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—Tormund, intenta alguna vez pensar antes de hablar —dijo el rey mirando irritado al de la barba blanca—. Ya sé que fue Craster. Se lo he preguntado a Jon para saber si decía la verdad.

—Vaya —escupió Tormund—. He metido la pata. —Le hizo una mueca a Jon—. Fíjate, muchacho, por eso él es rey y yo no. A la hora de beber, de pelear y de cantar soy mejor que él, y mi miembro es tres veces más grande que el suyo, pero Mance es listo. Lo criaron como cuervo, ¿sabes?, y el cuervo es un pájaro que sabe muchos trucos.

—Voy a hablar a solas con el muchacho, mi Señor de los Huesos —dijo Mance Rayder a Casaca de Matraca—. Dejadnos solos.

—¿Qué, yo también? —dijo Tormund.

—Tú en particular —replicó Mance.

—No como en ningún salón donde no soy bienvenido. —Tormund se puso en pie—. Las gallinas y yo nos vamos. —Agarró otra ave del brasero y se la guardó en un bolsillo cosido en el forro de su capa—. Ja —dijo, y se marchó chupándose los dedos.

Todos los demás lo siguieron, menos Dalla, la mujer.

—Siéntate si lo deseas —dijo Rayder cuando los otros se marcharon—. ¿Tienes hambre? Tormund nos ha dejado por lo menos dos piezas.

—Me gustaría mucho comer algo, Alteza. Gracias.

—¿Alteza? —El rey sonrió—. No es un tratamiento que uno oiga con frecuencia de los labios del pueblo libre. Para casi todos, soy Mance. Mance con mayúsculas, para algunos. ¿Te apetece un cuerno de aguamiel?

—Con gusto.

El rey sirvió la bebida mientras Dalla cortaba las crujientes gallinas en mitades y les daba una a cada uno. Jon se quitó los guantes y comió con los dedos, arrancando los trocitos de carne de los huesos.

—Tormund está en lo cierto —dijo Mance Rayder mientras cogía un trozo de pan—. El cuervo negro es un pájaro listo, sí… pero yo ya era un cuervo cuando tú no tenías más edad que el bebé que hay en el vientre de Dalla, Jon Nieve. De manera que no intentes hacerte el listo conmigo.

—Como ordenéis, Alte… Mance.

—¡Altemance! —El rey se echó a reír—. Bueno, no suena mal. Antes te he dicho que te contaría cómo te reconocí. ¿Todavía no lo sabes?

Jon hizo un gesto de negación.

—¿Casaca de Matraca envió un aviso?

—¿Con un cuervo? No tenemos cuervos entrenados. No, yo conocía tu rostro. Lo había visto antes. Dos veces.

Al principio no le vio la lógica, pero Jon le dio unas cuantas vueltas en la cabeza y lo entendió.

—Cuando erais hermano de la Guardia…

—Muy bien. Sí, ésa fue la primera vez. Eras sólo un niño y yo vestía el negro, era uno entre la docena que escoltaba al anciano Lord Comandante Qorgyle cuando fue a ver a tu padre en Invernalia. Yo paseaba por la muralla que rodeaba el patio cuando me tropecé contigo y con tu hermano Robb. La noche anterior había nevado y vosotros habíais construido una gran montaña de nieve encima de la puerta y esperabais a que alguien pasara por debajo.

—Lo recuerdo —dijo Jon, con una risa de asombro. Un joven hermano de negro paseando por la muralla, sí—. Jurasteis no contárselo a nadie.

—Y mantuve mi palabra. Al menos, en esa ocasión.

—Le dejamos caer la nieve encima al Tom el Gordo. Era el guardia más lento de mi padre. —Tom los había perseguido después hasta que los tres estuvieron tan rojos como las manzanas de otoño—. Pero habéis dicho que me visteis en dos ocasiones. ¿Cuál fue la segunda?

—Cuando el rey Robert fue a Invernalia para nombrar Mano a tu padre —respondió con celeridad el Rey-más-allá-del-Muro.

—No puede ser. —La incredulidad hizo que Jon abriera mucho los ojos.

