—Mentiras. Lady Catelyn estaba allí cuando asesinaron a Su Alteza. Ella lo vio. Había una sombra. Las velas parpadearon, el aire se enfrió y había sangre…
—Oh, qué bien. —Jaime se echó a reír—. Lo admito, sois más ocurrente que yo. Cuando me encontraron junto a mi rey muerto, no se me ocurrió decir: «No, no fui yo, fue una sombra, una terrible sombra fría». —Volvió a reírse—. Decidme, de matarreyes a matarreyes, ¿os pagaron los Stark para cortarle la garganta o fue Stannis? ¿Renly os despreció, fue eso? O quizás teníais vuestra luna de sangre. No des nunca una espada a una moza cuando está sangrando.
Por un instante, Jaime pensó que Brienne iba a golpearlo.
«Si se me acerca un paso más, le cogeré la daga de la vaina y se la clavaré en el vientre.» Puso en tensión una pierna bajo el cuerpo, listo para saltar, pero la mujer no se movió.
—Ser un caballero es un don valioso y singular —dijo—, y más aún ser un caballero de la Guardia Real. Es un don que pocos reciben, un don que tú rechazaste y mancillaste.
«Un don que anhelas con desesperación, moza, pero que no podrás tener nunca.»
—Me gané el título. No me regalaron nada. Gané un torneo a los trece años, cuando aún era escudero. A los quince, cabalgué con Ser Arthur Dayne contra la Hermandad del Bosque Real, y él me armó caballero en el campo de batalla. Fue esa capa blanca la que me mancilló, y no al revés. Así que ahorradme vuestra envidia. Fueron los dioses los que se negaron a daros una polla, no yo.
La mirada que Brienne le dedicó rebosaba aversión.
«De no ser por su preciado juramento, me haría pedazos aquí mismo —reflexionó—. Mejor, estoy harto de su patética devoción y de que me juzgue una doncella.» La moza se alejó sin añadir ni una palabra. Jaime se acurrucó bajo la capa, con la esperanza de ver a Cersei en sueños.
Pero cuando cerró los ojos, al que vio fue a Aerys Targaryen, que paseaba en solitario por el salón del trono mientras se miraba las manos arañadas y sangrantes. El idiota se cortaba constantemente con los filos y pinchos del Trono de Hierro. Jaime había entrado sigilosamente por la puerta del rey; llevaba la armadura dorada puesta y la espada empuñada.
«La armadura dorada, no la blanca, pero nadie se acuerda nunca de eso. Ojalá me hubiera quitado también la capa de mierda.»
Cuando Aerys vio sangre en la espada, preguntó si se trataba de la de Lord Tywin.
—Quiero muerto a ese traidor. Quiero su cabeza, tráeme su cabeza o arderás con los otros. Con todos los traidores. ¡Rossart dice que están dentro de las murallas! Va a darles una cálida bienvenida. ¿De quién es la sangre? ¿De quién?
—De Rossart —respondió Jaime.
Aquellos ojos violeta se abrieron como platos y la mandíbula real se descolgó del susto. Perdió el control del vientre, se volvió y corrió hacia el Trono de Hierro. Bajo las cuencas vacías de las calaveras de las paredes, Jaime arrastró por las escaleras el cuerpo del último rey dragón, que chillaba como un cerdo y hedía a letrina. Todo lo que necesitó para acabar con él fue un tajo en la garganta.
«Fue tan fácil… —recordó—. Un rey debería morir con más dignidad. —Rossart al menos había intentado pelear, aunque a decir verdad había luchado como un alquimista—. Qué raro que no preguntaran nunca quién había matado a Rossart… pero por supuesto, no era nadie, no era de noble cuna, fue la Mano durante dos semanas, otro loco capricho del Rey Loco.»
Ser Elys Westerling, Lord Crakehall y otros caballeros de su padre entraron al salón a tiempo para ser testigos de los últimos instantes, por lo que Jaime no tuvo manera de desaparecer y dejar que algún jactancioso cargara con las alabanzas o la culpa. Sería culpa, lo supo de inmediato cuando vio cómo lo miraban… aunque quizá se tratara de miedo. Daba lo mismo que fuera un Lannister o no, era uno de los siete de Aerys.
