—No, me marcharé —dijo entre toses.
—¿Te marcharás? ¡Pero mira cómo estás! Toses, tiemblas, estás flaco y débil. ¿Adónde piensas ir?
—Al castillo. Allí está mi cama. Y mi hijo.
—Y la mujer roja —dijo Salladhor Saan con suspicacia—. Ella también está en el castillo.
—Ella también —repitió Davos mientras envainaba la daga.
—Eres un contrabandista de cebollas, ¿qué sabes de acechar y apuñalar? Y enfermo como estás, ni siquiera puedes sostener la daga. ¿Sabes qué te ocurrirá si te atrapan? Mientras nosotros ardíamos en el río, la reina quemaba traidores. Los llamó «sirvientes de las tinieblas», pobrecillos, y la mujer roja cantaba mientras encendían las hogueras.
«Lo sabía —pensó Davos sin sorprenderse—, lo sabía antes de que me lo contara.»
—Sacó a Lord Sunglass de las mazmorras —aventuró Davos—, y a los hijos de Hubard Rambton.
—Exacto. Y los quemó, de la misma manera que te quemará a ti. Si matas a la mujer roja, te quemarán en venganza, y si fracasas en el intento te quemarán por haberlo intentado. Ella cantará y tú gritarás, y morirás. ¡Si apenas acabas de renacer!
—Sólo por un motivo, para hacer esto. Para poner punto final a Melisandre de Asshai y a todas sus obras. ¿Por qué otro motivo me habría devuelto el mar? Conoces la bahía del Aguasnegras tan bien como yo, Salla. Ningún capitán inteligente llevaría nunca su nave entre los arpones del rey pescadilla, con el riesgo de destrozar el casco. La Baile de Shayala no debió acercarse a mí.
—El viento —insistió Salladhor Saan en voz alta—. Un viento desfavorable, eso es todo. El viento la desvió mucho hacia el sur.
—¿Y quién mandó el viento? La Madre me habló, Salla.
—Tu madre está muerta… —El viejo lyseno lo miraba atentamente.
—La Madre. Me bendijo con siete hijos, pero yo dejé que la quemaran. Ella me habló. Me dijo que nosotros habíamos convocado al fuego. Y además convocamos a las tinieblas. Yo llevé a Melisandre a las entrañas de Bastión de Tormentas y contemplé cómo paría el horror. —Aún la veía en sus pesadillas, con las manos negras y huesudas sujetando los muslos mientras aquello le salía del vientre hinchado—. Ella mató a Cressen, a Lord Renly y a un hombre valiente llamado Cortnay Penrose, y también mató a mis hijos. Ahora, ha llegado el momento de que alguien la mate.
—Alguien —dijo Salladhor Saan—. Sí, exactamente, alguien. Pero no tú. Estás tan débil como un niño y no eres un guerrero. Te ruego que te quedes, hablaremos más, comerás y quizá pongamos rumbo a Braavos y contratemos a un Hombre sin Rostro para que lo haga, ¿sí? Pero tú, no; tú debes descansar y alimentarte.
«Me está poniendo esto mucho más difícil —pensó Davos con cansancio—, y ya era bastante difícil en un principio.»
—Tengo ansia de venganza en las tripas, Salla. No me deja sitio para la comida. Déjame marchar ahora. Por nuestra amistad, deséame suerte y déjame marchar.
—Creo que tú no eres un verdadero amigo —dijo Salladhor Saan, poniéndose en pie—. Cuando estés muerto, ¿quién llevará tus cenizas y tus huesos a tu esposa, quién le dirá que ha perdido a su marido y a cuatro hijos? Sólo el triste anciano Salladhor Saan. Que así sea, valiente caballero, apresúrate hacia tu sepultura. Recogeré tus huesos en un saco y se los entregaré a los hijos que dejes detrás de ti, para que los lleven en torno al cuello, metidos en saquitos. —Hizo un ademán irritado con una mano que tenía anillos en todos los dedos—. Vete, vete, vete, vete.
—Salla… —Davos no quería marcharse así.
—Vete. Sería mejor que te quedaras, pero si quieres irte, vete.
Davos se marchó.
