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En el mar Angosto, el otoño era húmedo y lluvioso, lo recordaba de años anteriores. Los días no eran malos siempre que brillara el sol, pero las noches se volvían cada vez más frías y a veces el viento barría la bahía, arreando por delante una franja de cabrillas, y Davos no tardaba en encontrarse empapado y tembloroso. La fiebre y los escalofríos lo asaltaban por turno, y sufría ataques de una tos ronca y persistente.

La única protección con la que contaba era su caverna, y resultaba demasiado pequeña. Durante la marea baja, a la orilla rocosa llegaban trozos de madera a la deriva o restos calcinados de naves, pero Davos no tenía manera de conseguir una chispa para hacer fuego. En cierta ocasión, desesperado, había intentado frotar dos trozos de madera, uno contra el otro, pero estaban podridos y sus esfuerzos sólo dieron como fruto abundantes ampollas. También tenía la ropa empapada, y en la bahía había perdido una de las botas antes de que el agua lo arrastrara al peñasco.

La sed, el hambre y la intemperie, ésos eran sus compañeros hora a hora, día tras día, y ya había llegado a considerarlos sus amigos. Muy pronto alguno de esos amigos se compadecería de él y lo liberaría de su sufrimiento interminable. O quizá, sencillamente, un día se echaría al agua y comenzaría a nadar hacia la orilla que, bien lo sabía, se encontraba al norte, en alguna parte, más allá de su campo de visión. Demasiado lejos para nadar tan débil como estaba, pero eso no le importaba. Davos siempre había sido marino, estaba destinado a morir en el mar.

«Los dioses que viven bajo el agua me han estado esperando —se dijo—. Hace mucho que debí ir a reunirme con ellos.»

Pero allí estaba, una vela; sólo una manchita en el horizonte, aunque se iba haciendo más grande.

«Una nave, donde no debería haber naves.» Sabía dónde se hallaba su roca, más o menos; era uno de los muchos promontorios que se alzaban en la bahía del Aguasnegras. El más alto de todos se erguía unos treinta metros por encima de las aguas, y una docena de peñascos menores sobresalía entre diez y veinte metros. Los marineros los denominaban los «arpones del rey pescadilla», y sabían que por cada uno que asomaba por encima de la superficie, una docena más acechaba debajo. Todo capitán con sentido común mantenía un rumbo bien apartado de ellos.

Davos, con los ojos claros enrojecidos, vio cómo se hinchaba la vela y trató de captar el sonido del viento atrapado en la lona. «Viene en esta dirección.» A no ser que cambiara de rumbo repentinamente, pasaría tan cerca de su miserable refugio que podrían oírlo. Eso podía significar la vida. En caso de que quisiera seguir viviendo. Y no estaba muy seguro.

«¿Para qué voy a vivir? —pensó mientras las lágrimas le nublaban la vista—. Sed benévolos, dioses. ¿Para qué? Mis hijos están muertos, Dale y Allard, Maric y Matthos, quizá también Devan. ¿Cómo puede sobrevivir un padre a tantos hijos jóvenes y fuertes? ¿Cómo podré seguir adelante? Soy un carapacho vacío, el cangrejo ha muerto y no queda nada dentro. ¿Acaso no lo veis?»

Habían subido por el río Aguasnegras haciendo tremolar el corazón llameante del Señor de la Luz. Davos y la Betha negra habían permanecido en la segunda línea de batalla, entre la Espectro de Dale y la Lady Marya de Allard. Maric, su tercer hijo, era el capataz de remeros de la Furia, en el centro de la primera línea, mientras que Matthos era el segundo de a bordo de su padre. Bajo las murallas de la Fortaleza Roja, las galeras de Stannis Baratheon habían entrado en batalla con la flota más pequeña de Joffrey, el niño rey, y durante unos breves momentos el río había vibrado con el sonido de las cuerdas de los arcos y el crujido de los arietes de hierro, destrozando tanto remos como cascos de naves.

