejó la pluma a un lado con gesto sereno.

—Me complace que os acordéis de mí, mi señor. —Tyrion soltó el hombro de Pod, apoyó el peso en el bastón y avanzó unos pasos. «Algo anda mal», comprendió enseguida.

—Ser Bronn —dijo Lord Tywin—, Podrick, quizá será mejor que esperéis fuera a que terminemos.

La mirada que Bronn le dedicó a la Mano fue punto menos que insolente; sin embargo, se inclinó y salió de la habitación con Pod pisándole los talones. La pesada puerta se cerró a sus espaldas y Tyrion Lannister se quedó a solas con su padre. El frío en la habitación se hacía sentir, a pesar de que las ventanas estaban cerradas por la noche.