Frente al teatro «Colón», el automóvil empezó a marchar al paso, detenido por la gente que huía del lugar de la catástrofe, asomaba por todos lados, por todas las esquinas, brotaba del suelo, llovía del aire, el pelo en flecos, la ropa en desorden, la cara descompuesta, pies y manos agotados como jirones de sus ímpetus y harapos de su miedo… salvarse… salvarse… muchedumbre que el automóvil hendía hasta parecer una bolsa entre los brazos de un inmenso río humano… salvarse… salvarse… -¡Por allí…! ¡Por allí…! -era lo único que en su fuga alcanzaban a articular… salvarse… salvarse… -¡Por allí…! ¡Por allí, por la casa del alquilador de disfraces… sí… sí… por, allí, por allí! Y al encuentro de éstos que huían fragmentando el monólogo de su asfixia.¡Sí… sí… hay muchos muertos, muchos muertos!- venían a la desesperada los que trataban de acercarse fuera como fuera al lugar de la explosión, curiosos los más, sin faltar pícaros aprovechados ni parientes de personas que habitaban por ese rumbo y corrían enloquecidas a prestar auxilio a sus familias. Choques, empellones, golpes, machucaduras, ropas desgarradas, prendas perdidas y ayes de los que se lamentaban en el suelo sin hallar misericordia, pisoteados al caer, arrastrados en seguida, muertos si no se levantaban por sus propios medios. Nadie sabía lo que pasaba. Huían unos. Acudían otros. El automóvil fue abandonado en medio de un remolino de cuerpos y cabezas y sus ocupantes, pugnando por llegar al sitio de la catástrofe, empezabaron a luchar a brazo partido contra las avalanchas humanas que les cortaban el paso por calles de puertas cerradas, largas como ataúdes. Por momentos se enrarecía la columna de tránsfugas, claros por los que precipitábanse Tizonelli y los que de sus acompañantes le seguían. Había que aprovechar a la carrera, al trote, a paso largo aquellos espacios que desaparecieron al asomar las olas de vecinos que habitaban cerca de la casa de Tamagás. Alcanzaron a salir con lo que tenían puesto, después de la explosión que derrumbó sobre ellos paredes y techos, y avanzaban sin saber cómo, desorientados, gesticulantes, buscándole relación al estar vivos sin sus cosas, cuando otros habían logrado salvar utensilios, alhajeros, juguetes, jaulas, loros, perros, gatos, gallinas…
Tizonelli inquiría a diestra y siniestra quiénes eran los muertos, pero a gente que la explosión golpeó, conmovió, sacudió, no le importaba quiénes eran los muertos, bastándoles con saber que no eran ellos, friolentos, animalizados, vivos en sus trapos, sin volver la cabeza temorosos de que se les presentaran los techos de sus casas derrumbándose entre el silencio de los que ya no lograron salir y los gritos de los heridos.
Se estaba dando el asalto. Se escuchaba el cañoneo y la fusilería al centro y sur de la ciudad que empinaba sus casas para no quedar sumida en la sombra de sus calles apagadas, mientras hubiera luz en el cielo de peltre nocturno; nubes carbonosas disgregándose al paso de los reflectores y aves fugitivas. A Tizonelli se le extraviaron sus compañeros. Su meta seguía siendo la casa del alquilador de disfraces. Pero cómo avanzar entre la multitud, la confusión, el estruendo. Avanzaba y lo retrocedían. Demudado, con una tela de llanto caliente sobre las pupilas de plomo, empezó a temer que no hubieran llegado los invitados. De haber volado con la casa del alquilador de disfraces no se estaría dando aquella batalla. ¿Por qué no le oían? ¿Por qué pasaban sin responderle? Tenía la llave del triunfo y no le escuchaban. Dejarían de resistir las bases y cuarteles que estaban resistiendo, pero que le oyeran, que le oyeran. De balde se empinaba y de balde gritaba. Había que saber si llegaron los invitados. Redujo sus pretensiones de hacerse oír de la multitud. Se orilló en una puerta a tomar aliento. Otras personas se detenían junto a él. Sintió los bultos y preguntó al tanteo: -Dígame, señora, ¿no sabe si llegó monseñor…? Joven, ¿no sabe usted si llegó el nuncio…? -¿El señor me podría decir si el presidente estaba en casa del alquilador de disfraces…? No le veían, pero- escabullíanse del refugio de la puerta, temerosos de haber dado con un loco. Y sí que tenía cara de loco, pálido, blanco, huesudo, de cabello alborotado bajo la gorra, los pantalones bombachos, los zapatos de suelas dobles, la camisa abierta mostrando la pelambre arenosa del pecho y como la risa de hielo preguntando si habían llegado los invitados. Alguien le tiró del brazo, por poco le arranca la manga del saco de jerga, y le preguntó qué fiesta tenía y quiénes eran sus invitados… -Mi fiesta -parpadeó Tizonelli-, la quema de Carne Cruda y mis invitados el señor arzobispo, el señor nuncio, el señor presidente y un incógnito yanqui con su capuchón… El que le tenía de la manga, le soltó, pero ya cuando se le había ido de la mano y perdido en la noche, se dio cuenta de que no estaba tan loco. Alguien pasó contando y pronto corrió la voz que en casa del alquilador de disfraces se hallaban entre los escombros los cuerpos de unos que se habían disfrazado de arzobispos y el de un fulano que en su afán de que no faltara detalle a su disfraz de presidente de la República hasta la banda azul y blanco tenía cruzada en el pecho.
Pero a la turba que el pavor empujaba a ponerse a salvo, sucedió el paso de los que ya sin bailar seguían adelante al ritmo del Torotumbo en la conquista de las posiciones que tenían señaladas y la voz de Tizonelli que anunciaba que no eran disfrazados los que habían muerto en el siniestro. La noticia quebró la resistencia. Los agentes de Policía se arrancaban los uniformes y los dejaban botados como disfraces. Por la 12 Avenida avanzó un tanque, disparaba en las esquinas, las calles iban quedando desiertas, acercóse, entre el temblor de las casas que trepidaban a su paso, hasta el lugar del atentado, enfocó un reflector entre los escombros, lo apagó al chocar su luz con los despojos de los que en verdad parecían disfrazados, silenció sus fuegos y desapareció. Más tarde se le vio en las cercanías de la Co mandancia de Armas, abandonado junto a los uniformes que los hombres que lo tripularon alcanzaron a quitarse y a dejar tirados en la calle, como otros tantos disfraces. Ecos de morteros. Algún retumbo de artillería. La noche titilante. Y los gritos de Tizonelli: -¡No eran disfrazados, eran ellos…! ¡No eran disfrazados, eran ellos…! ¡Yo puse la bomba en la cabeza del Diablo…! ¡Yo puse la dinamita a los pies de Tamagás…!
El pueblo subía a la conquista de las montañas, de sus montañas, al compás del Torotumbo. En la cabeza, las plumas que el huracán no domó. En ¡os pies, las calzas que el terremoto no gastó. En sus ojos, ya no la sombra de la noche, sino la luz del nuevo día. Y a sus espaldas, prietas y desnudas, un manto de sudor de siglos. Su andar de piedra, de raíz de árbol, de torrente de agua, dejaba atrás, como basura, todos los disfraces con que se vistió la ciudad para engañarlo. El pueblo ascendía hacia sus montañas bajo banderas de plumas azules de quetzal bailando el Torotumbo
«Shangri-lá», El Tigre, verano de 1955.