Выбрать главу

—No sois hombres del rey —le soltó Arya apartándose de la mesa y poniéndose en pie—, sois unos ladrones.

—Si te hubieras encontrado con algún ladrón de verdad sabrías que no pagan, ni siquiera con papeles. Si os cogemos los caballos no es por nosotros, niña, es por el bien del reino, para poder desplazarnos más deprisa y pelear donde haga falta. Siempre por el rey. ¿Le dirías que no al rey si te pidiera tus caballos?

Todos la estaban mirando; el Arquero, el corpulento Lim, Esposo, con su rostro cetrino y aquellos ojillos taimados… Hasta Sharna la observaba desde la puerta de la cocina.

«Diga lo que diga se van a quedar con nuestros caballos —comprendió—. Y tendremos que ir andado hasta Aguasdulces, a menos que…»

—No queremos ningún papel. —De un manotazo, Arya le quitó el pergamino de la mano a Pastel Caliente—. Os cambiamos los caballos por ese bote que tenéis afuera. Pero sólo si nos enseñáis a llevarlo.

Tom de Sietecauces se quedó mirándola un instante. Luego torció la boca amplia y fea en una sonrisa pesarosa. Soltó una carcajada. Anguy se echó a reír también, y los demás no tardaron en imitarlos: Lim Capa de Limón, Sharna, Esposo, hasta el criado, que había salido de detrás de los toneles con una ballesta debajo del brazo. Arya hubiera querido gritarles, pero en vez de eso empezó a esbozar una sonrisa…

—¡Jinetes! —El grito de Gendry tenía el tono agudo de la alarma. La puerta se abrió de golpe y el muchacho entró—. ¡Soldados! —jadeó—. Vienen por el camino del río, son una docena.

Pastel Caliente se puso en pie de un salto y se le cayó el pichel, pero Tom y los otros no mostraron señal de sobresalto.

—Qué bien, manchándome el suelo y desperdiciando la cerveza —bufó Sharna—. Siéntate y cálmate, chico, que ya sale el conejo. Y tú también, niña. Te hayan hecho lo que te hayan hecho, ya ha pasado, ahora estás entre hombres del rey. Haremos todo lo posible por que no te pase nada.

La respuesta de Arya fue echarse la mano al hombro para sacar la espada, pero antes de que lo consiguiera, Lim la agarró por la muñeca.

—Oye, de eso nada.

Le retorció la mano hasta que soltó el puño de la espada. Tenía unos dedos duros, encallecidos, y de una fuerza aterradora.

«¡Otra vez! —pensó Arya—. Es lo mismo otra vez, igual que en el pueblo, con Chiswyck, Raff y la Montaña que Cabalga.» Le robarían la espada y volverían a convertirla en un ratón. Cerró la mano libre en torno al pichel y lo estrelló contra la cara de Lim. La cerveza salpicó los ojos del hombre, oyó el ruido de la nariz al romperse, vio manar la sangre… Él se llevó las manos a la cara, y Arya se vio libre.

—¡Corred! —gritó al tiempo que se zafaba.

Pero Lim volvió a caer sobre ella, tenía las piernas tan largas que cada una de sus zancadas valía por tres de las de Arya. Se retorció y pataleó, pero el hombre la alzó en volandas sin esfuerzo aparente y la sacudió en el aire mientras la sangre le corría por la cara.

—¡Estate quieta, estúpida! —gritó—. ¡Basta ya!

Gendry se acercó para ayudarla, pero Tom de Sietecauces se interpuso con una daga en la mano.

Para entonces ya era tarde, no podían escapar. Oyó el ruido de caballos en el exterior y también voces de hombres. Un instante después, por la puerta abierta entró un hombre, un tyroshi más corpulento incluso que Lim, con barba espesa teñida de verde en las puntas, pero ya encanecida. Tras él aparecieron dos ballesteros, que ayudaban a caminar a un hombre herido y otros…

Arya jamás había visto a un grupo tan harapiento, pero sus espadas, hachas y arcos no tenían nada de zarrapastroso. Un par de ellos la miraron con curiosidad al entrar, pero ninguno dijo nada. Un hombre tuerto con un yelmo oxidado olfateó el aire y sonrió, mientras que un arquero de pelo rubio hirsuto pedía cerveza a gritos. Tras ellos entraron un lancero con el yelmo adornado con la figura de un león, un hombre de edad avanzada que cojeaba, un mercenario de Braavos, un…

—¿Harwin? —susurró Arya.

