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—Pues no, te he despertado para que pudiéramos charlar un poco sobre su forma de vestir —dijo Tyrion, pero su sarcasmo fue inútil. Pod se limitó a mirarlo, confuso, hasta que él levantó las manos y dijo—: Sí, tráelo. Tráelo ahora mismo.

El chico se vistió presuroso y salió del dormitorio casi a la carrera.

«¿De veras soy tan horrible?», se preguntó Tyrion, mientras se ponía un batín y se servía un poco de vino.

Iba ya por la tercera copa y había transcurrido la mitad de la noche cuando Pod volvió seguido por el caballero mercenario.

—Espero que el chico tuviera un buen motivo para hacerme salir de la casa de Chataya —dijo Bronn mientras tomaba asiento.

—¿Estabas en la casa de Chataya? —preguntó Tyrion, asombrado.

—Ser caballero es estupendo. No hay que meterse en el burdel más barato de la calle. —Bronn sonrió—. Ahora Alayaya y Marei se acuestan en el mismo lecho de plumas, con Ser Bronn en el centro.

Tyrion se vio obligado a tragarse su asombro. Bronn tenía tanto derecho a acostarse con Alayaya como cualquier otro hombre, pero de todos modos…

«Por mucho que quisiera hacerlo, no la toqué nunca, pero Bronn no podía saber eso. Debió mantener su polla fuera de ella.» No se atrevía a visitar a Chataya. Si lo hiciera, Cersei se ocuparía de que su padre se enterara, y Yaya sufriría algo más que unos azotes. Para disculparse, le mandaría a la chica una gargantilla de plata y jade, y un par de brazaletes a juego, pero aparte de eso… «Esto no tiene sentido.»

—Hay un bardo que dice llamarse Symon Pico de Oro —dijo Tyrion con cansancio, dejando a un lado su culpa—. A veces toca para la hija de Lady Tanda.

—¿Qué pasa con él?

«Mátalo», debió haber dicho, pero el hombre no había hecho nada más que cantar unas cuantas canciones. «Y llenarle a Shae la cabeza de fantasías sobre palomas y osos bailarines.»

—Encuéntralo —dijo, por el contrario—. Encuéntralo antes de que otro lo haga.

ARYA

Estaba escarbando la tierra en busca de verduras en el jardín de un hombre muerto, cuando oyó la canción.

Arya se tensó, se quedó inmóvil como una estatua de piedra y escuchó sin prestar más atención a las tres zanahorias correosas que tenía en la mano. Se acordó de los Titiriteros Sangrientos y de los hombres de Roose Bolton, y un escalofrío de terror le recorrió la columna vertebral.

«No es justo, ahora que por fin habíamos encontrado el Tridente, ahora que ya casi estábamos a salvo.»

Pero ¿para qué iban a cantar los Titiriteros?

La canción llegaba hasta ella procedente del río, de más allá de la pequeña elevación que se alzaba hacia el este.

—«Voy a Puerto Gaviota, a ver a mi bella dama… Vaya, vaya, vaya.»

Arya se levantó, todavía con las zanahorias en la mano. Por el sonido, el que estaba cantando se acercaba por el camino del río. A juzgar por la expresión de su rostro, Pastel Caliente, que estaba entre los repollos, también lo había oído. Gendry se había echado a dormir a la sombra de la choza quemada y no estaba en condiciones de oír nada.

—«Le robaré un beso con la punta de mi daga, vaya, vaya, vaya…»

Por encima del suave rumor del río, a Arya le pareció escuchar también el tañido de un una lira.

—¿Has oído eso? —le preguntó Pastel Caliente en un susurro ronco, al tiempo que estrechaba contra el pecho una brazada de repollos—. Se acerca alguien.

—Corre a despertar a Gendry —le dijo Arya—. Pero sacúdelo por el hombro, nada más, no hagas mucho ruido.

Era fácil despertar a Gendry, a diferencia de lo que pasaba con Pastel Caliente, al que había que gritar y dar de patadas.

—«Descansaremos en la sombra y la convertiré en mi dama, vaya, vaya, vaya.»

La canción se oía más fuerte con cada palabra de la letra.

Pastel Caliente abrió los brazos. Los repollos se estrellaron contra el suelo con un golpe sordo.

