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«El mismo pueblo que me tiró del caballo y me hubiera matado, de no ser por el Perro. —Sansa no había hecho nada para merecer el odio del pueblo, de la misma manera que Margaery Tyrell no había hecho nada para ganarse su amor—. ¿Querrá que yo también la ame? —Estudió la invitación que parecía escrita del puño y letra de Margaery—. ¿Querrá mi bendición?» Se preguntó si Joffrey sabría algo de aquella cena. Que ella supiera, podía ser cosa suya. Aquel pensamiento la atemorizó. Si Joff estaba detrás de la invitación, tendría preparada alguna broma cruel para avergonzarla en presencia de la otra chica, de más edad que ella. ¿Ordenaría de nuevo a algún miembro de su Guardia Real que la desnudara? La última vez que lo había hecho, su tío Tyrion lo había impedido, pero el Gnomo no podía salvarla en aquel momento.

«Nadie más que mi Florian podría salvarme» Ser Dontos había prometido que la ayudaría a escapar, pero tras la noche de bodas de Joffrey, no antes. Lo habían planeado todo detenidamente, su querido y devoto caballero devenido bufón se lo había asegurado; hasta ese momento no había nada que hacer más que soportarlo todo y contar los días.

«Y cenar con mi sustituta.»

Quizá estaba siendo injusta con Margaery Tyrell. Quizá la invitación no fuera más que una simple cortesía, un acto de bondad. «Podría no ser más que una cena.» Pero estaba en la Fortaleza Roja, estaba en Desembarco del Rey, en la corte del rey Joffrey Baratheon, el primero de su nombre, y si una cosa había aprendido Sansa Stark allí era a desconfiar.

Pero, incluso así, debía aceptar. Ya no era nadie, sólo la hija rechazada de un traidor, la hermana en desgracia de un señor rebelde. Difícilmente podría negar nada a la futura reina de Joffrey.

«Quisiera que el Perro estuviera aquí.» La noche de la batalla, Sandor Clegane había acudido a sus aposentos para sacarla de la ciudad, pero Sansa se había negado. A veces yacía despierta en medio de la noche, preguntándose si había actuado con sabiduría. Tenía su capa blanca manchada oculta en un cofre de cedro debajo de las prendas veraniegas de seda. No habría sabido decir por qué la conservaba. El Perro se había acobardado, había oído decir; en el ardor de la batalla se emborrachó hasta tal punto que el Gnomo tuvo que hacerse cargo de sus hombres. Pero Sansa lo entendía. Conocía el secreto de su rostro quemado. «Sólo temía al fuego.» Aquella noche el fuego valyrio había incendiado todo el río y había llenado el aire con llamaradas verdes. Incluso dentro del castillo Sansa había sentido miedo. Fuera… no podía ni imaginarlo.

Suspiró, sacó pluma y papel, y compuso una gentil misiva de aceptación para Margaery Tyrell.

Cuando llegó la noche señalada otro de los miembros de la Guardia Real acudió en su busca, un hombre tan diferente de Sandor Clegane como…

«Bueno, como una flor de un perro.» Al ver a Ser Loras Tyrell ante su puerta, a Sansa se le aceleró el corazón. Era la primera vez que estaba tan cerca de él desde su regreso a Desembarco del Rey, al frente de la vanguardia del ejército de su padre. Por un momento, no supo qué decir.

—Ser Loras —logró articular finalmente—, tenéis… tenéis un aspecto encantador.

—Mi señora es muy gentil —dijo él, devolviéndole una sonrisa enigmática—. Y muy hermosa. Mi hermana os aguarda con impaciencia.

—Oh, he esperado tanto esta cena…

—Igual que Margaery y mi señora abuela. —La tomó del brazo y la condujo hacia la escalera.

—¿Vuestra abuela?

Cuando Ser Loras le tocaba el brazo a Sansa se le hacía difícil caminar, conversar y pensar simultáneamente. Sentía el calor de su mano a través de la seda.

—Lady Olenna. Cenará también con vosotras.

