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—¿Cómo has conseguido una nave pentoshi? —preguntó Davos—. ¿Te has vuelto pirata de nuevo, mi señor? —Puso a un lado su copa vacía.

—Una vil calumnia. ¿Quién ha sufrido más a manos de los piratas que Salladhor Saan? Yo sólo pido lo que me corresponde. Me deben mucho oro, sí, pero soy un hombre razonable, por lo que en lugar de monedas he recibido un magnífico pergamino, recién escrito. En él aparecen el nombre y el sello de Lord Alester Florent, la Mano del Rey. Me han nombrado señor de la bahía del Aguasnegras, y ninguna nave puede cruzar mis señoriales aguas sin mi señorial autorización, no. Y cuando esos forajidos intentan escapar de mí en la noche para evitar mis señoriales tasas e impuestos, no son más que contrabandistas, y estoy en mi pleno derecho de darles caza. —El viejo pirata se echó a reír—. Pero yo no le corto los dedos a nadie. ¿Para qué sirven unos trozos de dedos? Tomo las naves, la carga, algunos rescates… nada que no sea razonable. —Miró atentamente a Davos—. No te encuentras bien, amigo mío. Esa tos… y estás tan flaco que te veo los huesos a través de la piel. Aunque lo que no veo es tu saquito de falanges…

El antiguo hábito hizo que Davos buscara con la mano el saquito de cuero que ya no llevaba al cuello.

—Lo perdí en el río.

«Junto con mi suerte.»

—Lo del río fue atroz —dijo Salladhor Saan con solemnidad—. Incluso desde la bahía yo lo contemplaba y temblaba.

Davos tosió, escupió y volvió a toser.

—Vi arder la Betha negra y la Furia —logró decir finalmente, con voz ronca—. ¿Ninguna de nuestras naves pudo escapar al fuego? —Una parte de él todavía albergaba esperanzas.

—La Lord Steffon, la Jenna Harapos, la Espada veloz, la Señor risueño y otras que estaban corriente arriba del orine de piromantes, sí. No se quemaron, pero con la cadena levantada ninguna pudo escapar. Algunas se rindieron. La mayoría remó por el Aguasnegras y se alejó de la batalla; más tarde, sus tripulaciones las hundieron para que no cayeran en manos de los Lannister. La Jenna Harapos y la Señor risueño se dedican a la piratería en el río, tengo entendido, pero no puedo asegurar que sea cierto.

—¿Y la Lady Marya? —preguntó Davos—. ¿La Espectro?

Salladhor Saan puso una mano en el antebrazo de Davos y se lo apretó.

—No. Ésas, no. Lo siento, amigo mío. Dale y Allard eran hombres buenos. Pero puedo darte un consuelo: tu joven Devan estaba entre los que recogimos al final. Ese chico valiente no se apartó ni un momento del lado del rey, o al menos eso dicen.

El alivio que sintió fue tan palpable que casi se mareó. Había temido preguntar por Devan.

—La Madre es misericordiosa. Debo ir con él, Salla. Tengo que verlo.

—Sí —dijo Salladhor Saan—. Y querrás navegar hacia el cabo de la Ira, lo sé, para ver a tu esposa y a tus dos pequeñines. Estoy pensando que necesitas una nueva nave.

—Su Alteza me dará una —dijo Davos.

—Su Alteza no tiene naves —dijo el lyseno con un gesto de negación—, y Salladhor Saan tiene muchas. Las naves del rey ardieron río arriba; las mías, no. Tendrás una, viejo amigo. Navegarás para mí, ¿verdad? Entrarás bailando en Braavos, en Myr y en Volantis, en lo más negro de la noche, sin que te vean, y saldrás bailando de nuevo, con sedas y especias. Tendremos bien llenas las bolsas, sí.

—Eres muy amable, Salla, pero debo mi lealtad al rey, no a tu bolsa. La guerra proseguirá. Stannis sigue siendo el rey legítimo de los Siete Reinos.

