El chico miró la moneda con suspicacia, y después se fijó en los grilletes de Jaime.
—¿Por qué lleva cadenas ése?
—Maté a varios ballesteros —replicó Jaime—. ¿Tienes cerveza?
—Sí. —El chico bajó la ballesta un par de centímetros—. Quitaos los cinturones con las espadas, dejadlos caer y quizá os demos de comer. —Volvió la cabeza para mirar por los cristales de la ventana, gruesos y con forma de rombo, para ver si había alguien más fuera—. Esa vela es de los Tully.
—Venimos de Aguasdulces.
Brienne se soltó la hebilla del cinturón y lo dejó caer al suelo. Ser Cleos la imitó.
Un hombre cetrino, de rostro enfermizo y picado de viruelas, salió por la puerta que daba al sótano con una hachuela de carnicero en la mano.
—¿Sois tres? Tenemos carne de caballo suficiente para vosotros. El animal era viejo y estaba duro, pero la carne todavía está reciente.
—¿Hay pan? —preguntó Brienne.
—Pan duro y tortas de avena también duras.
—Aquí tenemos a un posadero honesto —dijo Jaime con una sonrisa—. Todos sirven pan duro y carne correosa, pero la mayoría no se atreve a decirlo con tanta claridad.
—No soy el posadero. Lo enterré ahí detrás, con sus mujeres.
—¿Los mataste tú?
—¿Te lo diría si lo hubiera hecho? —El hombre escupió—. Parece que lo hicieron los lobos, o quizá los leones. ¿Qué importa eso? Mi mujer y yo los encontramos muertos. Y por eso consideramos que ahora el sitio nos pertenece.
—¿Dónde está esa mujer tuya? —preguntó Ser Cleos.
—¿Y para qué quieres saberlo? —preguntó a su vez el hombre, mirándolo con suspicacia—. Ella no está aquí… como no estaréis vosotros tres a no ser que me guste el sabor de vuestra plata.
Brienne le lanzó la moneda. El hombre la atrapó en el aire, la mordió y se la guardó.
—Tiene más —comentó el chico de la ballesta.
—Claro que sí. Chico, baja y tráeme unas cebollas.
El muchacho se colgó la ballesta del hombro, les echó una última mirada malhumorada y desapareció en el sótano.
—¿Tu hijo? —preguntó Ser Cleos.
—Es sólo un niño que mi mujer y yo recogimos. Teníamos dos hijos, pero los leones mataron a uno, y el otro murió de colerina. Los Titiriteros Sangrientos asesinaron a la madre de ese chico. En estos tiempos, para dormir se necesita alguien que monte guardia. —Con la hachuela les indicó la mesa—. Será mejor que os sentéis.
La chimenea estaba apagada, pero Jaime eligió la silla más cercana a las cenizas y estiró las largas piernas bajo la mesa. El tintineo de las cadenas acompañaba cada uno de sus movimientos.
«Un sonido irritante. Antes de que termine todo esto, enroscaré esas cadenas en el cuello de la moza, a ver si le gusta.»
El hombre que no era el posadero asó tres enormes chuletones de caballo y frió las cebollas en grasa de cerdo, lo que estuvo a punto de compensar las tortas duras de avena. Jaime y Cleos bebieron cerveza, y Brienne tomó una copa de sidra. El chico mantuvo la distancia y se apostó encima del barril de sidra con la ballesta sobre las rodillas, cargada y lista para disparar. El cocinero se sirvió un pichel de cerveza y se sentó con sus huéspedes.
—¿Qué noticias hay de Aguasdulces? —preguntó a Cleos, tomándolo por el jefe.
Ser Cleos miró a Brienne antes de responder.
—Lord Hoster está enfermo, pero su hijo defiende los vados del Forca Roja contra los Lannister. Se han librado varias batallas.
—Hay batallas por todas partes. ¿Adónde os dirigís, ser?
—A Desembarco del Rey. —Ser Cleos se limpió la grasa de los labios.
—Entonces, sois tres tontos —resopló el anfitrión—. Lo último que escuché es que el rey Stannis está ante las murallas de la ciudad. Dicen que tiene cien mil hombres y una espada mágica.
Las manos de Jaime se cerraron en torno a la cadena que unía sus manos y la retorció, deseando tener fuerzas para partirla en dos.
«Entonces le enseñaría a Stannis dónde puede envainarse su espada mágica.»
