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Tyrion pensó en el ojo quemado de Timett, en Shagga con su hacha, en Chella con su collar de orejas secas. Y en Bronn. Sobre todo en Bronn.

—Los bosques están llenos de bestias —le recordó a su padre—. Y los callejones, también.

—Es verdad. Quizá otros perros puedan cazar igual de bien. Lo pensaré. Si no hay nada más…

—Tienes cartas importantes, claro. —Tyrion se incorporó sobre las piernas vacilantes, cerró los ojos un instante mientras una oleada de mareo lo sacudía y dio un paso tembloroso hacia la puerta. Más tarde pensó que debería haber dado un segundo paso y un tercero. Pero, en lugar de eso, se volvió—. ¿Que qué quiero pedirte? Te diré lo que quiero. Quiero lo que me pertenece por derecho. Quiero Roca Casterly.

—¿Lo que es de tu hermano por nacimiento? —preguntó su padre con dureza.

—Los caballeros de la Guardia Real tienen prohibido casarse, tener hijos y poseer tierras, eso lo sabes tan bien como yo. El día en que Jaime vistió esa capa blanca renunció a sus derechos sobre Roca Casterly, pero no lo has reconocido nunca. El tiempo ha pasado. Quiero que, en presencia del reino, proclames que soy tu hijo y tu heredero legítimo.

Los ojos de Lord Tywin eran de un verde pálido con puntitos dorados, tan luminosos como implacables.

—Roca Casterly —declaró con una voz llana, fría y apagada. Y añadió—: Nunca.

La palabra quedó colgando entre ambos, enorme, hiriente, emponzoñada…

«Sabía la respuesta antes de pedirlo —pensó Tyrion—. Han pasado dieciocho años desde que Jaime se unió a la Guardia Real, pero no he mencionado nunca el tema. Debí haberlo sabido. Debí haberlo sabido desde siempre.»

—¿Por qué? —se obligó a preguntar, aunque sabía que se arrepentiría.

—¿Aún lo preguntas? ¿Tú, que mataste a tu madre para venir al mundo? Eres una criatura deforme, taimada, desobediente, dañina, llena de envidia, lujuria y malos instintos. Las leyes de los hombres te dan derecho a llevar mi nombre y lucir mis colores, ya que no puedo probar que no seas mío. Para darme lecciones de humildad, los dioses me han condenado a ver cómo te contoneas, mientras exhibes ese orgulloso león que fue blasón de mi padre y de su padre antes que él. Pero ni los dioses ni los hombres podrán obligarme a permitir que conviertas Roca Casterly en tu lupanar.

—¿Mi lupanar? —Por fin se hizo la luz; Tyrion comprendió en ese momento de dónde había salido toda aquella bilis. Apretó los dientes—. ¿Cersei te ha hablado de Alayaya?

—¿Se llama así? Reconozco que soy incapaz de recordar los nombres de todas tus putas. ¿Quién era aquella con la que te casaste de niño?

—Tysha —escupió la respuesta, desafiante.

—¿Y la que iba detrás del campamento, en el Forca Verde?

—¿Y qué te importa? —preguntó, negándose a pronunciar el nombre de Shae en presencia de su padre.

—Nada. Lo mismo que me importa que vivan o mueran.

—Fuiste tú quien hizo azotar a Yaya. —No se trataba de una pregunta.

—Tu hermana me habló de tus amenazas contra mis nietos. —La voz de Lord Tywin era más fría que el hielo—. ¿Mintió acaso?

—Proferí amenazas, sí. —Tyrion no lo iba a negar—. Para mantener a salvo a Alayaya. Para que los Kettleblack no abusaran de ella.

—¿Para salvar la virtud de una ramera amenazaste a tu Casa, a tu sangre? ¿Así se hacen las cosas?

—Fuiste tú quien me enseñó que una buena amenaza a veces dice más que un golpe. Y no es porque Joffrey no me haya tentado cientos de veces hasta perder la paciencia. Si tantas ganas tienes de flagelar a alguien, empieza por él. Pero Tommen… ¿por qué iba a hacerle daño a Tommen? Es un buen chico y lleva mi sangre.