—La legitimidad no ayuda cuando todas las naves arden, pienso yo. Y tu rey… pues bien, me temo que lo hallarás algo cambiado. Desde la batalla no recibe a nadie, sólo vaga por su Tambor de Piedra. La reina Selyse mantiene la corte en su lugar, con ayuda de su tío, Lord Alester, que dice ser la Mano. Ella le ha dado el sello real a su tío para todas las cartas que escribe, incluido mi precioso pergamino. Pero lo que gobiernan es un pequeño reino, pobre y rocoso, sí. No hay oro, ni siquiera una pizca, para pagarle al fiel Salladhor Saan lo que se le debe, sólo quedan los escasos caballeros que recogimos al final y no hay ninguna nave, sólo las pocas que tengo yo.

Una tos súbita e insistente hizo doblarse a Davos. Salladhor Saan se le acercó para ayudarlo, pero él lo detuvo con un gesto, y un instante después se recuperó.

—¿A nadie? —susurró—. ¿Qué quieres decir con eso de que no recibe a nadie? —El sonido de su voz pastosa le resultaba extraño incluso a él; y durante un momento el camarote pareció dar vueltas a su alrededor.

—A nadie salvo a ella —respondió Salladhor Saan, y Davos no tuvo que preguntar a quién se refería—. Amigo mío, te estás agotando. Lo que necesitas es un lecho, no a Salladhor Saan. Un lecho y muchas mantas, con una compresa caliente para el pecho y más vino con clavo.

—Me pondré bien —dijo Davos con un gesto de negación—. Dime, Salla, tengo que saberlo. ¿Sólo a Melisandre?

El lyseno lo miró detenidamente con expresión dubitativa, y siguió hablando de mala gana.

—Los guardias echan a todos los demás, incluso a su reina y su hijita. Los sirvientes llevan comida que nadie come. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. He oído contar cosas raras, de hogueras hambrientas dentro de la montaña, de cómo Stannis y la mujer roja bajan juntos para contemplar las llamas. Dicen que hay pozos y escaleras secretas que van al corazón de la montaña, a sitios ardientes donde sólo ella puede caminar sin quemarse. Es más que suficiente para aterrorizar a un anciano hasta tal punto que a veces apenas encuentra fuerzas para comer.

«Melisandre.» Davos se estremeció.

—La mujer roja es la culpable —dijo—. Mandó el fuego para que nos consumiera, para castigar a Stannis por dejarla a un lado, para enseñarle que no puede albergar esperanzas de vencer sin sus brujerías.

—No eres el primero que dice eso, amigo mío. —El lyseno escogió una gruesa aceituna del cuenco que tenían delante—. Pero en tu lugar yo no lo diría tan alto. Rocadragón está llena de hombres de esa reina. Oh, sí, y tienen buenos oídos y mejores cuchillos. —Se metió la aceituna en la boca.

—Yo también tengo un cuchillo. El capitán Khorane me lo regaló. —Sacó la daga y la puso en la mesa, entre los dos—. Un cuchillo para arrancarle el corazón a Melisandre. Si es que tiene.

Salladhor Saan escupió el hueso de la aceituna.

—Davos, mi buen Davos, no debes decir esas cosas ni en broma.

—No es ninguna broma. Tengo la intención de matarla.

«Si es que pueden matarla las armas de los mortales. —Davos no estaba muy seguro de que fuera posible. Había visto al viejo maestre Cressen poner veneno en el vino de ella, lo había visto con sus propios ojos, pero cuando ambos bebieron de la copa envenenada, fue el maestre quien murió, y no la sacerdotisa roja—. Sin embargo, un cuchillo en el corazón… dicen los bardos que el frío metal puede matar hasta a los demonios.»

—Son conversaciones peligrosas, amigo mío —lo previno Salladhor Saan—. Creo que aún no te has recuperado del mar y que la fiebre te ha calcinado el entendimiento. Lo mejor es que te metas en cama para descansar bien hasta que recuperes fuerzas.

«Hasta que mi determinación flaquee, querrás decir.» Davos se levantó. Se sentía febril y algo mareado, pero eso no tenía importancia.

—Eres un viejo bribón traicionero, Salladhor Saan, pero de todos modos eres un buen amigo.

—Entonces, ¿te quedarás con este buen amigo? —preguntó el lyseno acariciándose la puntiaguda barba blanca.