—Oh —exclamó Sansa. «Estoy hablando con él, y me está tocando, me coge del brazo y me está tocando»—. La llaman la Reina de las Espinas, ¿no?

—Sí —rió Ser Loras. «Tiene una risa tan agradable…», pensó mientras él seguía hablando—. Es mejor que no uséis ese apodo en presencia de ella, o podéis llevaros un pellizco.

Sansa se ruborizó. Hasta un idiota se hubiera dado cuenta de que a ninguna mujer le gustaría que la llamasen «la Reina de las Espinas».

«Quizá yo sea tan estúpida como dice Cersei Lannister.» Intentó pensar algo a la desesperada, algo ingenioso y agradable que decirle, pero todo su talento se había esfumado. Estuvo a punto de comentarle cuán apuesto era, hasta que recordó que ya se lo había dicho.

Pero era verdad, Ser Loras era guapo. Parecía más alto que cuando lo conoció, pero seguía siendo igual de gentil y esbelto, y Sansa jamás había visto a otro muchacho con unos ojos tan maravillosos.

«Pero no es un muchacho, es un hombre, un caballero de la Guardia Real.» Pensó que el blanco le sentaba mejor aún que los ropajes verde y oro de la Casa Tyrell. En aquel momento, el único toque de color en su vestimenta era el broche con el que se sujetaba la capa; la rosa de Altojardín, fundida en oro fino y engarzada en un lecho de delicadas hojas de jade verde.

Ser Balon Swann abrió la puerta del Torreón de Maegor para que ambos pasaran. También vestía todo de blanco, pero no le quedaba ni la mitad de bien que a Ser Loras. Más allá del foso lleno de picas, dos docenas de hombres practicaban con espadas y escudos. Con el castillo tan lleno de gente, habían asignado el patio exterior a los huéspedes para que pudieran erigir sus tiendas de campaña y pabellones, y sólo habían dejado para el entrenamiento los pequeños patios de armas. Uno de los gemelos Redwyne retrocedía bajo el ataque de Ser Tallad, con los ojos clavados en su escudo. El pequeño y robusto Ser Kennos de Kayce, que resoplaba y gemía cada vez que levantaba la espada larga, parecía aventajar a Osney Kettleblack; pero el hermano de Osney, Ser Osfryd, castigaba duramente a Morros Slynt, un escudero con cara de rana. A pesar de que las espadas eran romas, Slynt tendría una buena colección de magulladuras a la mañana siguiente. Sólo de contemplarlos, Sansa se encogía de dolor.

«Apenas han acabado de enterrar a los muertos de la batalla anterior y ya están practicando para la siguiente.»

En un rincón del patio un caballero con un par de rosas doradas en el escudo mantenía a raya a tres adversarios. Mientras lo miraba, él logró acertar en la cabeza a uno de ellos, que cayó sin sentido.

—¿Ése es vuestro hermano? —preguntó Sansa.

—Así es, mi señora —dijo Ser Loras—. Por lo general, Garlan se entrena combatiendo contra tres hombres, incluso contra cuatro. Dice que, en combate, rara vez se pelea contra uno solo, por lo que le gusta estar preparado.

—Debe de ser muy valiente.

—Es un gran caballero —replicó Ser Loras—. En verdad, su espada es mucho mejor que la mía, aunque yo soy mejor lancero.

—Lo recuerdo —dijo Sansa—. Cabalgáis de maravilla.

—Sois muy gentil, mi señora. ¿Cuándo me habéis visto cabalgar?

—En el torneo de la Mano, ¿no lo recordáis? Montabais un corcel blanco y vuestra armadura era de cien tipos diferentes de flores. Me disteis una rosa. Una rosa roja. Aquel día lanzasteis rosas blancas a las demás chicas. —Al hablar de aquello se sonrojaba—. Dijisteis que ninguna victoria era ni la mitad de bella que yo.

—Dije sólo una simple verdad que cualquier hombre con ojos puede corroborar. —Ser Loras sonrió con modestia.