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«Eso es lo mío —pensó Bran. Le gustaba la piel de Verano más que la suya—. ¿Qué tiene de bueno ser capaz de cambiar de piel, si no se puede usar la que a uno le gusta?»

—¿Lo recordarás? Y la próxima vez, marca el árbol. Cualquier árbol, no importa cuál siempre que lo hagas.

—Lo haré. Lo recordaré. Podría volver ahora y hacerlo, si quieres. Esta vez no se me olvidará.

«Pero, primero, me comeré mi venado y pelearé un poco más con esos lobos pequeños.»

—No —dijo el niño con un gesto de negación—. Es mejor que te quedes y comas. Con tu propia boca. Un warg no puede vivir de lo que consume su bestia.

«¿Cómo lo sabes? —pensó Bran con resentimiento—. No has sido nunca un warg, no sabes qué significa serlo.»

Hodor se levantó de un salto y estuvo a punto de golpear con la cabeza el techo cóncavo.

—¡Hodor! —gritó, mientras corría hacia la puerta.

Meera la abrió de un empujón antes de que él llegara y entró en el refugio.

—Hodor, Hodor —dijo el enorme mozo de cuadra, haciendo una mueca.

Meera Reed tenía dieciséis años, toda una mujer adulta, pero no era más alta que su hermano. Todos los lacustres eran menudos, le había dicho una vez a Bran cuando le preguntó por qué era tan bajita. De cabello castaño, ojos verdes y pecho plano como el de un chico, caminaba con una suave gracia que Bran envidiaba al contemplarla. Meera llevaba una daga larga, pero su modo favorito de pelear era con una fisga en una mano y una red en la otra.

—¿Quién tiene hambre? —preguntó, mostrando sus presas: dos pequeñas truchas plateadas y seis gordas ranas verdes.

—Yo —respondió Bran.

«Pero no de ranas.» En Invernalia, antes de que ocurrieran todas las cosas malas, los Walder solían decir que comer ranas le ponía a uno los dientes verdes y hacía que le saliera musgo en los sobacos. Se preguntó si los Walder estarían muertos. No había visto sus cuerpos en Invernalia… pero había un montón de cadáveres y no habían revisado los edificios por dentro.

—Entonces tendremos que darte de comer. ¿Me ayudas a limpiar las presas, Bran?

Hizo un gesto de asentimiento. Era difícil enojarse con Meera. La chica era mucho más alegre que su hermano y siempre parecía saber cómo hacerle sonreír. No había nada que la asustara ni la enfadara.

«Bueno, a no ser Jojen en ocasiones…» Jojen Reed podía asustar casi a cualquiera. Vestía todo de verde, sus ojos eran como el musgo oscuro y tenía sueños verdes. Lo que Jojen soñaba se hacía realidad. «Salvo que me soñó muerto, y no lo estoy.» Bueno, sí lo estaba, en cierta medida.

Jojen mandó a Hodor a buscar madera, y encendió una pequeña hoguera mientras Bran y Meera limpiaban el pescado y las ranas. Utilizaron el yelmo de Meera como olla, cortaron las presas en trocitos pequeños, añadieron un poco de agua y unas cebollas silvestres que Hodor había encontrado, y prepararon un estofado de ranas. No estaba tan bueno como el venado, pero tampoco sabía mal, pensó Bran mientras comía.

—Gracias, Meera —dijo—. Mi señora.

—No hay de qué, Alteza.

—Llega la mañana —anunció Jojen—, tenemos que seguir.

Bran vio que Meera se ponía tensa.

—¿Lo has soñado?

—No —admitió Jojen.

—¿Y por qué tenemos que irnos? —le preguntó su hermana—. La Torre Derruida es un buen lugar para refugiarse. No hay aldeas cerca, los bosques están llenos de caza, hay peces y ranas en los ríos y lagos… ¿Quién nos va a encontrar aquí?

—Éste no es el lugar donde tenemos que estar.

—Pero es seguro.

—Parece seguro, lo sé —dijo Jojen—. Pero ¿durante cuánto tiempo? Hubo una batalla en Invernalia, vimos los muertos. Y batallas significan guerras. Si algún ejército nos atrapa desprevenidos…

—Podría ser el ejército de Robb —intervino Bran—. Robb volverá pronto del sur, sé que lo hará. Regresará con todos sus estandartes y echará a los hombres del hierro.

