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«No lo recuerda —pensó Sansa, asombrada—. Sólo está siendo cortés conmigo, no se acuerda de mí, ni de la rosa, ni de nada de todo aquello.» Había estado tan segura de que aquel momento significaba algo, de que significaba mucho… Una rosa roja, no blanca.

—Fue después de que desmontaseis a Ser Robar Royce —dijo, con desesperación.

—Maté a Robar en Bastión de Tormentas, mi señora —dijo Ser Loras retirando su mano del brazo de ella. No era jactancia, su tono era de tristeza.

«A él y también a otro caballero de la Guardia Arcoiris del rey Renly, sí.» Sansa había oído a las mujeres hablar de aquello en torno al pozo, pero por un instante lo había olvidado.

—Fue allí donde mataron a Lord Renly, ¿verdad? Qué terrible para vuestra pobre hermana.

—¿Para Margaery? —preguntó con voz tensa—. Sin duda. Pero ella estaba en Puenteamargo. No lo vio.

—De todos modos, cuando se enteró…

Ser Loras rozó levemente la empuñadura de la espada con la mano. El mango estaba forrado de cuero blanco y el pomo era una rosa de alabastro.

—Renly está muerto. Robar también. ¿Qué sentido tiene hablar de ellos?

Su tono cortante la sorprendió.

—Mi señor… No quería ofenderos, ser.

—Ni hubierais podido hacerlo, Lady Sansa —replicó Ser Loras, pero la calidez le había desaparecido de la voz y no volvió a tomarla del brazo.

Subieron la escalera de caracol en profundo silencio.

«Oh, ¿por qué he tenido que mencionar a Ser Robar? —pensó Sansa—. Lo he echado todo a perder. Ahora está enfadado conmigo. —Intentó pensar en qué podría decir para reparar lo ocurrido, pero todas las palabras que le acudían a la mente eran pobres y vanas—. Quédate callada o sólo conseguirás empeorar las cosas», se dijo a sí misma.

Lord Mace Tyrell y su séquito se habían alojado detrás del sept real, en la larga torre de tejado de pizarra que todos llamaban Bóveda de las Doncellas desde que el rey Baelor el Santo confinara allí a sus hermanas para que al verlas no se sintiera tentado a tener pensamientos impuros. Delante de sus altas puertas talladas había dos guardias con yelmos dorados y capas verdes ribeteadas en satén dorado y con la rosa dorada de Altojardín bordada sobre el pecho. Ambos medían dos metros, eran de hombros anchos, cinturas estrechas y magnífica musculatura. Cuando Sansa se acercó lo suficiente para verles las caras, no logró diferenciarlos. Tenían las mismas mandíbulas firmes, los mismos ojos de un azul oscuro y los mismos bigotes rojos y poblados.

—¿Quiénes son? —le preguntó a Ser Loras, olvidando por un momento su consternación.

—La guardia personal de mi abuela —respondió Ser Loras—. Su madre los llamó Erryk y Arryk, pero mi abuela no sabe cuál es cuál, así que los llama Izquierdo y Derecho.

Izquierdo y Derecho abrieron las puertas, y fue la propia Margaery Tyrell la que acudió, bajando con celeridad los escasos peldaños para saludarlos.

—Lady Sansa —exclamó—. Estoy muy contenta de que hayáis aceptado la invitación. Sed bienvenida.

—Me hacéis un gran honor, Alteza —dijo Sansa, hincando la rodilla en tierra frente a su futura reina.

—Por favor, llamadme Margaery. Levantaos, os lo ruego. Loras, ayuda a Lady Sansa a ponerse de pie.

—Como desees. —Ser Loras la ayudó a levantarse. Margaery lo despidió con un beso fraterno y cogió a Sansa de la mano.

—Venid, mi abuela está esperando, y no es una dama nada paciente.

El fuego chisporroteaba en el hogar, y por el suelo habían extendido juncos de dulce aroma. En torno a la larga mesa se sentaban una docena de mujeres.

Sansa sólo reconoció a Lady Alerie, la alta y distinguida esposa de Lord Tyrell, que llevaba la larga trenza plateada recogida con aros enjoyados. Margaery le presentó a las demás. Había tres primas Tyrell, Megga, Alla y Elinor, todas de la edad de Sansa. La opulenta Lady Janna era hermana de Lord Tyrell y estaba casada con uno de los Fossoway manzana verde; la delicada Lady Leonette, de ojos brillantes, era también una Fossoway, casada con Ser Garlan. La septa Nysterica tenía un feo rostro picado de viruelas, pero parecía alegre. Lady Graceford, pálida y elegante, estaba allí con un bebé, y Lady Bulwer era una niña de no más de ocho años. Y a Meredyth Crane, gordita y ruidosa, la hubiera definido como jovial, pero eso no era aplicable en ningún sentido a Lady Merryweather, una sensual belleza myriense de ojos negros.

