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Habían derribado al venado y estaba agonizando cuando lo alcanzó; ocho de sus pequeños primos grises lo rodeaban. Los jefes de la manada habían comenzado a alimentarse, primero el macho y después su hembra arrancaban por turnos la carne del vientre ensangrentado de la presa. Los demás esperaban con paciencia, menos el último, que trazaba círculos inquieto a pocos pasos de los otros, con el rabo entre las patas. Sería el último en comer lo que sus hermanos le dejaran.

El príncipe avanzaba contra el viento y por eso no lo percibieron hasta que se subió a un tronco caído cerca de donde comían. El más apartado fue el primero en verlo, soltó un gemido lastimero y desapareció. Sus hermanos de manada se volvieron al oírlo y enseñaron los dientes gruñendo, todos menos el macho y la hembra que los lideraban.

El lobo huargo les respondió con un gruñido grave, de aviso, y les mostró los dientes. Era más corpulento que sus primos, doblaba en tamaño al huesudo de la retaguardia, y era casi tan grande como los dos líderes. De un salto cayó en el centro del grupo y tres de los animales huyeron y desaparecieron entre los arbustos. Otro se le aproximó, lanzándole dentelladas. Recibió al atacante de frente y, cuando se enfrentaron, atrapó la pata del lobo entre las fauces, lo lanzó a un lado y lo dejó gimiendo y cojeando.

Entonces, sólo quedó frente a él el líder de la manada, el gran macho gris con el hocico ensangrentado a causa del suave vientre blanco de la presa que devoraba. También había algo de blanco en su hocico, lo que lo señalaba como un lobo viejo, pero le mostró los dientes mientras le chorreaba una saliva sanguinolenta.

«No tiene miedo —pensó el príncipe—, no más que yo.» Sería una buena pelea. Se lanzaron el uno contra el otro.

Combatieron durante mucho rato, rodaron sobre raíces, piedras, hojas caídas y las entrañas dispersas de la presa; se atacaban con dientes y garras, se separaban, describían círculos uno en torno al otro y se enzarzaban de nuevo. El príncipe era más grande y con mucho el más fuerte, pero su primo tenía una manada. La hembra se desplazaba alrededor de ellos, muy cerca, olfateaba, gruñía y se interpondría si su pareja se apartaba sangrando. De vez en cuando los otros lobos atacaban también, tirando un mordisco a una pata o una oreja cuando el príncipe miraba en otra dirección. Uno llegó a irritarlo tanto que se revolvió como una furia negra y le destrozó la garganta. Después de aquello, los demás se mantuvieron a una distancia prudente.

Y mientras la última luz rojiza se filtraba entre ramas verdes y hojas doradas, el viejo lobo se dejó caer agotado al fango y rodó sobre la espalda, dejando expuestas la garganta y la panza. Se sometía.

El príncipe lo olfateó y le lamió la sangre de la piel y la carne lacerada. Cuando el viejo lobo soltó un leve gemido, el huargo se alejó. Tenía mucha hambre y la presa era suya.

—Hodor.

El sonido súbito lo hizo detenerse y enseñar los dientes. Los lobos lo contemplaron con ojos verdes y amarillos, brillantes a la postrera luz del día. Ninguno de ellos había escuchado nada. Era un viento extraño que soplaba únicamente en sus oídos. Metió las fauces en la barriga del venado y arrancó un gran bocado de carne.

—Hodor, Hodor.

«No —pensó—. No, no quiero.» Era el pensamiento de un niño, no de un huargo. El bosque se oscureció a su alrededor hasta que sólo quedaron las sombras de los árboles y el destello en los ojos de sus primos. Y a través de esos ojos y detrás de ellos, vio el rostro sonriente de un hombre grande y una bóveda de piedra con las paredes salpicadas de salitre. El sabor caliente y delicioso de la sangre se le evaporó de la lengua. «No, no, no, quiero comer, quiero comer, quiero…»

—Hodor, Hodor, Hodor, Hodor, Hodor —entonaba Hodor mientras lo sacudía suavemente por los hombros, adelante y atrás, adelante y atrás.