—En vuestro lugar —siguió diciendo el hombre—, me mantendría bien lejos de ese camino real. He oído que es muy peligroso. Hay lobos y leones, y bandas de mendigos que asaltan a todo el que encuentran.
—Miserables —dijo Ser Cleos, con desprecio—. Gente como ésa no se atreverá a molestar a hombres armados.
—Con vuestro perdón, ser, pero veo sólo a un hombre armado, que viaja con una mujer y un prisionero encadenado.
Brienne clavó una mirada sombría en el cocinero.
«A la moza la irrita que le recuerden que es una mujer», reflexionó Jaime, mientras retorcía de nuevo las cadenas. Notaba los eslabones duros y fríos sobre la carne, y el hierro, implacable. Las esposas le habían despellejado las muñecas.
—Quiero seguir el Tridente hasta el mar —le dijo la moza al anfitrión—. Conseguiremos monturas en Poza de la Doncella, y cabalgaremos por el Valle Oscuro y Rosby. Eso nos mantendrá lejos de lo peor de la batalla.
—No podréis llegar a Poza de la Doncella por el río —dijo el anfitrión, negando con la cabeza—. A menos de cincuenta kilómetros de aquí, el canal está bloqueado por un par de naves que ardieron y naufragaron. Allí hay una banda de forajidos que atacan a todo el que intenta pasar, y lo mismo ocurre río abajo, en torno a las Piedras Saltarinas y la isla del Ciervo Rojo. Y también han visto por allí al señor del relámpago. Cruza el río cuando quiere y cabalga en una u otra dirección, no se queda nunca quieto.
—¿Y quién es ese señor del relámpago? —preguntó Ser Cleos Frey.
—Lord Beric, si así os gusta más, ser. Lo llaman así porque golpea con mucha celeridad, como un relámpago que cae de un cielo sin nubes. Se dice que es inmortal.
«Todos mueren cuando se los atraviesa con una espada», pensó Jaime.
—¿Sigue acompañándolo Thoros de Myr?
—Sí. El mago rojo. He oído que tiene extraños poderes.
«Bueno, tenía el poder de beber tanto como Robert Baratheon, y eran muy pocos los que podían decir eso.» En cierta ocasión Jaime había oído a Thoros decirle al rey que se había convertido en un sacerdote rojo porque las túnicas de ese color ocultaban bien las manchas de vino. Robert se había reído tanto que había escupido cerveza sobre todo el vestido de seda de Cersei.
—No seré yo quien objete —dijo—, pero quizá el Tridente no sea el camino más seguro para nosotros.
—Lo mismo opino —asintió el cocinero—. Incluso si lográis llegar más allá de la isla del Ciervo Rojo y no os tropezáis con Lord Beric y el mago rojo, aún tendríais por delante el Vado Rubí. Lo último que oí fue que los lobos del Señor Sanguijuela eran los dueños del vado, pero eso fue hace bastante tiempo. Ahora, podrían ser de nuevo los leones, Lord Beric o cualquier otro.
—O nadie —sugirió Brienne.
—Si mi señora quiere dejarse la piel ahí, yo no diré nada… pero en vuestro lugar, yo abandonaría el río y atajaría por tierra. Si os mantenéis lejos de la carretera principal y os refugiáis bajo los árboles… Bueno, de todos modos no me gustaría ir con vosotros, pero podríais tener una oportunidad contra los titiriteros.
—Necesitaríamos caballos —dijo la mujer corpulenta, dubitativa.
—Aquí hay —señaló Jaime—. Oí relinchar a uno en el establo.
—Sí —dijo el posadero que no era posadero—. Hay tres bestias, pero no están a la venta.
—Claro que no. —Jaime tuvo que reírse—. Pero, de todos modos, nos las enseñarás.
Brienne lo miró con cara de pocos amigos, pero el hombre que no era un posadero le mantuvo la mirada sin parpadear.
—Enséñamelas —dijo ella a disgusto tras un momento de silencio. Y todos se levantaron de la mesa.
No habían limpiado los establos en mucho tiempo, a juzgar por el olor. Centenares de moscas negras y gordas formaban un enjambre sobre la paja, zumbaban de cuadra en cuadra, y cubrían los montones de boñiga de caballo que había por todas partes, aunque sólo se veía a las tres bestias. Eran un trío muy desiguaclass="underline" un caballo de tiro color marrón, que se movía con lentitud; un anciano penco blanco, tuerto, y un corcel pinto color gris, muy brioso.