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Junto al brasero, un hombre de baja estatura, pero inmensamente recio, estaba sentado en un taburete y se comía una brocheta de gallina. La grasa caliente le corría por la quijada hasta la barba, blanca como la nieve, pero de todos modos sonreía con placer. Tenía unas bandas de oro anchas y con runas talladas en los gruesos brazos, y llevaba una pesada cota de mallas negra, que debió de pertenecer a un explorador muerto. A muy poca distancia, un hombre más alto y delgado, que llevaba una camisa de cuero con placas de bronce, fruncía el ceño sobre un mapa; tenía colgado a la espalda, en su funda de cuero, un espadón de dos manos. Era esbelto como una lanza, con los músculos muy definidos, bien afeitado, calvo, con una prominente nariz recta y ojos grises muy profundos. Si hubiera tenido orejas hubiera sido apuesto, pero las había perdido, quizá por el frío o a causa del cuchillo de un enemigo, Jon no lo sabía. Su ausencia hacía que la cabeza del hombre pareciera estrecha y puntiaguda.

Una mirada le bastó a Jon para saber que tanto el hombre de la barba blanca como el calvo eran guerreros.

«Esos dos son muchísimo más peligrosos que Casaca de Matraca.» Se preguntó cuál de ellos sería Mance Rayder.

Mientras yacía en el suelo y la vista se le nublaba, notó el sabor de la sangre que la boca le llenaba. Sus hermanos se arrodillaron y rezaron una oración, y él sonrió, se echó a reír y entonó una canción:
«Hermanos, oh, hermanos, mis días aquí han terminado, pues el dorniense la vida me ha quitado, pero todo hombre muere tarde o temprano, y a la mujer del dorniense yo ya he probado».

Cuando los últimos compases de «La mujer del dorniense» cesaron, el hombre calvo y sin orejas levantó la vista del mapa e hizo una mueca feroz a Casaca de Matraca e Ygritte, a ambos lados de Jon.

—¿Qué es eso? ¿Un cuervo?

—El bastardo negro que destripó a Orell —dijo Casaca de Matraca—. Y también hay un huargo.

—Debías matarlos a todos.

—Éste se pasó a nuestro bando —explicó Ygritte—. Mató personalmente a Qhorin Mediamano.

—¿Este crío? —Las noticias habían irritado al hombre sin orejas—. Mediamano era mío. ¿Tienes nombre, cuervo?

—Jon Nieve, Alteza. —Se preguntó si también debería hacer una genuflexión.

—¿Alteza? —El hombre sin orejas miró al obeso de la barba blanca—. Fíjate. Me toma por un rey.

El de la barba blanca soltó tal risotada que salpicó sus alrededores con trozos de gallina. Se limpió la grasa de la boca con el dorso de la manaza.

—Debe de estar ciego. ¿Cuándo se ha visto un rey sin orejas? ¡La corona le iría a parar al cuello! ¡Ja! —Hizo una mueca en dirección a Jon mientras se limpiaba los dedos en los calzones—. Cierra el pico, cuervo. Date la vuelta si quieres ver al que buscas.

Jon se volvió. El bardo se puso de pie.

—Soy Mance Rayder —dijo mientras dejaba el laúd a un lado—. Y tú eres el bastardo de Ned Stark, el Nieve de Invernalia.

Anonadado, Jon se quedó mudo un instante antes de recuperarse lo suficiente para responder.

—¿Y cómo… cómo lo sabéis?

—Te lo contaré luego —dijo Mance Rayder—. ¿Te ha gustado la canción, muchacho?

—Mucho. La conocía.

—Pero todo hombre muere tarde o temprano —repitió el Rey-más-allá-del-Muro como sin darle importancia—, y yo he probado a la mujer del dorniense. Dime, ¿es verdad lo que ha dicho mi Señor de los Huesos? ¿Has matado a mi viejo amigo, el Mediamano?

—Así es.

«Aunque fue más obra suya que mía.»

—La Torre Sombría no volverá a ser tan aterradora —dijo el rey con tristeza en la voz—. Qhorin era mi enemigo. Pero también fue una vez mi hermano. A ver… ¿tengo que darte las gracias por matarlo, Jon Nieve? ¿O maldecirte? —Miró a Jon con una sonrisa burlona.

