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—Junto a otros mil en alguna fiesta de la cosecha —intervino Ser Jorah riéndose, burlón—. Ahora diréis que fuisteis su escudero.

—No pretendo semejante cosa, ser. Myles Mooton era el escudero del príncipe Rhaegar, y lo sustituyó Richard Lonmouth. Cuando se ganaron sus espuelas, el propio príncipe los armó caballeros y ellos siguieron siendo sus compañeros más allegados. También el joven Lord Connington compartía el aprecio del príncipe, aunque su mejor amigo era Arthur Dayne.

—¡La Espada del Amanecer! —dijo Dany, encantada—. Viserys solía hablar de su maravillosa espada blanca. Decía que Ser Arthur era el único caballero del reino que podía igualarse a nuestro hermano.

—No me corresponde poner en duda las palabras del príncipe Viserys —dijo Barbablanca inclinando la cabeza.

—Del rey —lo corrigió Dany—. Fue rey, aunque no reinó. Viserys, el tercero de su nombre. Pero ¿qué queréis decir? —La respuesta del hombre no era la que ella hubiera esperado—. Ser Jorah dijo una vez que Rhaegar era el último dragón. Tenía que ser un guerrero sin par para que lo llamaran así, ¿no es verdad?

—Vuestra Alteza —dijo Barbablanca—, el príncipe de Rocadragón fue un guerrero muy poderoso, pero…

—Continúa —lo instó Dany—. Puedes hablarme con total libertad.

—Como ordenéis. —El anciano se apoyó en su bastón y levantó una ceja—. Un guerrero sin par… son unas palabras muy bellas, Vuestra Alteza, pero las palabras no ganan batallas.

—Las espadas ganan batallas —dijo Ser Jorah con brusquedad—. Y el príncipe Rhaegar sabía cómo usar una espada.

—Lo sabía, ser. Pero… he visto cien torneos y más guerras de las que hubiera deseado, y no importa cuán fuerte, rápido o hábil pueda ser un caballero, siempre hay otros que se le equiparan. Un hombre puede ganar un torneo y caer rápidamente en el siguiente. Un resbalón en la hierba puede significar la derrota, al igual que lo que se ha cenado la noche anterior. Un cambio del viento puede traer el regalo de la victoria. —Miró a Ser Jorah—. O el favor de una dama anudado en torno al brazo.

—Cuidado con lo que decís, anciano. —El rostro de Mormont se había ensombrecido.

Dany sabía que Arstan había visto combatir a Ser Jorah en Lannisport, en el torneo que Mormont había ganado con la prenda de una dama anudada en torno al brazo. También había ganado la dama: Lynesse, de la Casa Hightower, su segunda esposa, de noble cuna y muy bella… pero ella lo había abandonado en la ruina, y en ese momento su recuerdo le resultaba muy amargo.

—Sed amable, mi caballero. —Puso una mano sobre el brazo de Jorah—. Arstan no tenía ninguna intención de ofenderos, estoy segura.

—Como digáis, khaleesi —en la voz de Ser Jorah se palpaba el rencor.

—Sé muy poco de Rhaegar —dijo Dany volviéndose de nuevo hacia el escudero—. Sólo las historias que contaba Viserys, y él era un niño pequeño cuando murió nuestro hermano. ¿Cómo era en realidad?

—Era capaz —dijo el anciano tras meditar un instante—. Eso, por encima de todo. Decidido, deliberado, obediente y sincero. Se cuenta una historia sobre él… pero sin duda, Ser Jorah también la conoce.

—Quiero oírla de vuestros labios.

—Como deseéis —dijo Barbablanca—. Cuando era muy joven, el príncipe de Rocadragón era un gran aficionado a los libros. Comenzó a leer tan temprano que la gente decía que la reina Rhaella debió de devorar algunos libros y una vela cuando tenía a su hijo en las entrañas. A Rhaegar no le interesaban los juegos de los demás niños. Los maestres estaban sobrecogidos por su talento, pero los caballeros de su padre bromeaban con amargura, diciendo que Baelor el Santo había renacido. Hasta un día en que el príncipe Rhaegar encontró algo en sus pergaminos que lo hizo cambiar. Nadie sabe qué pudo ser, sólo que el niño apareció repentinamente una mañana en el patio cuando los caballeros vestían sus armaduras de acero. Se dirigió a Ser Willem Darry, el maestro de armas, y le dijo: «Necesitaré espada y armadura. Al parecer, tengo que ser un guerrero».

