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—Son las pieles de tigre de Illyrio —objetó ella.

—E Illyrio es amigo de la Casa Targaryen.

—Razón de más para no robar sus bienes.

—¿Para qué sirven los amigos acaudalados si no pueden poner sus riquezas a vuestra disposición, reina mía? Si el magíster Illyrio os las negara, no sería más que un Xaro Xhoan Daxos con cuatro papadas. Y si es sincero en su devoción a vuestra causa, no os echará en cara tres naves de mercancías. ¿Qué mejor uso para sus pieles de tigre que compraros la semilla de un ejército?

«Es verdad.» Dany sintió una excitación creciente.

—En una marcha como ésa habrá peligros…

—También hay peligros en el mar. Por la ruta del sur hay corsarios y piratas, y al norte de Valyria, los demonios han encantado el mar Humeante. La próxima tormenta podría hacer que nos fuéramos a pique o dispersarnos, un kraken podría arrastrarnos al fondo… o podríamos encontrarnos con otra calma chicha y morir de sed mientras esperamos a que se levante el viento. Una marcha tendrá peligros diferentes, mi reina, pero ninguno mayor.

—¿Y qué pasa si el capitán Groleo se niega a cambiar el rumbo? ¿Y qué harán Arstan y Belwas?

—Quizá sea el momento de que lo averigüéis. —Ser Jorah se puso de pie.

—Sí —decidió ella—. ¡Lo haré! —Dany se quitó la manta y saltó de la litera—. Veré enseguida al capitán, le ordenaré que tome rumbo a Astapor. —Se inclinó sobre su baúl, levantó la tapa y agarró la primera prenda que encontró, unos anchos pantalones de seda basta—. Dadme el cinturón con el medallón —ordenó a Jorah mientras se subía la seda por las caderas—. Y mi chaleco… —comenzó a decir mientras se volvía.

Ser Jorah la envolvió entre sus brazos.

—Oh —fue lo único que logró decir Dany cuando la atrajo hacia sí y pegó sus labios a los de ella. Olía a sudor, a sal y a cuero, y los remaches de hierro de su jubón se le clavaban en los pechos desnudos mientras él la estrechaba contra su cuerpo. Una mano la sostenía por el hombro y la otra había descendido por su espalda casi hasta el final, y la boca de Dany se abrió para recibir la lengua de Ser Jorah, aunque ella no se lo había ordenado.

«Me pincha con la barba —pensó—, pero su boca es dulce. —Los dothrakis no llevaban barba, sólo largos mostachos, y el único que la había besado antes era Khal Drogo—. No debería hacer eso. Soy su reina, no su hembra.»

Fue un beso largo, aunque Dany no habría podido decir cuánto. Al terminar, Ser Jorah la soltó y ella dio un rápido paso atrás.

—Vos… No habéis debido…

—No he debido esperar tanto tiempo —terminó la frase por ella—. Debí haberos besado en Qarth, en Vaes Tolorro. Debí haberos besado en el desierto rojo, cada día y cada noche. Habéis nacido para que os besen, cada instante.

Tenía los ojos clavados en los pechos de Dany, que se los cubrió con las manos antes de que los pezones pudieran traicionarla.

—Esto… no ha sido adecuado. Soy vuestra reina.

—Mi reina y la mujer más valiente, más dulce y más bella que he visto en mi vida. Daenerys…

—¡Alteza!

—Alteza —aceptó él—. «El dragón tiene tres cabezas», ¿os acordáis? Desde que lo oísteis de labios de los hechiceros en el Palacio de Polvo, os habéis preguntado qué significa. Pues aquí tenéis lo que quiere decir: Balerion, Meraxes y Vhagar, montados por Aegon, Rhaenys y Visenya. El dragón de tres cabezas de la Casa Targaryen: tres dragones y tres jinetes.

—Sí —dijo Dany—, pero mis hermanos están muertos.

—Rhaenys y Visenya fueron esposas de Aegon, además de sus hermanas. Vos no tenéis hermanos, pero podéis tomar maridos. Y en verdad os digo, Daenerys, no hay un hombre en el mundo entero que os pueda ser ni la mitad de fiel que yo.