—Pues sí. Cuando tu padre supo que el rey iba a visitarlo, mandó aviso a su hermano Benjen, en el Muro, para que acudiera al festín. Hay más comercio entre los hermanos de negro y el pueblo libre de lo que sospechas, y al poco tiempo la noticia llegó a mis oídos. Era una oportunidad demasiado buena y no me pude resistir. Tu tío no me conocía de vista, así que por su parte no tendría problemas, y no creí que tu padre fuera a acordarse de un joven cuervo con quien se había tropezado un instante años atrás. Quería ver al tal Robert con mis propios ojos, de rey a rey, y ponderar también a tu tío Benjen. En aquella ocasión era capitán de los exploradores y el verdugo de mi pueblo. Así que ensillé mi corcel más veloz y partí al galope.

—Pero el Muro… —objetó Jon.

—El Muro puede detener un ejército, pero no a un hombre solo. Cogí un laúd, una bolsa de plata, crucé el hielo cerca de Túmulo Largo, caminé unos cuantos kilómetros al sur del Nuevo Agasajo y compré un caballo. Así hice el camino más deprisa que Robert, que viajaba con una enorme casa con ruedas para que su reina estuviera cómoda. Cuando estaba al sur de Invernalia, a un día de distancia, me tropecé con él y seguí el camino en su cortejo. Los jinetes libres y los caballeros errantes se unen frecuentemente a los cortejos reales con la esperanza de poder servir al rey, y con el laúd conseguí que me aceptaran rápidamente. —Se echó a reír—. Conozco todas las canciones obscenas que se han compuesto al norte o al sur del Muro. Y aquí apareces tú. La noche en que tu padre festejó la llegada de Robert, yo estaba sentado en la parte trasera del salón, con los demás jinetes libres, oyendo cómo Orland de Antigua tocaba el arpa y cantaba historias de reyes muertos bajo el mar. Me convidaron a las viandas y al aguamiel de tu padre, eché un vistazo al Matarreyes y al Gnomo… y me fijé en los hijos de Lord Eddard y los cachorros de lobo que les corrían entre las piernas.

—Bael el Bardo —dijo Jon, recordando la historia que Ygritte le había contado en los Colmillos Helados la noche que había estado a punto de matarlo.

—Me hubiera encantado serlo. No negaré que las hazañas de Bael han inspirado mis aventuras… pero no recuerdo haber secuestrado a ninguna de tus hermanas. Bael escribía sus canciones y las vivía. Yo sólo canto las canciones que han compuesto hombres más ingeniosos que yo. ¿Más aguamiel?

—No —dijo Jon—. Si os hubieran descubierto, os habrían…

—Tu padre me hubiera cortado la cabeza. —El rey se encogió de hombros—. Aunque, como había comido de su mesa, estaba protegido por las leyes de la hospitalidad. Las leyes de hospitalidad son tan antiguas como los primeros hombres, tan sagradas como un árbol corazón. —Hizo un gesto hacia la tabla que tenían delante, las migas de pan y los huesos de pollo—. Aquí eres el huésped, no puedo hacerte daño… al menos esta noche. Así que cuéntame la verdad, Jon Nieve. ¿Eres un cuervo que ha cambiado de capa por miedo o hay otro motivo para que estés en mi tienda?

Con derechos de huésped o no, Jon Nieve sabía que en ese momento caminaba sobre hielo quebradizo. Un paso en falso y podía hundirse en un agua tan fría que el corazón le dejaría de latir.

«Sopesa cada palabra antes de decirla», se dijo a sí mismo. Bebió un largo trago de aguamiel para ganar tiempo. Dejó el cuerno sobre la mesa.

—Decidme por qué cambiasteis de capa —respondió— y os diré por qué he cambiado yo.

Mance Rayder sonrió, como Jon había esperado que lo hiciera. Al rey le encantaba hablar y más aún hablar de sí mismo.

—No dudo de que habrás oído relatos sobre mi deserción.

—Unos dicen que fue por una corona. Otros, que por una mujer. Y algunos cuentan que tenéis sangre de salvaje.

—La sangre de los salvajes es la sangre de los primeros hombres, la misma sangre que corre por las venas de los Stark. Y, en lo tocante a coronas, ¿tú ves alguna?

—Veo a una mujer —dijo Jon mirando a Dalla.

—Mi señora está libre de culpa. —Mance la cogió de la mano y la llevó hacia sí—. La conocí cuando volvía del castillo de tu padre. El Mediamano estaba hecho de roble, pero yo estoy hecho de carne y aprecio mucho los encantos de las mujeres… lo que me hace igual a tres cuartas partes de los miembros de la Guardia. Hay hombres que aún visten de negro y han tenido diez veces más mujeres que este pobre rey. Vuélvelo a intentar, Jon Nieve.