—¡Tenemos que escondernos!

«¿Dónde?» La choza quemada y el jardín cubierto de maleza destacaban junto a las orillas del Tridente. Más arriba, en la ribera lodosa, crecían unos cuantos sauces y juncos, pero aparte de eso estaban en campo abierto. «Lo sabía, no tendríamos que haber salido de los bosques», pensó. Pero estaban tan hambrientos que el jardín había supuesto una tentación irresistible. El pan y el queso que robaron en Harrenhal se habían acabado hacía ya seis días, cuando aún estaban en lo más profundo de los bosques.

—Despierta a Gendry, coged los caballos y escondeos detrás de la choza —decidió.

Todavía quedaba un muro en pie, tal vez fuera lo bastante amplio para ocultar a dos muchachos y tres caballos. «Siempre que a los caballos no les dé por relinchar, y que al que canta no le dé por venir al jardín.»

—Y tú, ¿qué?

—Me esconderé detrás del árbol. Seguramente viene solo. Si se mete conmigo lo mataré. ¡Venga, corre!

Pastel Caliente se alejó, y Arya soltó las zanahorias y desenvainó la espada robada por encima del hombro. Se había ceñido la funda a la espalda; la espada estaba destinada a un hombre adulto, y cuando se la colgaba de la cintura iba rebotando contra el suelo.

«Además, pesa demasiado», pensó al tiempo que añoraba a Aguja, como le pasaba siempre que tenía en la mano aquel objeto tosco. Pero era una espada y servía para matar. Con eso bastaba.

Se movió con pasos ligeros hasta el sauce más viejo y grande que crecía junto a la curva del camino e hincó una rodilla en la hierba y el lodo, entre el velo de ramas.

«Eh, dioses antiguos —rezó a medida que la voz se oía más fuerte—, dioses de los árboles, escondedme y haced que pase de largo. —En aquel momento un caballo relinchó, y la canción se interrumpió de repente—. Lo ha oído —supo Arya—, pero puede que esté solo, o a lo mejor tienen tanto miedo de nosotros como nosotros de ellos.»

—¿Has oído eso? —preguntó una voz de hombre—. Me parece que hay algo detrás de aquella pared.

—Sí —respondió una segunda voz, más grave—. ¿Qué será, Arquero?

«Así que son dos.» Arya se mordió el labio. Desde el lugar donde se encontraba de rodillas no alcanzaba a verlos, se lo impedían las ramas del sauce. Pero los oía perfectamente.

—¿Un oso?

¿Era una tercera voz, o la primera otra vez?

—Los osos tienen mucha carne —dijo la voz grave—. Y en otoño con mucha grasa, además. Bien cocinada está muy buena.

—Puede que sea un lobo. O hasta un león.

—¿De cuatro patas? ¿O de dos? ¿Tú qué crees?

—Que no importa. ¿O sí?

—Que yo sepa, no. Oye, Arquero, ¿qué vas a hacer con todas esas flechas?

—Lanzar unas cuantas por encima de la pared. Sea lo que sea lo que se esconde ahí, saldrá a toda prisa, ya verás.

—Pero oye, ¿y si el que se esconde es un hombre honrado? ¿O una pobre mujer con un bebé de pecho?

—Un hombre honrado saldría y daría la cara. Los únicos que se esconden son los criminales.

—Pues no te falta razón. Venga, dispara las flechas.

—¡No! —les gritó Arya, poniéndose en pie de un salto.

Vio entonces que eran tres. «Sólo tres.» Syrio podía luchar contra más de tres, y ella tal vez podría contar con Pastel Caliente y con Gendry. «Pero no son más que muchachos, y éstos son hombres adultos.»

Eran tres hombres que viajaban a pie, con ropa embarrada y sucia por el viaje. Reconoció al que cantaba por la lira, la estrechaba contra su jubón como una madre acunaría a un bebé. Era menudo, aparentaba unos cincuenta años, tenía la boca grande, la nariz afilada y un cabello castaño que empezaba a ralear. Llevaba ropa verde descolorida y remendada aquí y allá con viejos parches de cuero, una sarta de cuchillos arrojadizos a la cintura y un hacha de leñador a la espalda.