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Rocadragón se hacía más grande con cada golpe de los remos. Davos podía distinguir ya el contorno de la montaña y, a su lado, la gran ciudadela negra con sus gárgolas y torres en forma de dragón. El mascarón de bronce en la proa de la Baile de Shayala levantaba salpicaduras saladas al cortar las olas. Recostó el cuerpo sobre la borda, agradeciendo el apoyo. Su terrible experiencia lo había debilitado. Si estaba demasiado tiempo de pie, le temblaban las piernas, y a veces era presa de ataques de tos incontenibles, que le hacían escupir una flema sanguinolenta.

«No es nada —se dijo a sí mismo—. Seguro que los dioses no me han salvado del fuego y el mar para matarme después de tos.»

Mientras escuchaba el batir del tambor del cómitre, los chasquidos de la vela, los rítmicos crujidos de los remos y el chapoteo que hacían al entrar en el agua, recordó sus días de juventud, cuando esos mismos sonidos lo aterrorizaban en muchas mañanas brumosas. Anunciaban que se aproximaba la guardia del mar del viejo Ser Tristimun, y la guardia del mar significaba la muerte para los contrabandistas en la época en que Aerys Targaryen ocupaba el Trono de Hierro.

«Pero aquello ocurrió en otra vida —pensó—. Antes de la nave cebolla, antes de Bastión de Tormentas, antes de que Stannis me recortara los dedos. Eso fue antes de la guerra o del cometa rojo, antes de que yo fuera caballero. En aquellos tiempos era un hombre diferente, antes de que Lord Stannis me encumbrara.»

El capitán Khorane le había contado el final de las esperanzas de Stannis el día que el río había ardido. Los Lannister habían atacado sus flancos y sus inconstantes vasallos lo habían abandonado a centenares en la hora de mayor necesidad.

—También se vio la sombra del rey Renly —dijo el capitán—, dando espadazos a diestra y siniestra, al mando de la vanguardia del señor del león. Se dice que su armadura verde tomó el fulgor fantasmal del fuego valyrio y que en su cornamenta bailaban llamas doradas.

«La sombra de Renly.» Davos se preguntó si sus hijos también regresarían como sombras. Había visto demasiadas cosas extrañas en el mar para asegurar que los fantasmas no existían.

—¿Ninguno se mantuvo fiel? —preguntó.

—Unos pocos —respondió el capitán—. Los parientes de la reina sobre todo. Retiramos a muchos que llevaban el zorro y las flores, aunque muchos más quedaron en la orilla con todo tipo de blasones. Ahora Lord Florent es la Mano del Rey en Rocadragón.

La montaña se hacía más grande, coronada por un humo tenue. La vela cantaba, el tambor sonaba, los remos se movían acompasados y, al poco tiempo, la boca de la bahía se abrió ante ellos.

«Qué desierta está», pensó Davos recordando cómo había sido antes, con multitud de naves atracadas en todos los muelles y otras más allá del rompeolas que se mecían con el ancla echada. Veía la nave insignia de Salladhor Saan, la Valyria, amarrada en el mismo muelle donde la Furia y sus hermanas lo estuvieron una vez. Las naves que se encontraban a ambos lados de ella tenían también cascos lysenos a franjas. Buscó en vano una señal de la Lady Marya o de la Espectro.

Arriaron la vela cuando entraron en la bahía para llegar al muelle sólo con ayuda de los remos. El capitán acudió junto a Davos cuando estaban amarrando la nave.

—Mi príncipe deseará veros enseguida.

Cuando Davos intentó responder fue presa de un ataque de tos. Se agarró de la borda y escupió al agua.

—El rey —susurró—. Debo ver al rey.

«Porque donde esté el rey allí estará Melisandre.»

—Nadie va a ver al rey —replicó Khorane Sathmantes con firmeza—. Salladhor Saan os lo explicará. Id primero a verlo a él.

Davos estaba demasiado débil para desafiarlo. No pudo hacer otra cosa que asentir.