—¡Y lo fue! —dijo Dany, encantada.

—En efecto, lo fue —asintió Barbablanca—. Perdonad, Alteza. Hablando de guerreros, veo que Belwas el Fuerte se ha levantado ya; debo atenderlo.

Dany lo siguió con la vista. El eunuco atravesaba la pasarela entre las naves, ágil como un mono a pesar de su corpulencia. Belwas era bajito pero ancho, pesaba sus buenos cien kilos de grasa y músculo, y tenía la gran panza parda atravesada por viejas cicatrices blancuzcas. Vestía pantalones anchos, un cinturón de seda amarilla y un chaleco de cuero absurdamente pequeño, con remaches de hierro.

—¡Belwas el Fuerte tiene hambre! —rugió, dirigiéndose a todos y a nadie en particular—. ¡Belwas el Fuerte va a comer ahora! —Se giró y vio a Arstan en el castillo de proa—. ¡Barbablanca! —gritó—. ¡Traed comida para Belwas el Fuerte!

—Podéis ir —ordenó Dany al escudero, que hizo otra reverencia y se marchó a atender las necesidades del hombre al que servía.

Ser Jorah lo siguió con el ceño fruncido en su rostro rudo y sincero. Mormont era grande y musculoso, de quijada fuerte y ancho de hombros. No era en absoluto un hombre apuesto, pero Dany no había tenido nunca un amigo tan fiel.

—Debéis ser sabia y desconfiar de las palabras de ese anciano —le dijo cuando Barbablanca estuvo suficientemente lejos.

—Una reina debe escuchar a todos —le recordó ella—. A los de noble cuna y al pueblo llano, al fuerte y al débil, al noble y al venal. —Recordó algo que había leído en un libro—. Una voz dirá mentiras, pero en muchas otras hay verdades encerradas.

—Escuchad mi voz entonces, Alteza —dijo el exiliado—. Este Arstan Barbablanca no es lo que parece. Es demasiado viejo para ser escudero, y habla demasiado bien para ser el sirviente de ese eunuco cretino.

«Eso sí que parece extraño», tuvo que admitir Dany. Belwas el Fuerte era un ex esclavo, criado y entrenado en las arenas de combate de Meereen. El magíster Illyrio lo había mandado para protegerla, o eso decía Belwas, y era verdad que necesitaba protección. Dejaba la muerte tras ella, y la muerte la esperaba en su camino. El Usurpador, en su Trono de Hierro, había ofrecido tierras y un título de Lord al hombre que la matara. Ya se había llevado a cabo un intento, con una copa de vino envenenado. Mientras más se aproximaba a Poniente, más aumentaba la probabilidad de otro ataque. En Qarth, el hechicero Pyat Pree había mandado en pos de ella a un Hombre Pesaroso para vengar a los Eternos que ella había quemado en su Palacio de Polvo. Los hechiceros no olvidaban nunca una ofensa, decían, y los Hombres Pesarosos nunca fallaban al matar. También la mayoría de los dothrakis estarían en su contra. Los kos de Khal Drogo dirigían entonces sus khalasares, y ninguno de ellos vacilaría en atacar a su pequeño grupo cuando lo divisaran, para matar y esclavizar a los suyos y para arrastrar a Dany de vuelta a Vaes Dothrak a fin de hacerla ocupar el puesto que le correspondía entre las ancianas arrugadas y marchitas del dosh khaleen. Había tenido la esperanza de que Xaro Xhoan Daxos no fuera su enemigo, pero el mercader de Qarth anhelaba sus dragones. Y también estaba Quaithe de la Sombra, la extraña mujer de la máscara de laca roja, con sus crípticos consejos. ¿Era también una enemiga, o sólo una amiga peligrosa? Dany no lo sabía.

«Ser Jorah me salvó del envenenador y Arstan Barbablanca, de la manticora. Quizá Belwas el Fuerte me salvará del próximo. —Era bastante corpulento, con brazos como árboles pequeños, y tenía un enorme arakh curvo, tan afilado que podría afeitarse con él, en el caso improbable de que brotara pelo en aquellas lisas mejillas oscuras. Pero también era como un niño—. Como protector, deja mucho que desear. Menos mal que tengo a Ser Jorah y a mis jinetes de sangre. Y a mis dragones, no me puedo olvidar de ellos.»