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«No va a parar», se dio cuenta Bran.

—Hodor, ¿por qué no vas fuera y te entrenas con tu espada? —le propuso. El mozo de cuadra había olvidado su espada, pero en aquel momento la recordó.

—¡Hodor! —gruñó.

Fue a buscar su arma. Tenían tres espadas que habían cogido de varias tumbas en las criptas de Invernalia cuando Bran y su hermano Rickon se escondieron de los hombres del hierro de Theon Greyjoy. Bran había cogido la espada de su tío Brandon, y Meera se quedó con la que halló sobre las rodillas del abuelo de Bran. La hoja de Hodor era mucho más antigua, una enorme y pesada pieza de hierro, embotada por siglos de olvido y marcada por el óxido. Podía pasarse horas blandiéndola sin parar. Cerca de las piedras caídas había un árbol arrancado, que había golpeado con la hoja hasta casi hacerlo trocitos.

Podían oírlo a través de las paredes incluso cuando estaba fuera.

—¡Hodor! —gritaba mientras daba espadazos al árbol. Por suerte el Bosque de los Lobos era enorme y, probablemente, no habría nadie cerca que pudiera oírlo.

—Jojen, ¿qué dijiste de un maestro? —preguntó Bran—. Tú eres mi maestro. Sé que no marqué el árbol, pero la próxima vez lo haré. Mi tercer ojo está abierto, como tú querías.

—Tan abierto que temo que te caigas dentro y vivas el resto de tu vida como un lobo del bosque.

—No lo haré, lo prometo.

—El niño lo promete. ¿Lo recordará el lobo? Tú corres con Verano, cazas con él, matas con él… pero te sometes a su voluntad más que él a la tuya.

—Es que se me olvidó, nada más —se quejó Bran—. Sólo tengo nueve años. Lo haré mejor cuando sea mayor. Ni siquiera Florian el Bufón o el príncipe Aemon, el Caballero Dragón, eran grandes guerreros cuando tenían nueve años.

—Eso es verdad —dijo Jojen—, y sería sabio decirlo si los días fueran cada vez más largos… pero no es el caso. Sé que eres un hijo del verano. Dime el lema de la Casa Stark.

—Se acerca el Invierno. —Sólo de decirlo, Bran comenzó a sentir frío.

Jojen asintió con solemnidad.

—Soñé con un lobo alado, sujeto a la tierra con cadenas de piedra, y vine a Invernalia para liberarlo. Ahora, las cadenas han desaparecido, pero no quieres volar aún.

—Enséñame entonces. —Bran temía al cuervo de tres ojos que lo acosaba a veces en sus sueños, picoteando sin parar su entrecejo y diciéndole que volara—. Eres un verdevidente.

—No —replicó Jojen—, sólo soy un chico que sueña. Los verdevidentes eran más que eso. Eran también wargs, como lo eres tú, y el más grande de ellos podía vestir la piel de cualquier bestia que volara, nadara o se arrastrara, y también podía mirar a través de los ojos de los arcianos, y ver la verdad que subyace bajo el mundo.

»Los dioses conceden muchos tipos de dones, Bran. Mi hermana es cazadora. Le ha sido concedido el don de correr muy deprisa y de quedarse tan quieta que parece que no esté. Tiene oído fino, vista aguda y una mano firme con la red y la lanza. Puede respirar cieno y volar entre los árboles. Yo no puedo hacer nada de eso, ni tú tampoco. A mí, los dioses me han dado la videncia verde, y a ti… podrías ser mucho más que yo, Bran. Eres el lobo alado y no hay manera de decir cuán lejos y cuán alto podrás volar… si tienes a alguien que te enseñe. ¿Cómo puedo ayudarte a dominar un don que no comprendo? En el Cuello recordamos a los primeros hombres y a los hijos del bosque que eran sus amigos… pero hemos olvidado muchas cosas, y otras no las hemos sabido nunca.

