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«Cuando me encuentren aquí, muerto, si me encuentran alguna vez, quizá le pongan mi nombre a esta roca —pensó—. La llamarán Roca Cebolla; será mi lápida y mi legado.» No merecía otra cosa.

«El padre protege a sus hijos», enseñaban los septones, pero Davos había llevado a sus hijos al fuego. Dale no le daría nunca a su esposa el hijo por el que habían rogado, y Allard, con su chica en Antigua, su chica en Desembarco del Rey y su chica en Braavos, sólo dejaría atrás mujeres sollozantes. Matthos no sería nunca capitán de una nave propia, como había soñado. Maric no sería nunca armado caballero.

«¿Cómo puedo vivir si todos ellos han muerto? Han caído tantos caballeros valientes y señores poderosos, hombres de noble cuna, mejores que yo. Métete dentro de tu cueva, Davos. Métete ahí y hazte un ovillo, deja que la nave se vaya y nadie te molestará nunca más. Duerme sobre tu almohada de piedra y deja que las gaviotas te picoteen los ojos mientras los cangrejos te devoran. Se lo debes a ellos, a los que tantas veces has devorado. Escóndete, contrabandista. Escóndete, calla y muere.»

La vela estaba casi a su altura. Un momento más y la nave pasaría de largo, y él podría morir en paz.

Se llevó la mano a la garganta en busca del saquito de cuero que siempre llevaba al cuello. Dentro conservaba los huesos de los cuatro dedos que su rey le había cortado el día que lo armó caballero. «Mi buena suerte.» Los muñones de los dedos palparon el pecho y buscaron, sin encontrar nada. El saquito había desaparecido y con él, las falanges. Stannis no había comprendido nunca por qué Davos conservaba aquellos huesos.

—Para acordarme de la justicia de mi rey —masculló entre los labios agrietados. Pero los había perdido—. El fuego se llevó mi suerte junto con mis hijos. —En sus sueños el río aún seguía en llamas y sobre las aguas bailaban demonios con feroces látigos en las manos mientras los hombres se quemaban y se carbonizaban bajo su azote—. Madre, sálvame —imploró Davos—. Sálvame, dulce Madre, sálvanos a todos. Me ha abandonado la suerte y he perdido a mis hijos. —Lloraba a lágrima viva y las lágrimas saladas le corrían por las mejillas—. El fuego se lo ha llevado todo… el fuego…

Quizá fuera el viento que golpeaba la roca, o el sonido del mar en la orilla, pero por un instante, Davos Seaworth oyó que ella respondía.

—Tú convocaste el fuego —le susurró, con una voz tan débil como el sonido de las olas en una caracola, con dulzura y tristeza—. Tú nos quemaste… nos quemaste… nosss quemaaassste…

—¡Fue ella! —gritó Davos—. Madre, no nos abandones. Fue ella quien te quemó, Melisandre, la mujer roja, ¡fue ella!

La veía como si la tuviera delante, con aquella cara con forma de corazón, los ojos rojos, el cabello cobrizo y largo, las túnicas rojas que se movían como llamas cuando andaba, en un remolino de seda y satén… Había llegado de Asshai, del este, había entrado en Rocadragón y había conquistado a Selyse y a los hombres de la reina para su dios extranjero, y después hasta al rey, al propio Stannis Baratheon, que había ido tan lejos como para poner en su estandarte el corazón llameante, el corazón llameante de R'hllor, Señor de la Luz y Dios de la Llama y la Sombra. A petición de Melisandre había sacado a los Siete del sept de Rocadragón y los había quemado delante de las puertas del castillo; después había quemado también el bosque de dioses en Bastión de Tormentas, así como el árbol corazón, un enorme arciano blanco con un rostro solemne.

—Fue obra de ella —repitió Davos, con voz más débil.

«Obra de ella y también tuya, Caballero de la Cebolla. Tú remaste para llevarla a Bastión de Tormentas en la oscuridad de la noche, para que pudiera dar a luz a su hijo de la penumbra. No estás libre de culpa, no. Cabalgaste bajo su bandera y la hiciste ondear en tu mástil. Contemplaste cómo los Siete ardían en Rocadragón y no hiciste nada. Ella echó al fuego la justicia del Padre, la misericordia de la Madre y la sabiduría de la Vieja. Al Herrero y al Extraño, a la Doncella y al Guerrero, ella los quemó a todos para gloria de su cruel dios, y tú estabas allí, en silencio. Y cuando mató al viejo maestre Cressen… ni siquiera entonces hiciste nada.»