La caminata desde el Cosecha generosa hasta las puertas de Rocadragón fue larga y solitaria. Las calles de la zona portuaria, donde antes se veían soldados, marineros y gente corriente, estaban vacías y desiertas. Donde otras veces había tropezado con cerdos que chillaban y niños desnudos sólo se veían ratas escurridizas. Sentía las piernas como gelatina, y en tres ocasiones la tos lo sacudió con tanta fuerza que se vio obligado a detenerse y descansar. Nadie acudió en su ayuda, nadie miró ni siquiera por una ventana para averiguar qué ocurría. Las ventanas tenían los postigos cerrados, las puertas estaban atrancadas, y más de la mitad de las casas mostraba alguna señal de luto.
«Miles zarparon hacia el río Aguasnegras, y sólo retornaron unos pocos cientos —meditó Davos—. Mis hijos no perecieron solos. Que la Madre se apiade de todos ellos.»
Cuando llegó a las puertas del castillo, también las encontró cerradas. Davos golpeó con el puño la madera con remaches de hierro. Al no recibir respuesta les dio patadas una y otra vez. Finalmente, un ballestero apareció encima de la barbacana y se asomó entre dos gárgolas que sobresalían.
—¿Quién anda ahí?
—Ser Davos Seaworth, para ver a Su Alteza —exclamó Davos echando la cabeza hacia atrás y poniéndose las manos alrededor de la boca.
—¿Estáis borracho? Largaos y dejad de hacer ruido.
Salladhor Saan se lo había advertido. Davos lo intentó de otra manera.
—Mandad a buscar a mi hijo. Devan, el escudero del rey.
—¿Quién habéis dicho que sois? —preguntó el guardia frunciendo el ceño.
—Davos —gritó—. El Caballero de la Cebolla.
La cabeza desapareció, para reaparecer un momento después.
—Fuera de aquí. El Caballero de la Cebolla pereció en el río. Su nave ardió.
—Su nave ardió —ratificó Davos—, pero él sobrevivió y está ante vos. ¿Jate sigue siendo el capitán de la puerta?
—¿Quién?
—Jate Blackberry. Me conoce bien.
—No me suena. Probablemente estará muerto.
—Entonces Lord Chyttering.
—A ése lo conozco. Se quemó en el Aguasnegras.
—¿Will Caragarfio? ¿Hal el Verraco?
—Muertos los dos —dijo el ballestero, pero en el rostro se le reflejó una duda repentina—. Esperad ahí. —Desapareció de nuevo.
«Han muerto, todos han muerto —pensó Davos mientras esperaba, aturdido, recordando el enorme vientre blanco de Hal que siempre le sobresalía por debajo del jubón manchado de grasa, la larga cicatriz que un anzuelo había dejado en la cara de Will o la manera en que Jate se quitaba la gorra delante de las mujeres, fueran cinco o cincuenta, plebeyas o de noble cuna—. Ahogados o calcinados con mis hijos y otros mil más, muertos para coronar un rey infernal.»
De repente, el ballestero regresó.
—Dad la vuelta, id al postigo y os dejarán entrar.
Davos siguió las instrucciones. Los guardias que lo hicieron pasar le resultaban desconocidos. Estaban armados con lanzas, y en el pecho llevaban el blasón del zorro y las flores de la Casa Florent. Lo escoltaron, pero no hasta el Tambor de Piedra, como él hubiera esperado, sino que lo llevaron por un camino bajo el arco de la Cola del Dragón que bajaba hasta el Jardín de Aegon.
—Espera aquí —le dijo el sargento.
—¿Sabe Su Alteza que he regresado? —preguntó Davos.
—Y qué coño me importa. He dicho que esperéis.
El hombre se marchó acompañado por sus lanceros.
El Jardín de Aegon tenía un agradable olor a pino, y por todas partes crecían árboles altos y oscuros. También había rosales silvestres, altos setos espinosos y una zona más húmeda donde crecían arándanos.
«¿Por qué me han traído aquí?», se preguntó, intrigado.
Entonces oyó el tintineo de cascabeles y risas infantiles, y de repente Caramanchada el bufón salió de los matorrales arrastrando los pies tan deprisa como podía, perseguido por la princesa Shireen.
—¡Vuelve ahora mismo! —gritaba la niña—. ¡Vuelve, Manchas!