—Si nos quedamos aquí —dijo Meera, cogiéndole la mano a Bran—, sin molestar a nadie, estarás a salvo hasta que termine la guerra. Sin embargo, únicamente podrás aprender lo que mi hermano sea capaz de enseñarte, y ya has oído qué ha dicho. Si dejamos este lugar para buscar refugio en Último Hogar o más allá del Muro, nos arriesgamos a que nos atrapen. Sé que sólo eres un niño, pero también eres nuestro príncipe, el hijo de nuestro señor y el legítimo heredero de nuestro rey. Te hemos jurado fidelidad por la tierra y el agua, el bronce y el hierro, el hielo y el fuego. Eres tú el que se arriesga, Bran, al igual que eres tú el que posee el don. Y creo que también eres tú el que debe tomar una decisión. Somos tus servidores y acatamos tus órdenes. —Sonrió—. Al menos, en esto.

—¿Quieres decir que haréis lo que os diga? —preguntó Bran—. ¿De verdad?

—De verdad, mi príncipe —replicó la chica—, así que medítalo bien.

Bran intentó analizar el asunto de la manera en la que lo habría hecho su padre. Hother Mataputas y Mors Carroña, los tíos del Gran Jon, eran hombres fieros, pero creía que serían leales. Y los Karstark también. Bastión Kar era un castillo resistente, su padre siempre lo había dicho.

«Estaremos a salvo con los Umber o los Karstark.»

O podían dirigirse al sur, en busca del gordo Lord Manderly. En Invernalia se había reído mucho y no había mirado a Bran con tanta lástima como los otros señores. El Castillo Cerwyn estaba más cerca que Puerto Blanco, pero el maestre Luwin había dicho que Cley Cerwyn estaba muerto.

«También podrían estar muertos los Umber, los Karstark o los Manderly», comprendió. Como lo estaría él si lo atrapaban los hombres del hierro o el Bastardo de Bolton.

Si se quedaban allí, ocultos bajo la Torre Derruida, nadie los encontraría. Seguiría con vida.

«Y tullido.»

Bran se dio cuenta de que estaba llorando.

«Niño idiota», pensó de sí mismo. No importaba adónde fuera, a Bastión Kar, a Puerto Blanco o a la Atalaya de Aguasgrises, seguiría siendo un tullido. Cerró los puños con fuerza.

—Quiero volar —les dijo—. Llevadme con el cuervo.

DAVOS

Cuando subió a cubierta, la larga punta de Marcaderiva desaparecía a popa, mientras a proa Rocadragón se elevaba del mar. De la cima de la montaña salía una fina columna de humo para marcar el sitio donde se encontraba la isla.

«Montedragón está inquieto esta mañana —pensó Davos—, o será que Melisandre está quemando a alguien más.»

Melisandre había ocupado un lugar prioritario en sus pensamientos mientras la Baile de Shayala atravesaba la bahía del Aguasnegras y dejaba atrás el Gaznate, avanzando con dificultad con el viento en contra. La gran hoguera que había ardido en la cima del puesto de vigía de Punta Aguda, al final del Garfio de Massey, le recordó el rubí que ella llevaba en la garganta, y cuando el mundo se tornaba rojo a la salida y la puesta de sol las nubes pasajeras adquirían el mismo color que las sedas y satenes de sus vestidos susurrantes.

Seguramente lo estaría esperando en Rocadragón, esperándolo con toda su belleza y su poder, con su dios y sus sombras y con el rey de Davos. Hasta ese momento, parecía que la sacerdotisa roja siempre había sido leal a Stannis.

«Lo ha destrozado como un jinete revienta a un caballo. Si pudiera, cabalgaría sobre él hasta el poder; por conseguirlo entregó a mis hijos al fuego. Le arrancaré el corazón del pecho para ver cómo arde.» Palpó la empuñadura de la fina y larga daga lysena que el capitán le había dado.

El capitán había sido muy amable con él. Se llamaba Khorane Sathmantes, un lyseno como Salladhor Saan, a quien pertenecía la nave, aunque había pasado muchos años comerciando en los Siete Reinos. Tenía los ojos de aquel color azul claro tan frecuente en Lys, hundidos en un rostro curtido por la intemperie. Cuando supo que el hombre que había sacado del mar era el famoso Caballero de la Cebolla le cedió su camarote y su ropa, y le dio un par de botas nuevas que casi le quedaban bien. Insistió también en que Davos compartiera su comida, aunque eso tuvo un final poco feliz. Su estómago no toleraba los caracoles, lampreas y otros platos con salsas fuertes que tanto adoraba el capitán Khorane, y la primera vez que compartió la mesa del capitán, pasó el resto del día con la cabeza o el trasero asomados por la borda.