La vela estaba a unos cien metros de distancia y atravesaba la bahía con presteza. En unos instantes lo habría pasado de largo y se alejaría.

Ser Davos Seaworth empezó a escalar su roca.

Se aferraba con manos temblorosas y la cabeza nublada por la fiebre. En dos ocasiones los dedos mutilados resbalaron en la piedra húmeda y estuvo a punto de caer, pero se las arregló para seguir agarrado. Si caía podía darse por muerto, y tenía que vivir. Al menos un poco más de tiempo. Había algo que tenía que hacer.

La cima de la roca era demasiado pequeña para erguirse sobre ella con seguridad, sobre todo estando tan débil, así que permaneció agachado y sacudió los brazos descarnados.

—¡Ah del barco! —gritó al viento—. ¡Ah del barco, aquí! ¡Aquí! —Desde allí arriba podía verlo con más claridad; el casco esbelto a franjas, el mascarón de bronce y la vela hinchada. Había un nombre pintado en el casco, pero Davos no sabía leer—. ¡Ah del barco! —volvió a gritar—. ¡Auxilio, auxilio!

Uno de los tripulantes en el castillo de proa lo vio y lo señaló. Davos alcanzó a ver a otros marinos correr a la borda para echarle un vistazo. Un instante después arriaron la vela de la galera, sacaron los remos y la nave viró y puso proa hacia su refugio. Era demasiado grande para acercarse mucho a la roca, pero a unos veinticinco metros echaron un bote pequeño al agua. Davos se agarró a la roca y vio cómo el bote se aproximaba. Cuatro hombres remaban y un quinto iba en la proa.

—Tú —gritó el quinto hombre cuando estuvieron a muy poca distancia de la isla—. Tú, el de la roca, ¿quién eres?

«Un contrabandista que se alzó por encima de sus posibilidades —pensó Davos—, un imbécil que amaba demasiado a su rey y olvidó a sus dioses.»

—Soy… —Tenía la garganta seca y se había olvidado de hablar. Las palabras le causaban una extraña sensación en la lengua y le sonaban más extrañas aún en los oídos—. Yo estaba en la batalla. Era… capitán… caballero, era caballero.

—Sí, ser —respondió el hombre—. ¿Al servicio de qué rey?

De repente se dio cuenta de que la galera debía de ser de las de Joffrey. Si pronunciaba en aquel momento el nombre que no debía, lo abandonarían a su destino. Pero no, el casco tenía franjas. Era una nave lysena, de Salladhor Saan. La Madre la había enviado allí, la Madre misericordiosa. Ella tenía una misión para él.

«Stannis vive —supo entonces—. Todavía tengo un rey. E hijos. Tengo otros hijos y una esposa fiel que me quiere.» ¿Cómo había podido olvidarse de aquello? La Madre era misericordiosa, sin lugar a duda.

—De Stannis —gritó a los lysenos—. Benditos sean los dioses, sirvo al rey Stannis.

—A la orden —replicó el hombre del bote—, nosotros también.

SANSA

La invitación parecía de lo más inocente, pero cada vez que Sansa la leía se le hacía un nudo en la boca del estómago.

«Ahora va a ser reina, es hermosa, rica y todos la adoran, ¿por qué quiere cenar con la hija de un traidor? —Supuso que sería por curiosidad; quizá Margaery Tyrell quería conocer de cerca a la rival que había desplazado—. Me pregunto si estará resentida conmigo. Si creerá que le deseo algún mal…»

Sansa había contemplado desde las murallas del castillo el ascenso de Margaery Tyrell y su escolta a la Colina Alta de Aegon. Joffrey había recibido a su futura prometida en la Puerta del Rey para darle la bienvenida a la ciudad y desde allí cabalgaron juntos entre las ovaciones de la multitud; Joff resplandecía en una armadura con filigrana de oro y la joven Tyrell estaba espléndida con su vestido verde y una capa de flores otoñales que le colgaba desde los hombros. Tenía dieciséis años, cabello y ojos castaños, y era esbelta y bella. La gente gritaba su nombre a su paso, levantaban a los niños para que ella los bendijera y le lanzaban flores bajo los cascos del caballo. Su madre y su abuela los seguían a corta distancia en una carroza de grandes ruedas cuyos costados estaban tallados con cien rosas entrelazadas, cubiertas de brillante pan de oro. El pueblo también las aclamaba a ellas.