BRAN

El gran risco se elevaba abruptamente del terreno, como un largo pliegue de roca y tierra con la forma de una garra. De sus laderas bajas colgaban pinos, fresnos y matorrales de espino, pero más arriba la tierra estaba desnuda y su silueta nítida se recortaba ante el cielo nublado.

Podía sentir la llamada de la gran piedra. Fue subiendo, al principio trotaba tranquilamente; después, más deprisa; sus fuertes patas devoraban la pendiente a medida que ascendían. Cuando pasaba corriendo, los pájaros abandonaban las ramas y se abrían paso hacia el cielo con patas y alas. Podía oír el viento que suspiraba entre las hojas, las ardillas que intercambiaban leves chillidos y hasta el sonido de una piña al caer al suelo del bosque. Los olores eran una canción en torno suyo, una canción que llenaba el hermoso mundo verde.

Al recorrer los últimos metros para detenerse en la cima, la gravilla le salía disparada de debajo de las patas. Sobre los altos pinos, el sol se alzaba, enorme y rojo, y debajo de él los árboles y las colinas se extendían hasta el infinito, tan lejos como podía ver u oler. En lo alto un milano real describía círculos, oscuro ante el cielo rosado.

«Príncipe.» El sonido humano le acudió a la mente de forma inesperada, aun así, sabía que era correcto. «Príncipe del verdor, príncipe del Bosque de los Lobos.» Era fuerte, rápido y feroz, y todas las criaturas del buen mundo verde lo temían y se le sometían.

Abajo, muy lejos, en el bosque, algo se movió entre los árboles. Un destello gris, visto y no visto, pero suficiente para que levantara las orejas. Allí abajo, junto a un raudo torrente verde, se deslizó corriendo otra silueta.

«Lobos», supo al instante. Sus primos pequeños, dando caza a alguna presa. El príncipe ya podía ver a unos cuantos más, sombras sobre rápidas patas grises. «Una manada.»

Él también había tenido una manada, una vez. Habían sido cinco, y un sexto se mantenía apartado. En algún lugar de su interior estaban los sonidos que los hombres les habían dado para diferenciar a uno de otro, pero él no los conocía por esos sonidos. Recordaba los olores, los de sus hermanos y hermanas. Todos habían tenido un olor parecido, olían a manada, pero también se diferenciaban unos de otros.

Su hermano enojado, el de los ardientes ojos verdes, estaba cerca, el príncipe lo notaba, aunque no lo había visto desde hacía muchas cacerías. Pero con cada sol que se ponía, se distanciaba más, y él había sido el último. Los otros se habían alejado y dispersado, como hojas barridas por un vendaval.

A veces podía percibirlos como si aún estuvieran con él, aunque ocultos por un peñasco o un macizo de árboles. No podía olerlos ni escuchar sus aullidos por la noche, pero sentía su presencia tras de sí… a todos menos a la hermana que habían perdido. Dejó caer la cola al recordarla.

«Cuatro ahora, no cinco. Cuatro y uno más, el blanco que no tiene voz.»

Esos bosques les pertenecían, junto con las laderas nevadas y las colinas rocosas, los enormes pinos verdes y los robles de hojas doradas, los torrentes en movimiento y los lagos azules quietos, atenazados por dedos de blanco hielo. Pero su hermana había abandonado los bosques para caminar por los salones de los hombres roca donde mandaban otros cazadores, y una vez dentro de esos salones era muy difícil encontrar el camino de salida. El príncipe lobo lo recordaba.

De repente, el viento cambió de dirección.

«Venado, miedo, sangre.» El olor de la presa le despertó el hambre. El príncipe olisqueó de nuevo el aire, se volvió y echó a correr, dando saltos a lo largo de la cresta, con las fauces medio abiertas. El confín más lejano del gran risco era más abrupto que el lugar por donde había subido, pero él avanzaba con paso seguro sobre piedras, raíces y hojas muertas. Descendía por la ladera entre los árboles, devorando el camino a grandes zancadas. El olor lo hacía ir cada vez más deprisa.