Y de repente, una enorme bestia soltó un rugido, y se vieron rodeados por llamaradas verdes: fuego valyrio, orina de piromantes, el demonio de jade… Matthos estaba de pie a su lado sobre la cubierta de la Betha negra cuando la nave pareció elevarse sobre el agua. Davos fue a parar al río, donde se debatió impotente arrastrado por una corriente que lo sacudía. Río arriba las llamas de unos quince metros de altura se habían alzado hacia el cielo. Había visto arder la Betha negra, la Furia y una docena más de naves, había visto a hombres en llamas que saltaban al agua para morir ahogados. La Espectro y la Lady Marya desaparecieron, hundidas, destrozadas o tragadas por el velo de fuego valyrio, y no había tiempo para buscarlas porque la boca del río se aproximaba y los Lannister habían levantado allí una enorme cadena de hierro. De orilla a orilla no había otra cosa que naves ardiendo y fuego valyrio. Aquella visión le heló el corazón, y aún recordaba los sonidos: el chisporroteo de las llamas, el siseo del vapor, los gritos de los moribundos… y el golpe de aquel calor horrible contra el rostro mientras la corriente lo arrastraba hacia el infierno.

Lo único que tenía que hacer era quedarse quieto. Unos momentos más y estaría con sus hijos, reposando sobre el frío limo negro del fondo de la bahía, mientras los peces le mordisqueaban la cara.

Pero en vez de eso aspiró todo el aire que pudo y se sumergió en busca del lecho del río. Su única esperanza consistía en pasar por debajo de la cadena, las naves en llamas y el fuego valyrio que flotaba en la superficie del agua, en nadar deprisa hacia la seguridad de la bahía al otro lado. Davos siempre había sido un buen nadador, y aquel día no llevaba ninguna prenda metálica salvo el yelmo que había perdido junto con la Betha negra. Mientras cortaba el agua, verde y turbia, vio a otros hombres que pataleaban bajo la superficie, arrastrados hacia el fondo por el peso de la cota y la armadura. Davos los dejó atrás, impulsándose con toda la fuerza que le quedaba en las piernas y dejándose llevar por la corriente con los ojos llenos de agua. Bajó más, y más, y más todavía. A cada brazada se le hacía más difícil retener el aliento. Recordó haber visto el fondo, blando y oscuro cuando un chorro de burbujas se le escapó de la boca. Tocó algo con una de las piernas… un obstáculo, un pez o quizá un hombre que se ahogaba, nunca lo supo.

En ese momento necesitaba aire, pero tenía miedo. ¿Habría dejado atrás la cadena, estaría ya en la bahía? Si emergía bajo una nave se ahogaría, y si lo hacía entre las manchas ardientes de fuego valyrio, al tomar aire se le calcinarían los pulmones. Se revolvió en el agua para mirar hacia arriba, pero salvo una verdosa oscuridad no había nada más que ver; giró con demasiada velocidad y, de repente, ya no habría sabido decir dónde estaba la superficie y dónde el fondo. Le entró pánico. Revolvió el fondo del río con las manos y levantó una nube de limo que lo cegó. Parecía que el pecho le iba a estallar. Manoteó en el agua, movió las piernas, se impulsó y giró mientras sus pulmones exigían aire, se impulsó con las piernas perdido en las tinieblas del río, siguió, siguió y siguió hasta que no tuvo más fuerzas. Cuando abrió la boca para gritar, le entró agua con sabor a sal y Davos Seaworth supo que se estaba ahogando.

Lo siguiente que recordaba era el sol en lo alto y él sobre una playa de piedras, al pie de un montículo rocoso rodeado por la desierta bahía, con un mástil roto, una vela quemada y un cadáver hinchado a su lado. El mástil, la vela y el cadáver desaparecieron con la siguiente marea alta, dejando a Davos solo en su roca entre los arpones del rey pescadilla.

Sus muchos años como contrabandista le habían hecho conocer las aguas en torno a Desembarco del Rey mejor que cualquiera de las casas donde había vivido, y sabía que su refugio no era más que un puntito en las cartas de navegación, en una zona de la que los marinos se apartaban sin aproximarse nunca… Aunque por ser un buen lugar para esconderse, el propio Davos había pasado por allí un par de veces en sus años de contrabandista.