El Rey-más-allá-del-Muro no tenía aspecto de rey, ni siquiera de salvaje. Era de mediana estatura, esbelto, de rasgos finos y ojos pardos, calculadores, con un largo cabello castaño que se había vuelto casi todo gris. No llevaba corona en la cabeza, ni aros de oro ciñéndole los brazos, ni joyas en la garganta, ni siquiera un destello de plata. Vestía de lana y cuero, y la única prenda de ropa que destacaba era la harapienta capa negra de lana con largos remiendos de seda roja desteñida.

—Deberíais darme las gracias por matar a vuestro enemigo —dijo Jon finalmente— y maldecirme por matar a vuestro amigo.

—¡Ja! —rugió el de la barba blanca—. ¡Buena respuesta!

—De acuerdo. —Mance Rayder hizo un gesto a Jon para que se aproximara—. Si te unes a nosotros, nos conocerás mejor. El hombre con el que me has confundido es Styr, Magnar de Thenn. «Magnar» significa «señor» en la antigua lengua. —El hombre sin orejas miró fríamente a Jon, mientras Mance se volvía hacia el de la barba blanca—. Éste, nuestro feroz devorador de gallinas, es mi leal Tormund. La mujer…

—Un momento —lo interrumpió Tormund poniéndose de pie—. Has mencionado el título de Styr, menciona el mío.

—Como quieras —dijo Mance Rayder, echándose a reír—. Jon Nieve, tienes ante ti a Tormund Matagigantes, el Gran Hablador, Soplador del Cuerno y Rompedor del Hielo. Y también Tormund Puño de Trueno, Marido de Osas, Rey del Aguamiel en el Salón Rojo, Portavoz ante los Dioses y Padre de Ejércitos.

—Ése sí soy yo —dijo Tormund—. Te saludo, Jon Nieve. Resulta que me gustan mucho los wargs, pero no los Stark.

—La mujer que ves junto al brasero —prosiguió Mance Rayder— es Dalla. —La mujer preñada sonrió con timidez—. Trátala como a cualquier otra reina. Lleva mi retoño. —Se volvió hacia los dos restantes—. Esta belleza es su hermana, Val. Y el joven Jarl, a su lado, es su última mascota.

—No soy la mascota de ningún hombre —dijo Jarl, sombrío y enfurecido.

—Y Val no es ningún hombre —gruñó el barbudo Tormund—. Ya deberías haberte dado cuenta, muchacho.

—Pues aquí nos tienes, Jon Nieve —dijo Mance Rayder—. El Rey-más-allá-del-Muro y su corte en pleno. Y ahora es tu turno de hablar. ¿De dónde has venido?

—De Invernalia —respondió—, pasando por el Castillo Negro.

—¿Y qué te trae al Agualechosa, tan lejos de los fuegos de tu hogar? —No aguardó la respuesta de Jon, sino que miró al instante a Casaca de Matraca—. ¿Cuántos eran?

—Cinco. Tres murieron, y aquí está éste. El otro escaló la ladera de una montaña, por la que ningún caballo podía seguirlo.

—¿Erais solamente cinco? —preguntó Rayder, volviendo a clavar los ojos en los de Jon—. ¿O hay otros de tus hermanos fisgoneando por los alrededores?

—Éramos cuatro y Mediamano. Qhorin valía por veinte hombres.

—Eso se decía —dijo el Rey-más-allá-del-Muro con una sonrisa—. Pero… ¿un chico del Castillo Negro con exploradores de la Torre Sombría? ¿Cómo es eso?

—El Lord Comandante me envió con Mediamano para entrenarme —contestó Jon, que tenía lista la mentira—, y por eso me llevó de exploración.

—Dices que de exploración… —intervino Styr el Magnar con el ceño fruncido—. ¿Para qué irían los cuervos de exploración más allá del Paso Aullante?

—Las aldeas estaban abandonadas —dijo Jon sin faltar a la verdad—. Era como si todo el pueblo libre hubiera desaparecido.

—Desaparecido, sí —dijo Mance Rayder—. Y no sólo el pueblo libre. ¿Quién os dijo dónde estábamos, Jon Nieve?

—Craster —bufó Tormund—, seguro, o yo soy una doncella inocente. Ya te lo dije, Mance, a ese bicho le sobra la cabeza.