Al oír decir que había salido y que no estaba en su casa, el señor Estanislado se fue despegando de la puerta, poquito a poco, sin hacer ruido, y no respiró sino hasta sentirse seguro entre los disfraces buscando el más espantoso, un Diablo que parecía de carne cruda. Lo descolgó y echó sobre el cuerpecito inanimado. El mismo diablo que asustó a la indiecita, cubría ahora la total palidez de sus orejitas adornadas con cuartillos de plata, el pechito desnudo con los restos de sus sartales de cuentas de vidrio y unos como dijes de jade color de perejil atados a sus mínimas muñecas sucias de sangre y sus trapitos empapados en agua de remolacha.
Precipitadamente se volvió a su cuarto. Poner orden en su persona era lo primero. En uno de los cajones al cerrarlo, buscando ropa, se prensó una mano. Por poco se quiebra los dedos que se llevó instintivamente a la boca para chuparse el dolor. Conservaba en las uñas el olor de la pequeña. Sin zapatos, en medias para no hacer ruido, volvió de nuevo hasta la puerta. Miró por el ojo de la llave y allí estaban los compadres esperándolo, inmóviles, silenciosos, con los enormes bultos de las cosas que le habían alquilado. Por poco estornuda. Casi estornudó. Tuvo que llevarse la mano a la nariz, apretársela con todo y la boca y correr al cuarto. Eso le pasaba por andar sin zapatos. Se podría resfriar y los resfríos son las puertas de las pulmonías. Se dejó la camisa. Después de un estornudo es malo darse aire. Y sólo tenía unos abollones en la pechera almidonada. ¿Temor? ¿A quién podía temer él? Siguió cepillándose la ropa. Dueño absoluto de su casa, recinto sagrado, propiedad inviolable, si no quería no abría, aunque botaran la puerta a toquidos, y si se le daba la gana cavaba un agujero en el patio, no más grande que el indispensable para transplantar un rosal, enterraba a la pequeña, y les informaba a los compadres que allí en su casa no se había quedado, que la fueran a buscar a otra parte… Y aún más, si le daba la gana, cavaba la sepultura, podía enterrarla vestida de Rey, de Arcángel, de General, de obispo, que para eso disponía de los disfraces de todos los personajes que puedan echar tierra y olvido sobre sus víctimas, sin dejar de ser personajes, y… y… y… para eso… ni en pensamiento decirlo… oyen los huesos… y los huesos hacen ruidos que son su forma de relacionarse con otras personas… los que se aman, los que se odian, cuando están cerca, se habla, con las articulaciones… sí… sí… ni en pensamiento decirlo, para que no lo oyeran sus huesos, pero entonces, cómo pensar, sin pensar, que era miembro del «Comité de Defensa contra el Comunismo», y que esto lo ponía a cubierto de cualquier investigación de la Policía en su casa.
Recogió el sombrero y el bastón de la percha y a no perder tiempo, a salvarse por el camino que le dio la vecinita cuando informó a los compadres que seguían allí sentados, inmóviles, silenciosos, junto a los grandes bultos de cosas alquiladas para la fiesta patronal, que el señor no estaba, que ella lo había visto salir.
Atrás de su casa, cruzando un patiecito, se alzaba una pared de poca altura que caía a una hortaliza sembrada en terrenos que daban a las faldas del cerro del Carmen, predios anegadizos y con un turbio olor a aguas negras. La escaló, contando no ser visto por el propietario de la hortaliza, un italiano que a esa hora dormiría la siesta a pierna suelta, y fue a salir por detrás del templo de la Candelaria, de donde enfiló por la calle de su casa, igual que si volviera de hacer algún mandadito. Saludaba a vecinos, artesanía, vicio y harapo, que otras veces ni se dignaba alzar a ver. Convenía que se dieran cuenta de su regreso a casa. Divisó las formas blancas de los compadres frente a su puerta y estuvo a punto de volverse, de salir corriendo, asaltado por un malestar físico, ahogo, sudor, mareo. Se sobrepuso. Apretó sus hemorroides de higo. Lo único que le saltaba independiente, era el párpado. Cualquier debilidad de su carne, un soldado lo que más necesita es presencia de ánimo, perjudicaría grandemente la causa del «Comité en Defensa contra el Comunismo», del cual formaba parte, y aunque ninguno lo supiera ni lo sospechase siquiera, a la hora de un escándalo judicial por infanticidio, violación y estupro, podía revelarse aquel dato en desmedro del más alto tribunal de la república, defensa y amparo de la Patria, Familia y la Santa Religión. Se sobrepuso y lo serenó la actitud de los compadres que se acercaban a saludarlo con el sombrero en la mano, baja la cabeza, comunicándole la pena de haber extraviado en algún lugar, no sabían dónde, a la pequeña Natividad Quintuche. Venían a preguntarle si por un favor de Dios no se había quedado allí en su casa, que se hubiera dormido mientras trataban el alquiler de todo lo que iba en los dos bultos que los acompañaban.
– Ya la buscamos en la cohetería donde mercamos los cohetes y las bombas para la fiesta -dijo Melchor Natayá, el padrino.
– Y en el depósito donde dejamos pago el aguardien-
te y la cerveza -agregó con la voz baja y ansiosa el padre, Sabino Quintuche.
– Tampoco la hallamos donde el Maistro de Capilla que nos va a poner la orquesta -suspiró al decir Natayá.
– Ni en la cerería donde compramos las ceras blancas para el altar -se oyó la voz afligida de Quintuche. El señor Estanislado les dijo, ya con la llave de la puerta en la mano, disponiéndose a abrir:
– No sabría contestarles si se quedó aquí encerrada, porque saliendo ustedes y saliendo yo. Ah, pero si se quedó aquí en mi casa tengan la certeza que no le ha pasado nada. Por de pronto, nadie pudo entrar ni salir en mi ausencia, pues sólo yo tengo llave… -e hizo girar en la cerradura una verdadera herramienta y con la rodilla, aún la tenía adolorida, empujó la pesada hoja de la puerta de cedro.
– Pasen… pasen… -les franqueó el umbral hablando en voz alta a fin de que los vecinos, que estarían espiando tras las puertas y ventanas, se dieran cuenta que volvía de la calle, y ya adentro, cerrada la puerta, bajó la voz al hacer esta reflexión-: Me temo que no se haya quedado aquí, ya estaría gritando, no es para menos una criaturita sola encerrada en un caserón entre tanto horrible disfraz, horribles de verdad, porque aunque los hay muy bellos, los humanos que por naturaleza somos mal inclinados nos dejamos ganar por lo deforme, por los cuernos y colmillos de los demonios, las feroces y lascivas máscaras de los moros, y las risotadas mudas de los esqueletos que alquilo para las procesiones de Viernes Santo.
– Sólo que tal vez se haya quedado dormida… -sonajeó la voz esperanzada de Quintuche, sin más apoyo en su desconsuelo y aflicción que la cara del compadre que participaba de la misma creencia: tal vez se quedó dormida…
– Dormida… -se repitió mentalmente don Estanislado; le pesaban los pies, se le paraba la sangre, mientras les decía amablemente-: Pasen, pasen, busquen, por mí no se detengan, yo me voy a lavar las manos, siempre que vengo de la calle… (por poco dice del «Comité», tan ofuscado estaba), hago como Poncio Pilatos…