—Has fallado —dijo.
—Peor para ti si eso es lo que piensas —dijo Anguy—. Mis flechas van adonde les digo.
—Es verdad —asintió Lim Capa de Limón.
Entre el arquero y la punta de su espada había una docena de pasos.
«No tenemos ni la menor oportunidad», comprendió Arya. Habría dado cualquier cosa por un arco como el suyo, y por tener su habilidad para manejarlo. De mala gana, bajó la pesada espada hasta que la punta tocó el suelo.
—Iremos a ver esa posada —concedió, tratando de esconder las dudas que albergaba su corazón tras una cortina de palabras osadas—. Vosotros caminad delante, nosotros os seguiremos a caballo para vigilaros.
—Delante, detrás, qué más da. —Tom de Sietecauces hizo una profunda reverencia—. Vamos, muchachos, les mostraremos el camino. Recoge esas flechas, Anguy, ya no las vamos a necesitar.
Arya envainó la espada y, siempre manteniéndose a distancia de los tres desconocidos, cruzó el camino hacia donde estaban sus amigos a caballo.
—Pastel Caliente, coge esas berzas —dijo al tiempo que montaba—. Y también las zanahorias.
Para variar, no discutió con ella. Emprendieron la marcha tal como Arya había dicho, a caballo, despacio por el camino, a una docena de pasos por detrás de los tres que iban a pie. Pero pronto se encontraron pisándoles los talones. Tom de Sietecauces caminaba despacio y le gustaba rasguear las cuerdas de la lira de vez en cuando.
—¿Os sabéis alguna canción? —les preguntó—. Daría cualquier cosa por tener alguien con quien cantar, en serio. Lim no tiene ni pizca de oído, y aquí el chico del arco sólo se sabe baladas de las Marcas, y todas tienen cien versos o más.
—En las Marcas sí que se cantan buenas canciones —señaló Anguy con voz suave.
—Cantar es una tontería —replicó Arya—. Cantando se hace ruido. Os oímos cuando aún estabais muy lejos. Os podríamos haber matado.
La sonrisa de Tom indicaba que él no opinaba lo mismo.
—Hay peores formas de morir que con una canción en los labios.
—Si hubiera lobos por aquí —protestó Lim—, nos habríamos dado cuenta. O leones. Éstos son nuestros bosques.
—Pues no sabíais que nosotros estábamos allí —dijo Gendry.
—Yo que tú no estaría tan seguro, muchacho —dijo Tom—. A veces se sabe más de lo que se dice.
—Yo me sé la canción del oso —dijo Pastel Caliente acomodándose en la silla de montar—. Bueno, un trozo.
Tom acarició las cuerdas con los dedos.
—A ver, Pastelito, vamos a ver cómo cantamos juntos. —Echó la cabeza hacia atrás y entonó—: «Había un oso, un oso, ¡un oso!, era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»
Pastel Caliente lo acompañaba con entusiasmo, incluso daba saltitos en la silla al ritmo de la música. Arya lo miró, atónita. Tenía una voz bonita, y cantaba bien.
«No le había visto hacer nada bien, excepto cocinar», pensó para sus adentros.
Poco más adelante, un arroyuelo iba a desembocar al Tridente. Cuando lo estaban vadeando, la canción hizo que un pato saliera volando de los juncos. Anguy se detuvo en el acto, se descolgó el arco, puso una flecha y lo abatió. El ave fue a caer en los bajíos, no lejos de la orilla. Lim se quitó la capa amarilla y se metió en el agua hasta las rodillas para ir a recogerla, todo esto sin dejar de quejarse.
—¿Tú crees que Sharna tendrá limones en la bodega? —preguntó Anguy a Tom mientras veían a Lim chapotear y maldecir—. Una vez, una chica de Dorne me preparó un pato con limones —recordó con melancolía.