—Cuando vuestro maestre agonizaba —le recordó Jojen—, no dijo nada sobre Robb. Dijo: «Hombres del hierro en la Costa Pedregosa», y «Al este, el Bastardo de Bolton». Foso Cailin y Bosquespeso han caído, el heredero de Cerwyn ha muerto, así como el castellano de la Ciudadela de Torrhen. Dijo: «Hay guerra por todas partes; cada cual contra su vecino».

—Hemos discutido esto antes —dijo su hermana—. Quieres llegar al Muro, donde está tu cuervo de tres ojos. De acuerdo, eso está bien, pero el Muro está demasiado lejos y Bran no tiene piernas, sólo a Hodor. Si tuviéramos caballos…

—Y si fuéramos águilas, podríamos volar —dijo Jojen con brusquedad—, pero no tenemos alas, igual que no tenemos caballos.

—Podríamos conseguirlos —replicó Meera—. Hasta en lo más profundo del Bosque de los Lobos hay cazadores, campesinos, leñadores… Algunos tendrán caballos.

—Y si los tienen ¿qué hacemos, robarlos? ¿Somos ladrones? Lo que menos nos interesa es que nos persigan.

—Podríamos comprarlos —dijo ella—. Ofrecer algo por ellos.

—Míranos, Meera. Un chico tullido con un huargo, un gigante retrasado y dos lacustres a cinco mil kilómetros del Cuello. Nos reconocerán y el rumor se difundirá. Bran está a salvo mientras lo den por muerto. Vivo, se convertirá en una presa para todo el que quiera su muerte. —Jojen fue a la hoguera y removió las ascuas con un palo—. En algún lugar del norte nos aguarda el cuervo de tres ojos. Bran necesita un maestro más sabio que yo.

—Pero ¿cómo llegaremos, Jojen? —le preguntó su hermana—. ¿Cómo?

—Andando —respondió—. Paso a paso.

—El camino desde Aguasgrises a Invernalia fue eterno, y eso que íbamos a caballo. Quieres que hagamos un recorrido más largo a pie, sin saber siquiera dónde termina. Dices que más allá del Muro. No he estado allí, igual que tú, pero sé que es un lugar muy grande, Jojen. ¿Allí hay muchos cuervos de tres ojos o sólo uno? ¿Cómo lo vamos a encontrar?

—Quizá sea él quien nos encuentre.

Antes de que Meera supiera cómo responder, oyeron un sonido: el aullido distante de un lobo en la noche.

¿Verano? —preguntó Jojen, que escuchaba con atención.

—No. —Bran conocía la voz de su huargo.

—¿Estás seguro? —dijo el pequeño abuelo.

—Seguro. —Verano había ido lejos aquel día, a campo traviesa, y no regresaría hasta el crepúsculo.

«Quizá Jojen sea un verdevidente, pero no es capaz de distinguir a un lobo de un huargo.» Se preguntó por qué obedecían tanto a Jojen. No era un príncipe como Bran, ni tampoco fuerte y grande como Hodor, ni tan buen cazador como Meera, aunque, sin entender por qué, siempre era Jojen quien les decía qué había que hacer.

—Deberíamos robar caballos, como dice Meera —apuntó Bran—, y cabalgar hasta donde están los Umber en Último Hogar. —Se detuvo a pensar un instante—. O podríamos robar un bote y navegar Cuchillo Blanco abajo hasta Puerto Blanco. Allí manda ese gordo de Lord Manderly, que se mostró tan amistoso en la fiesta de la cosecha. Quería construir naves. Quizá haya construido algunas y podamos navegar hasta Aguasdulces y traer a casa a Robb con todo su ejército. Entonces no importaría que supieran que estoy vivo. Robb no dejaría que nadie nos hiciera daño.

—¡Hodor! —masculló Hodor—. Hodor, Hodor.

Sólo a él le gustaba el plan de Bran, aunque Meera se limitó a sonreírle y Jojen frunció el ceño. No prestaban atención a sus deseos nunca, ni siquiera por el hecho de que Bran era un Stark, y además un príncipe, y los Reed del Cuello eran vasallos de los Stark.

—Hooodor —dijo Hodor, balanceándose—. Hooooooooodor, Hoooooodor, Hodooor, Hodooor, Hodooor. —A veces le gustaba hacer eso, repetir su nombre de diferentes maneras, una y otra vez. En otras ocasiones se quedaba tan tranquilo que uno olvidaba su presencia. Con él no había manera de saber nada por anticipado—. ¡Hodor, Hodor, Hodor! —gritó.