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Jon lo consideró un instante.

—El Mediamano dijo que os apasionaba la música de los salvajes.

—Me apasionaba. Me apasiona. Te acercas, pero aún no das en el blanco. —Mance Rayder se levantó, soltó el broche con que se sujetaba la capa y la tendió sobre el banco—. Fue por esto.

—¿La capa?

—La capa negra de lana de un Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche —dijo el Rey-más-allá-del-Muro—. Un día, en una expedición, cazamos un magnífico alce. Lo estábamos desollando cuando el olor de la sangre hizo salir de su madriguera a un gatosombra. Lo espanté, pero antes tuvo tiempo de destrozarme la capa. ¿Lo ves? Aquí, aquí y aquí. —Se rió—. También me destrozó el brazo y la espalda, y yo sangraba más que el alce. Mis hermanos temían que muriera antes de que pudieran llevarme con el maestre Mullin de la Torre Sombría, así que me condujeron a una aldea de salvajes; sabían que allí vivía una curandera. Resultó que había muerto, pero su hija me cuidó. Me limpió las heridas, las cosió y me alimentó con papillas y pociones hasta que tuve fuerzas para cabalgar de nuevo. Y ella también me remendó los rotos de la capa con un poco de seda escarlata de Asshai que su madre había sacado del naufragio de una galera que el mar llevó hasta la Costa Helada. Era su mayor tesoro, y me lo regaló. —Volvió a colocarse la capa sobre los hombros—. Pero en la Torre Sombría me dieron una capa nueva de lana, del almacén, negro sobre negro y rematada en negro, para que combinara con mis calzones negros y mis botas negras, mi pechera negra y mi cota negra. La nueva capa no tenía rasguños ni remiendos, y tampoco lágrimas… y sobre todo, nada de rojo. Los hombres de la Guardia de la Noche vestían de negro, me recordó con severidad Ser Denys Mallister, como si yo lo hubiera olvidado. Me dijo que iban a quemar mi vieja capa.

»Me fui al día siguiente… hacia un sitio donde un beso no fuera un crimen y un hombre pudiera vestir la capa que quisiera. —Cerró el broche y volvió a sentarse—. ¿Y tú, Jon Nieve?

Jon bebió otro trago de aguamiel.

«Sólo hay una historia que se vaya a creer.»

—Habéis dicho que estuvisteis en Invernalia la noche en que mi padre agasajaba al rey Robert.

—Y así fue.

—Entonces nos veríais a todos. Al príncipe Joffrey y al príncipe Tommen, a la princesa Myrcella, a mis hermanos Robb, Bran y Rickon, a mis hermanas Arya y Sansa. Los visteis recorrer el pasillo central con todos los ojos clavados en ellos y ocupar sus asientos en la mesa que estaba directamente debajo del estrado donde se sentaban el rey y la reina.

—Lo recuerdo.

—¿Y visteis dónde me sentaba yo, Mance? —Se inclinó hacia delante—. ¿Visteis dónde pusieron al bastardo?

Mance Rayder miró detenidamente el rostro de Jon.

—Creo que será mejor que te busquemos una capa nueva —dijo el rey al tiempo que le tendía la mano.

DAENERYS

Sobre las serenas aguas azules se difundía el toque lento y rítmico de los tambores y el chapoteo suave de los remos de las galeras. La enorme coca gemía siguiendo su estela, arrastrada por gruesos cabos muy tensos. Las velas de la Balerion colgaban inermes, como abandonadas en los mástiles. De todos modos, mientras estaba de pie en el castillo de proa contemplando cómo sus dragones se perseguían mutuamente por el cielo azul sin una nube, Daenerys Targaryen se sentía más feliz que nunca.

