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«Son mis hijos —pensó—, y si la maegi dijo la verdad, son los únicos niños que tendré en toda mi vida.»

Las escamas de Viserion eran del color de la crema fresca, y sus cuernos, los huesos de las alas y la cresta dorsal eran de un oro viejo que lanzaba brillantes destellos metálicos al sol. Rhaegal estaba hecho del verde del verano y el bronce del otoño. Planeaban sobre las naves describiendo grandes círculos, cada vez más alto, cada uno tratando de sobrepasar al otro.

Los dragones preferían atacar siempre desde arriba, según había aprendido Dany. Cuando uno de ellos lograba interponerse entre el otro y el sol, recogía las alas y descendía en picado con un chillido, y ambos caían desde el cielo, enredados en una gran bola de escamas, lanzándose mordiscos y dando latigazos con la cola. La primera vez que lo hicieron Dany temió que estuvieran tratando de matarse, pero no era más que un juego. En cuanto tocaban la superficie del agua se separaban y ascendían de nuevo entre chillidos y siseos, mientras el agua de mar se les escapaba de los cuerpos en forma de vapor y las alas se aferraban al aire. Drogon también se mantenía en lo alto, aunque no a la vista; estaría a varios kilómetros por delante o por detrás, cazando.

Su Drogon siempre tenía hambre.

«Come mucho y crece deprisa. Dentro de un año, de dos como mucho, será tan grande que podré montar sobre él. Y entonces no necesitaré naves para cruzar el gran mar salado.»

Pero ese momento aún no había llegado. Rhaegal y Viserion eran del tamaño de perros pequeños. Drogon era apenas un poco más grande, y cualquier perro pesaba más que ellos; eran todo alas, cuello y cola, más ligeros de lo que parecían. Y por lo tanto Daenerys Targaryen debía confiar en la madera, el viento y la lona para que la llevaran a casa.

La madera y la lona le habían servido muy bien hasta el momento, pero el viento impredecible se había vuelto traidor. Durante seis días y seis noches había reinado la calma, y a la llegada del séptimo día no había ni asomo de brisa que hinchara las velas. Afortunadamente, dos de las naves que el magíster Illyrio había mandado en su busca eran galeras comerciales, con doscientos remos cada una y tripulaciones de remeros con fuertes brazos para manejarlos. Pero la gran nave Balerion era muy diferente: un poderoso casco de anchas vigas con mástiles inmensos y enormes velas, pero indefensa en la calma. La Vhagar y la Meraxes habían tirado cabos para remolcarla, pero con eso sólo conseguían avanzar con torturante lentitud. Las tres naves estaban repletas de gente y llevaban mucha carga.

—No veo a Drogon —dijo Ser Jorah Mormont cuando se reunió con ella en el castillo de proa—. ¿Se ha extraviado de nuevo?

—Nosotros somos los extraviados, ser. A Drogon le disgusta este lento avance tanto como a mí.

Más atrevido que los otros dos, su dragón negro había sido el primero en probar las alas encima del agua, el primero en volar de una nave a otra, el primero en perderse dentro de una nube pasajera… y el primero en matar. Los peces voladores, tan pronto rompían la superficie del agua, se veían envueltos en una llamarada, atrapados y engullidos.

—¿Qué tamaño tendrá cuando termine de crecer? —preguntó Dany con curiosidad—. ¿Lo sabéis?

—En los Siete Reinos se cuentan historias sobre dragones tan grandes que eran capaces de sacar un kraken gigante del mar.

—Sería un espectáculo digno de verse —dijo Dany riéndose.

—No es más que una leyenda, khaleesi —dijo su caballero exiliado—. También habla de sabios dragones ancianos que viven mil años.

—Bien, pero ¿cuántos años vive un dragón? —Dany levantó la vista en el momento en que Viserion bajó en picado, casi rozó la nave y remontó aleteando lentamente y agitando las velas inermes.

—El tiempo natural de vida de un dragón es varias veces más largo que el de un hombre —respondió Ser Jorah encogiéndose de hombros—, o al menos eso es lo que dicen las canciones… pero los dragones más conocidos en los Siete Reinos fueron los de la Casa Targaryen. Los criaban para la guerra, y en la guerra perecían. No es nada fácil matar a un dragón, pero tampoco es imposible.

Balerion el Terror Negro tenía doscientos años cuando murió durante el reinado de Jaehaerys el Conciliador —dijo volviéndose hacia ellos el escudero Barbablanca, que estaba de pie junto al mascarón de proa y se apoyaba con la mano delgada en un largo bastón de madera dura—. Era tan grande que podía tragarse un uro entero. Un dragón no deja nunca de crecer, Alteza, siempre que tenga alimento y libertad.

Su nombre era Arstan, pero Belwas el Fuerte lo había llamado Barbablanca debido a sus patillas y bigotes encanecidos, y ya casi todo el mundo lo llamaba así. Era más alto que Ser Jorah aunque no tan musculoso; tenía ojos de color azul claro y una larga barba blanca como la nieve y fina como la seda.

—¿Libertad? —preguntó Dany con curiosidad—. ¿Qué queréis decir?

—En Desembarco del Rey, vuestros antepasados construyeron un inmenso castillo con una cúpula para sus dragones. Se llama Pozo Dragón. Aún se yergue en la cima de la colina de Rhaenys, aunque en la actualidad está en ruinas. Allí vivían los dragones reales en tiempos remotos, y era un edificio cavernoso, con puertas de hierro tan anchas que treinta caballeros podían entrar por ellas a la vez, hombro con hombro. Pero, a pesar de ello, ninguno de los dragones del pozo llegó a alcanzar las dimensiones de sus ancestros. Los maestres dicen que era a causa de las paredes que los rodeaban y de la cúpula que tenían sobre sus cabezas.

—Si las paredes nos hicieran pequeños —dijo Ser Jorah—, los campesinos serían diminutos y los reyes serían grandes como gigantes. He visto hombres corpulentos nacidos en chozas, y enanos que habitaban en castillos.

—Los hombres son los hombres —replicó Barbablanca—, y los dragones son dragones.

—Una idea muy profunda —replicó Ser Jorah con una risa despectiva. El caballero exiliado no sentía ningún aprecio por el anciano y lo había manifestado desde el primer día—. ¿Y qué sabéis vos de dragones?

—Bastante poco, es verdad. Pero serví durante un tiempo en Desembarco del Rey, en los días en que el rey Aerys ocupaba el Trono de Hierro y caminaba bajo las calaveras de dragones que colgaban de las paredes del salón del trono.

—Viserys me habló de esas calaveras —dijo Dany—. El Usurpador las retiró y las ocultó. No podía resistir que lo mirasen cuando se sentaba en su trono robado. —Se acercó a Barbablanca—. ¿Visteis alguna vez a mi real padre?

El rey Aerys II había muerto antes del nacimiento de su hija.

—Tuve ese gran honor, Alteza.

—¿Lo considerabais bueno y gentil? —Dany tomó al anciano por el brazo.

Barbablanca hizo un esfuerzo para ocultar sus sentimientos, pero estaban allí, expuestos en su rostro.

—Su Alteza era… agradable en general.

—¿En general? —Dany sonrió—. Pero ¿no siempre?

—Podía ser muy duro con los que consideraba sus enemigos.

—Un hombre sabio nunca se enemista con un rey —dijo Dany—. ¿También conocisteis a mi hermano Rhaegar?

—Se decía que ningún hombre llegó nunca a conocer a fondo al príncipe Rhaegar. Tuve el privilegio de verlo en un torneo, y con frecuencia lo oí tocar su arpa de cuerdas de plata.