Salladhor Saan no estaba a bordo de su Valyria. Lo hallaron en otro muelle, a unos cuatrocientos metros, metido en la bodega de un galeón pentoshi de casco ancho llamado Cosecha generosa, revisando la carga con ayuda de dos eunucos. Uno de ellos llevaba una linterna, y el otro una tableta de cera y un estilo.

—Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve —enumeraba el viejo bribón cuando Davos y el capitán bajaron por la escotilla. Aquel día vestía una túnica color vino y botas altas de cuero blanco con filigrana de plata. Retiró el tapón de un ánfora y la olfateó—. La nariz me dice que la molienda es basta y la calidad de segunda. El manifiesto de carga dice que hay cuarenta y tres ánforas. Me pregunto dónde se habrán metido las demás. ¿Esos pentoshis creen que no sé contar? —Al ver a Davos, se detuvo de repente—. ¿Es la pimienta que me arde en los ojos o son lágrimas? ¿Es acaso el Caballero de la Cebolla quien está ante mí? No, es imposible, mi querido amigo Davos pereció en el río ardiente, todos lo dicen. ¿Por qué regresa para acosarme?

—No soy un fantasma, Salla.

—¿Y qué podrías ser? Mi Caballero de la Cebolla no estuvo nunca tan flaco ni tan pálido como tú. —Salladhor Saan se abrió camino entre las ánforas de especias y los rollos de tela que llenaban la bodega de la nave mercante, y envolvió a Davos en un abrazo arrebatador, luego le depositó un beso en cada mejilla y un tercero en la frente—. Todavía estás caliente, ser, y noto cómo late tu corazón. ¿Será posible? El mar que te tragó te ha escupido de nuevo.

Eso le recordó a Davos la historia de Caramanchada, el bufón idiota de la princesa Shireen. También había desaparecido bajo el mar y cuando salió estaba loco.

«¿También estaré yo loco?» Tosió cubriéndose la boca con la mano enguantada.

—Pasé nadando bajo la cadena —dijo—, y la corriente me arrastró hasta uno de los arpones del rey pescadilla. Hubiera muerto allí si la Baile de Shayala no me hubiera encontrado.

—Bien hecho, Khorane —dijo Salladhor Saan pasando un brazo por los hombros del capitán—. Tendrás una magnífica recompensa, deja que piense algo. Meizo Mahr, sé un buen eunuco y lleva a mi amigo Davos al camarote del dueño del barco. Dale un poco de vino caliente con clavo. No me gusta esa tos que tiene, échale también unas gotas de lima. ¡Y lleva queso blanco y un cuenco de esas aceitunas verdes que revisamos hace un rato! Davos, enseguida me reuniré contigo, tan pronto haya terminado de hablar con nuestro buen capitán. Sé que me lo perdonarás. ¡No te comas todas las aceitunas o me enojaré contigo!

Davos dejó que el más viejo de los dos eunucos lo escoltara hasta un camarote grande y lujosamente amueblado en la popa de la nave. Las alfombras eran gruesas, las ventanas tenían vidrios oscuros y en cualquiera de los tres grandes butacones de cuero hubieran cabido tres Davos con toda comodidad. El queso y las aceitunas llegaron al poco tiempo, junto con una copa de vino tinto caliente. La sostuvo entre las manos y bebió a sorbitos con gratitud. El calor se le extendió por el pecho, sedándolo.

Salladhor Saan apareció poco tiempo después.

—Tienes que perdonarme por el vino, amigo mío. Esos pentoshis se beberían sus orines si fueran tintos.

—Le vendrá bien a mi pecho —dijo Davos—. El vino caliente es mejor que una compresa medicinal, decía mi madre.

—Creo que también vas a necesitarlas. Abandonado todo este tiempo en uno de los arpones, qué horror. ¿Qué te parece ese magnífico butacón? Tiene las nalgas gordas, ¿verdad?

—¿Quién? —preguntó Davos entre dos sorbitos de vino caliente.

—Illyrio Mopatis. Una ballena con patillas, te lo aseguro. Hicieron a medida esos butacones, aunque apenas los usa, ya que casi no sale de Pentos. Un hombre obeso siempre se sienta con comodidad, creo yo, porque lleva siempre consigo un cojín no importa a dónde vaya.