Para finalizar, Margaery la llevó ante la mujer que ocupaba el lugar de honor en la mesa, una muñeca marchita de cabello blanco.

—Tengo el honor de presentaros a mi abuela, Lady Olenna, viuda del difunto Luthor Tyrell, señor de Altojardín, cuyo recuerdo nos sirve de consuelo.

La anciana olía a agua de rosas.

«Está consumida casi del todo, ¿por qué ese nombre?» En ella no había nada que recordara las espinas.

—Dame un beso, pequeña —dijo Lady Olenna, tirando de la manga de Sansa con una mano débil y llena de manchas—. Es una gentileza de tu parte que cenes conmigo y con mi tonta panda de gallinas.

Sansa besó respetuosamente a la anciana en la mejilla.

—Sois muy bondadosa al admitirme entre vosotras, mi señora.

—Conocí a tu abuelo, Lord Rickard, aunque no muy bien.

—Murió antes de que yo naciera.

—Lo sé, pequeña. Se dice que tu abuelo Tully también se está muriendo. Lord Hoster, ¿no te lo habían dicho? Es un hombre anciano, aunque no tanto como yo. De todos modos, al final anochece para todos, y demasiado temprano para algunos. Debes saber que para más de los debidos, pobre niña. Has sufrido mucho dolor, lo sé. Lamentamos tus pérdidas.

—Sentí una gran tristeza cuando supe de la muerte de Lord Renly, Alteza —dijo Sansa mirando a Margaery—. Era muy galante.

—Es muy gentil de vuestra parte —respondió Margaery.

—Sí —resopló la abuela—, muy galante, encantador y muy limpio. Sabía cómo vestirse y cómo sonreír, y sabía cómo bañarse, y no sé por qué dio por hecho que eso lo hacía digno de ser rey. Los Baratheon siempre han tenido ideas raras, sin duda. Les viene de su sangre Targaryen, creo. —Sorbió por la nariz—. Una vez intentaron casarme con un Targaryen, pero enseguida corté por lo sano.

—Renly era valiente y gentil, abuela —dijo Margaery—. A mi padre le gustaba, igual que a Loras.

—Loras es joven —dijo Lady Olenna con brusquedad— y se le da muy bien eso de desmontar jinetes con una lanza. Pero no por eso es sabio. Y con respecto a tu padre, si yo hubiera nacido campesina y con un buen cucharón de madera habría podido meter algo de sentido común a golpes en esa cabezota.

—¡Madre! —saltó Lady Alerie.

—Silencio, Alerie, no me hables en ese tono. Y no me llames madre. Si te hubiera parido, estoy segura de que lo recordaría. Sólo tengo que dar cuentas por tu marido, el estúpido señor de Altojardín.

—Abuela —intervino Margaery—, no digas esas cosas, ¿qué va a pensar Sansa de nosotros?

—Podría pensar que tenemos un poco de seso en la cabeza. Al menos una de nosotras. —La anciana se volvió de nuevo hacia Sansa—. Es traición, se lo advertí; Robert tiene dos hijos y Renly tiene un hermano mayor, ¿cómo es posible que albergue alguna pretensión con respecto a esa horrorosa silla de hierro? Nada, nada, dice mi hijo, ¿mi dulce madre no quiere ser reina? Vosotros, los Stark, fuisteis reyes en el pasado, igual que los Arryn y los Lannister, e incluso los Baratheon por línea femenina, pero los Tyrell no fueron más que mayordomos hasta que Aegon el Dragón apareció y asó al legítimo rey del Dominio en el Campo de Fuego. A decir verdad, hasta nuestras pretensiones con respecto a Altojardín son algo dudosas, como se quejan siempre esos repelentes Florent. «¿Y qué importa eso?», preguntaréis, y por supuesto la respuesta es que nada en absoluto, salvo para idiotas como mi hijo. La idea de que alguna vez pueda ver a su nieto con el culo aposentado en el Trono de Hierro lo hace hincharse como… ¿cómo se llama eso? Margaery, tú eres lista, sé buena y dile a tu pobre abuela medio lela el nombre de ese extraño pez de las Islas del Verano que si lo pinchas se hincha hasta aumentar diez veces su tamaño.