Al llegar al otro lado del arroyo, Tom y Pastel Caliente reanudaron la canción, y Lim se colgó el pato del cinturón, bajo la capa amarilla. Sin saber cómo, las canciones hicieron que los kilómetros les parecieran más cortos. No tardaron mucho en divisar la posada, que se alzaba junto a la orilla del río, en el punto donde el Tridente describía una amplia curva hacia el norte. Al acercarse, Arya la observó detenidamente y con desconfianza. Se vio obligada a reconocer que no tenía aspecto de guarida de bandidos; parecía un lugar agradable, hasta hogareño, con las paredes encaladas, el tejado de tejas rojas y una columna de humo que se alzaba perezosa de la chimenea. Alrededor había establos y otras edificaciones, y detrás una pérgola, manzanos y un pequeño jardín. La posada disponía hasta de un embarcadero propio que se adentraba en el río y…
—Gendry —dijo en voz baja, apremiante—. Mira, tienen un bote. Podríamos ir navegando a vela hasta Invernalia. Llegaríamos antes que a caballo.
—¿Has manejado alguna vez un bote de vela? —El chico no parecía muy convencido.
—No hay más que poner la vela; luego el viento empuja.
—¿Y si el viento sopla en dirección contraria?
—Para eso están los remos.
—¿Contracorriente? —Gendry frunció el ceño—. Iríamos muy despacio, ¿no? ¿Y si se vuelca el bote y nos vamos al agua? Además, no es nuestro, es de la posada.
«Lo podríamos robar.» Arya se mordió el labio y no dijo nada. Desmontaron delante de los establos. No había más caballos, pero Arya advirtió que en muchas de las cuadras había excrementos recientes.
—Uno de nosotros debería quedarse a vigilar los caballos —dijo con cautela.
—No es necesario, Perdiz —dijo Tom que la había oído—. Entra y come, no les va a pasar nada.
—Ya me quedo yo —dijo Gendry, sin hacer caso del bardo—. Ven a sustituirme cuando hayas comido.
Arya asintió y echó a andar en pos de Pastel Caliente y Lim. Llevaba la espada en la vaina, cruzada a la espalda, y no apartaba la mano del puño de la daga que le había robado a Roose Bolton, por si no le gustaba lo que encontraba en el interior de la posada.
En el cartel pintado sobre la puerta se veía la imagen de algún rey de la antigüedad, que estaba de rodillas. Dentro se encontraba la sala común, donde aguardaba una mujer muy alta y fea, con la barbilla abultada y las manos en las caderas. La miró fijamente.
—No te quedes ahí, chico —bufó—. ¿O eres una chica? Qué más da, el caso es que me tapas la puerta. Entra o sal, pero de una vez. Lim, ¿qué te tengo dicho de mi suelo? Me lo estás manchando de barro.
—Hemos cazado un pato. —Lim lo cogió y lo sujetó ante él a modo de bandera de paz. La mujer se lo arrebató de la mano.
—Querrás decir que Anguy ha cazado un pato. Quítate las botas, ¿qué te pasa, eres sordo o sólo idiota? —Se dio media vuelta—. ¡Esposo! —llamó a gritos—. Sube ahora mismo, los muchachos han vuelto. ¡Esposo!
Por las escaleras de la bodega subió un hombre, con un delantal sucio, sin parar de gruñir. Le llegaba a la mujer por el hombro, tenía el rostro lleno de bultos, y la piel amarillenta y colgante con marcas de viruela.
—Ya estoy aquí, mujer, deja de gritar. ¿Qué pasa?
—Cuelga esto —le dijo al tiempo que le tendía el pato.
Anguy se le acercó arrastrando los pies por el suelo.
—Habíamos pensado que nos lo podríamos comer, Sharna. Con limones. Si tienes.
—Limones. ¿Y de dónde quieres que saquemos limones? ¿Qué te crees, idiota cara de pecas, que estamos en Dorne? ¿Por qué no te subes a un limonero de esos que tenemos y nos traes un celemín, y ya que estás unas buenas aceitunas y unas cuantas granadas? —Lo señaló con dedo admonitorio—. Claro que también podría prepararlo con la capa de Lim, si quieres, pero antes tendrá que estar colgado unos cuantos días. Si queréis comer, conejo o nada. Lo más rápido es conejo asado al espetón, si tenéis hambre. O también os lo puedo guisar con cerveza y cebollas.