¡Era él! Debajo de la barba y el cabello enmarañados distinguió el rostro del hijo de Hullen, que solía llevarle el poni de las riendas en el patio, justaba contra el estafermo con Jon y con Robb, y bebía demasiado cuando había un banquete. Estaba más delgado, en cierto modo parecía más duro, y mientras vivió en Invernalia no había llevado barba, pero era él, ¡era uno de los hombres de su padre!

—¡Harwin! —Se retorció y se lanzó hacia delante para liberarse de la presa de Lim—. ¡Soy yo! —gritó—. ¡Harwin, soy yo! ¿No me conoces? ¡Mírame! —Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se descubrió llorando como un bebé, como una cría idiota—. ¡Harwin, Harwin, soy yo!

Harwin le miró la cara, luego el jubón con la imagen del hombre desollado.

—¿De qué me conoces? —preguntó, desconfiado y con el ceño fruncido—. El hombre desollado… ¿Quién eres, chico, un criado de Lord Sanguijuela?

Por un momento no supo qué responder. Había tenido tantos nombres… tal vez Arya Stark no fue más que un sueño.

—Soy una chica —sollozó—. Fui la copera de Lord Bolton, pero me iba a dejar con la Cabra, así que me escapé con Gendry y con Pastel Caliente. ¡Tienes que reconocerme! Cuando era pequeña me llevabas el poni de las riendas.

El hombre abrió los ojos como platos.

—Loados sean los dioses —exclamó con voz ahogada—. ¿Arya Entrelospiés? ¡Suéltala, Lim!

—Me ha roto la nariz. —Lim la dejó caer al suelo sin ceremonias—. Por los siete infiernos, ¿quién es?

—La hija de la Mano. —Harwin hincó una rodilla en el suelo ante ella—. Arya Stark, de Invernalia.

CATELYN

«Robb.» Lo supo en cuanto oyó el coro de ladridos en las perreras.

Su hijo había regresado a Aguasdulces, y con él Viento Gris. El olor del enorme huargo era lo único que provocaba en los perros aquel frenesí de ladridos y aullidos.

«Vendrá a verme», estaba segura. Tras la primera visita, Edmure no había regresado, prefería pasar el día entero con Marq Piper y Patrek Mallister, escuchando los versos de Rymund de las Rimas acerca de la batalla del Molino de Piedra. «Pero Robb no es Edmure —pensó—. Robb querrá verme.»

Hacía días que no dejaba de llover, un aguacero frío y gris a juego con el estado de ánimo de Catelyn. Su padre estaba cada vez más débil, más delirante, sólo se despertaba para murmurar «Atanasia» y suplicar perdón. Edmure la rehuía, y Ser Desmond Grell seguía negándose a dejar que paseara por el castillo libremente, por mucho que pareciera dolerle. Lo único que la animó un poco fue el regreso de Ser Robin Ryger y sus hombres, agotados y empapados hasta los huesos. Al parecer habían regresado a pie. Sin saber cómo, el Matarreyes había conseguido hundir su galera y escapar, según le confió el maestre Vyman. Catelyn pidió permiso para hablar con Ser Robin y averiguar qué había sucedido exactamente, pero se lo negaron.

No era lo único que iba mal. El día que regresó su hermano, pocas horas después de que discutieran, Catelyn había oído voces airadas abajo, en el patio. Cuando subió al tejado para ver qué pasaba, había grupos de hombres reunidos junto a la puerta de entrada. Estaban sacando caballos de los establos, ya ensillados y con riendas, y se oían gritos, aunque estaba demasiado lejos para distinguir las palabras. Uno de los estandartes blancos de Robb estaba tirado en el suelo, y uno de los caballeros hizo dar la vuelta a su caballo para pisotear el huargo mientras picaba espuelas y se dirigía hacia la entrada. Muchos otros lo imitaron.

«Esos hombres lucharon junto a Edmure en los vados —pensó—. ¿Qué ha pasado, por qué están tan furiosos? ¿Acaso mi hermano los ha ofendido, los ha insultado de alguna manera?» Le pareció reconocer a Ser Perwyn Frey, que había viajado con ella a Puenteamargo y a Bastión de Tormentas, y también la había acompañado en el regreso, y a su hermanastro bastardo, Martyn Ríos, pero desde tanta altura no estaba segura. Por las puertas del castillo salieron cerca de cuarenta hombres, sin que ella supiera por qué.