—El castillo es nuestro, ser, y la ciudad —le dijo Roland Crakehall, lo que era verdad a medias.
En aquel momento, los leales a Targaryen seguían muriendo en los peldaños de las sinuosas escaleras y en la armería, Gregor Clegane y Amory Lorch escalaban las murallas del Torreón de Maegor, y Ned Stark conducía a sus norteños a través de la Puerta del Rey, pero quizá Crakehall no lo sabía. No mostró sorpresa al encontrar a Aerys asesinado; Jaime era el hijo de Lord Tywin mucho antes de ser nombrado miembro de la Guardia Real.
—Decidles que el Rey Loco está muerto —ordenó—. Perdonad a todo el que se rinda y hacedlo prisionero.
—¿Debo también proclamar a un nuevo rey? —preguntó Crakehall.
Jaime entendió la pregunta con toda claridad: ¿será vuestro padre, Robert Baratheon, o tenéis la intención de nombrar un nuevo rey dragón? Pensó un momento en el joven Viserys, que había huido a Rocadragón, y en Aegon, el niño de Rhaegar, que se hallaba todavía en el Torreón de Maegor con su madre.
«Un nuevo rey Targaryen, y mi padre como Mano. Cómo aullarán los lobos, cómo se ahogará de rabia el señor de la tormenta.» Se sintió tentado un instante, hasta que echó de nuevo una mirada al cuerpo que yacía en el suelo en un charco de sangre cada vez mayor. «Los dos llevan su sangre», pensó.
—Proclamad a quien demonios os plazca —le dijo a Crakehall.
Entonces, subió al Trono de Hierro y se sentó con la espada sobre las piernas, para ver quién iría a reclamar el reino. Resultó ser Eddard Stark.
«Tampoco tú tienes derecho a juzgarme, Stark.»
En sus sueños, los muertos se le acercaban ardiendo, enfundados en un torbellino de llamas verdes. Jaime bailaba alrededor de ellos con una espada dorada, pero por cada uno que derribaba se levantaban dos para ocupar su lugar.
Brienne lo despertó, clavándole la bota en las costillas. El mundo aún estaba oscuro y había comenzado a llover. Desayunaron tortas de avena, pescado salado y unas zarzamoras que Ser Cleos había encontrado, y volvieron a montar los caballos antes de que saliera el sol.
TYRION
El eunuco tarareaba para sus adentros una melodía sin palabras cuando cruzó la puerta vestido con amplias túnicas de seda color melocotón y dejando a su paso una estela de fragancia a limón. Al ver a Tyrion sentado junto al fuego, se detuvo y permaneció allí sin moverse.
—Mi señor Tyrion —graznó con una risita nerviosa.
—Vaya, ¿os acordáis de mí? Empezaba a preocuparme.
—Es magnífico veros tan fuerte y saludable. —Varys le ofreció su sonrisa más devota—. Aunque debo confesar que nunca pensé que fuera a encontraros en mis humildes aposentos.
—Son humildes. En verdad, excesivamente humildes. —Tyrion había esperado a que su padre llamara a Varys antes de colarse allí para hacerle una visita. El alojamiento del eunuco era pequeño y austero, sólo tres habitaciones sin ventanas bajo la muralla norte, cómodas y acogedoras—. Esperaba descubrir enormes cestas llenas de secretos jugosos para acortar la espera, pero aquí es imposible encontrar un papel. —También había buscado salidas secretas porque sabía que la Araña tendría formas de ir y venir sin ser visto, pero tampoco había podido dar con ellas—. Había agua en vuestra jarra, los dioses son misericordiosos —prosiguió—, vuestro dormitorio no es más ancho que un ataúd, y esa cama… ¿realmente está hecha de piedra, o sólo da esa impresión?
Varys cerró la puerta y pasó el cerrojo.
—Tengo muchos dolores de espalda, mi señor, y prefiero dormir sobre una superficie dura.
—Os consideraba adicto a los lechos de pluma.
—Soy una caja de sorpresas. ¿Estáis enfadado conmigo por haberos abandonado tras la batalla?
—Eso me hizo consideraros como de la familia.
—No fue por falta de amor, mi buen señor. Tengo un espíritu muy delicado, y vuestra cicatriz es horrorosa… —Tembló con exageración—. Vuestra pobre nariz…