Siempre intentaba tener cuidado, pero Hodor medía dos metros de alto y era más fuerte de lo que él mismo sabía, y sus manos enormes hacían que los dientes de Bran entrechocaran.

—¡No! —gritó con rabia—. Hodor, déjame, estoy aquí, aquí.

—¿Hodor? —preguntó deteniéndose con aspecto avergonzado.

El bosque y los lobos habían desaparecido. Bran estaba de vuelta en la bóveda húmeda de alguna antigua atalaya que debían de haber abandonado hacía miles de años. Apenas quedaba nada en pie. Las piedras caídas estaban tan cubiertas de musgo y hiedra que era casi imposible distinguirlas hasta que uno se encontraba encima de ellas. Bran había puesto nombre al lugar: Torre Derruida; sin embargo, había sido Meera la que descubrió cómo meterse en el sótano.

—Has estado demasiado tiempo ausente.

Jojen Reed tenía trece años, sólo cuatro más que Bran, y tampoco era mucho más alto, le llevaba cinco o seis centímetros a lo sumo, pero tenía una forma muy solemne de hablar y eso lo hacía parecer mayor y más sabio de lo que era en realidad. En Invernalia, la Vieja Tata lo había apodado el Abuelito.

—Yo quería comer —dijo Bran mirándolo ceñudo.

—Meera volverá pronto con la cena.

—Estoy harto de ranas. —Meera era una comerranas del Cuello, por lo que Bran no podía reprocharle que cazara tantas ranas, claro, pero…—. Yo quería comerme el venado.

Recordó su sabor, la sangre y la sabrosa carne cruda, y se le hizo la boca agua. «Gané la pelea por esa carne, la gané.»

—¿Marcaste los árboles?

Bran se ruborizó. Jojen siempre le decía qué cosas tenía que hacer cuando abría su tercer ojo y vestía la piel de Verano. Arañar la corteza de un árbol, atrapar un conejo y traerlo de vuelta entre las fauces sin comérselo, colocar varias rocas formando una línea.

«Cosas estúpidas.»

—Se me olvidó —dijo.

—Siempre se te olvida.

Era verdad. Tenía la intención de hacer las cosas que Jojen le pedía, pero cuando se volvía lobo no le parecían importantes. Siempre había cosas que ver y cosas que olfatear, todo un mundo verde para cazar. ¡Y podía correr! No había nada mejor que correr, a no ser perseguir a una presa.

—Yo era un príncipe, Jojen —le dijo al chico mayor—. Yo era el príncipe del bosque.

—Tú eres un príncipe —le recordó Jojen con suavidad—. Lo recuerdas, ¿verdad? Dime quién eres.

—Ya lo sabes. —Jojen era su amigo y su maestro, pero a veces a Bran le entraban ganas de pegarle.

—Quiero que pronuncies las palabras. Dime quién eres.

—Bran —dijo, malhumorado. «Bran el roto»—. Brandon Stark. —«El niño tullido»—. El príncipe de Invernalia.

De Invernalia, quemada y destruida, con su gente dispersa y asesinada. Los jardines de cristal habían quedado destrozados y el agua caliente salía a borbotones de las paredes rajadas para soltar su vapor bajo el sol.

«¿Cómo se puede ser el príncipe de un lugar que quizá no vuelva a ver nunca más?»

—¿Y quién es Verano? —insistió Jojen.

—Mi huargo. —Sonrió—. El príncipe del verdor.

—Bran, el chico, y Verano, el lobo. Entonces, ¿eres ellos dos?

—Dos —suspiró—, y uno.

«En Invernalia quería que soñara mis sueños de lobo, y ahora que sé cómo hacerlo, siempre me hace volver de ellos.» Odiaba a Jojen cuando se ponía así de estúpido.

—Recuerda eso, Bran. Recuerda quién eres o el lobo se apoderará de ti. Cuando estáis unidos, no basta con correr, cazar y aullar en la piel de Verano.