—Igual que tu madre. —Lord Tywin se alzó bruscamente como una torre junto a su hijo enano—. Regresa a tu cama, Tyrion, y no vuelvas a hablarme de tus derechos sobre Roca Casterly. Tendrás tu recompensa, pero será la que yo considere apropiada a tus servicios y tu situación. Y no te equivoques: ésta será la última vez que soportaré que avergüences a la Casa Lannister. No tendrás más putas. A la próxima que encuentre en tu cama, la colgaré.

DAVOS

Contempló durante bastante tiempo cómo crecía la vela mientras decidía si prefería la muerte o la vida.

Sabía que sería más fácil morir. Todo lo que tenía que hacer era arrastrarse de nuevo hasta la cueva, dejar que la nave pasara de largo, y la muerte lo encontraría. La fiebre llevaba varios días consumiéndolo, convirtiéndole las tripas en agua marrón y obligándolo a tiritar en un duermevela agotador. Cada mañana estaba más débil.

«Ya no falta mucho», se repetía a sí mismo.

Si la fiebre no lo mataba sin duda lo mataría la sed. Allí no tenía agua fresca, a no ser por la escasa lluvia que se acumulaba en los agujeros de la roca. Sólo tres días antes (¿o serían cuatro? En la roca era difícil distinguir un día de otro), los agujeros habían estado secos como huesos viejos, y la visión del agua de la bahía verde y gris que lo rodeaba, casi había sido más de lo que podía soportar. Una vez comenzara a beber agua de mar, el final llegaría con celeridad, lo sabía, pero de todos modos tenía la garganta tan reseca que había estado a punto de beber aquel primer trago. Un súbito chaparrón lo había salvado. En aquel momento estaba tan débil que lo único que pudo hacer fue tumbarse bajo la lluvia con los ojos cerrados y la boca abierta, y dejar que el agua le cayera sobre los labios agrietados y la lengua hinchada. Pero después se sintió un poco más fuerte, y los charcos, hendiduras y grietas de la isla volvieron a ofrecerle la vida una vez más.

Pero eso había sido hacía ya tres días (o quizá cuatro), y no quedaba casi agua. Una parte se había evaporado y él se había bebido el resto. Por la mañana estaría de nuevo lamiendo el fango y las piedras frías y húmedas en el fondo de las hondonadas.

Y si no lo mataban la sed o la fiebre, el hambre acabaría con él. Su isla no era más que un peñasco árido que sobresalía en la inmensidad de la bahía del Aguasnegras. Cuando la marea estaba baja en ocasiones podía encontrar unos cangrejitos mínimos en la franja rocosa a la que lo había llevado la corriente tras la batalla. Le daban pellizcos dolorosos en los dedos antes de que los aplastara contra las rocas para chupar la carne de las tenazas y las tripas de los carapachos.

Pero la playa desaparecía cuando la marea comenzaba a subir, y Davos tenía que trepar por las rocas para evitar que el agua lo barriera de nuevo a la bahía. La altura del islote con la marea alta era de unos cinco metros sobre el nivel del mar, pero cuando las aguas se agitaban, las salpicaduras llegaban mucho más arriba, así que no tenía manera de mantenerse seco ni siquiera en su caverna (que, en realidad, no era más que un hueco en la roca bajo un saliente). Sólo crecía liquen en aquel peñasco, y hasta las aves marinas eludían el lugar. De vez en cuando alguna gaviota se posaba en la cima de la roca y Davos intentaba cazarla, pero las aves eran demasiado rápidas y no le permitían acercarse. Se dedicó a tirarles piedras, pero estaba demasiado débil para lanzarlas con fuerza, así que incluso cuando lograba darle a una gaviota, ésta se limitaba a graznar asustada y después salía volando.

Desde su refugio se veían otras rocas, distantes montículos de piedra más altos que el suyo. El más cercano se elevaba unos trece metros por encima del agua, calculaba, aunque a esa distancia no era fácil estar muy seguro. Una nube de gaviotas se posaba allí constantemente, y con frecuencia Davos pensó en ir a robar los nidos. Pero el agua estaba fría, las corrientes eran traicioneras, y sabía que carecía de fuerzas para nadar aquel trecho. Si lo intentaba moriría con tanta seguridad como si bebiera agua salada.