Sus dothrakis llamaban al mar «agua envenenada», porque desconfiaban de todo líquido que sus caballos no pudieran beber. El día en que las tres naves levaron anclas en Qarth, cualquiera habría dicho que ponían proa al infierno y no a Pentos. Sus valientes y jóvenes jinetes de sangre miraban la línea de la costa, cada vez más lejana, con los ojos muy abiertos, decididos los tres a no mostrar miedo en presencia de los demás, mientras sus doncellas Irri y Jhiqui se agarraban con desesperación a los pasamanos y vomitaban por la borda a cada leve oscilación. El resto del pequeño khalasar de Dany permanecía bajo cubierta, prefiriendo la compañía de sus nerviosas cabalgaduras al horripilante mundo sin tierra en torno a las naves. Cuando una galerna repentina los sacudió a los seis días de viaje, ella los oyó por las escotillas; los caballos relinchaban y daban coces, los jinetes rezaban con voces trémulas cada vez que la Balerion se alzaba o se hundía.

No había galerna que pudiera asustar a Dany. Daenerys de la Tormenta la llamaban, porque había venido al mundo aullando en la distante Rocadragón, mientras se desencadenaba fuera la peor tormenta en la memoria de los habitantes de Poniente, una tormenta tan feroz que había arrancado gárgolas de las paredes del castillo y había hecho astillas la flota de su padre.

Las tempestades azotaban el mar Angosto con frecuencia, y Dany lo había cruzado medio centenar de veces en su niñez, cuando huía de una Ciudad Libre a otra, medio paso por delante de los cuchillos de los mercenarios enviados por el Usurpador. Amaba el mar. Le gustaba el olor penetrante y salado del aire y la inmensidad del horizonte infinito, limitado sólo por la bóveda de cielo azul que lo cubría. La hacía sentirse diminuta, pero también libre. Le gustaban los delfines que a veces nadaban junto a la Balerion, cortando las aguas como lanzas plateadas, y los peces voladores que divisaban de vez en cuando. Hasta le gustaban los marinos, con todas sus canciones e historias. Una vez, en un viaje a Braavos, mientras contemplaba cómo la tripulación luchaba con una enorme vela verde al comienzo de una galerna, había llegado a pensar qué maravilloso sería ser marino. Pero cuando se lo contó a su hermano, Viserys le retorció el cabello hasta hacerla gemir.

—Eres de la sangre del dragón —le había gritado—. Del dragón, no de ningún pez de mierda.

«Con respecto a eso, como a tantas otras cosas, era un imbécil —pensó Dany—. Si hubiera sido más sabio y más paciente, sería él quien estaría navegando hacia el oeste para tomar posesión del trono que le pertenecía por derecho.»

Finalmente se había dado cuenta de que Viserys había sido estúpido y malvado; aun así a veces lo echaba de menos. No al hombre cruel y débil en que se había convertido en los últimos tiempos, sino al hermano que alguna vez le leyó cuentos por las noches y que le permitió resguardarse en su cama, al niño que le contaba historias sobre los Siete Reinos y hablaba de lo maravillosas que serían sus vidas cuando fuese rey.

El capitán apareció a su lado.

—Ojalá esta Balerion pudiera volar, igual que el dragón que le dio nombre, Alteza —dijo en valyrio vulgar, muy marcado por el acento de Pentos—. Así no tendríamos que remar, ni ir a remolque, ni rezar para que sople el viento, ¿verdad?

—Muy cierto, capitán —respondió ella con una sonrisa, complacida por haberse ganado a aquel hombre.

El capitán Groleo era un anciano pentoshi, como su señor, Illyrio Mopatis, y se había puesto nervioso como una doncella al saber que en su barco viajarían tres dragones. Cincuenta cubos de agua de mar colgaban todavía de las bordas para prevenir incendios. Al principio, Groleo había querido que los dragones estuvieran enjaulados, y Dany había dado su consentimiento para aliviar los temores del capitán, pero el sufrimiento de los animales era tan palpable que pronto cambió de idea e insistió en que los liberaran.

En aquellos momentos hasta el capitán Groleo estaba satisfecho de ello. Hubo un pequeño incendio que extinguieron con facilidad; pero en compensación en la Balerion había muchas menos ratas que antes, cuando navegaba bajo el nombre de Saduleon. Y la tripulación, que al principio había sentido tanto miedo como curiosidad, comenzó a mostrar un orgullo extraño y feroz de «sus» dragones. A cada uno de ellos, desde el capitán hasta el pinche de cocina, les encantaba ver cómo volaban los tres… pero a ninguno tanto como a Dany.