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Los compadres se quedaron mirando sin comprender, Sabino Quintuche con la cara arrugada como pepita de durazno, el pelo lacio, los ojos de chino, y Natayá, más joven, ambos vestidos de blanco, pantalón y camisola, los sombreros de hilama también blanca, en los dedos largos y delgados, y bien cuidado tuvo aquél de dirigirse hacia su cuarto, al lado contrario del lugar en que yacía el cuerpecito violado de Natividad Quintuche bajo el Diablo de Carne Cruda.

Todavía se volvió a enseñarles el camino con ademanes corteses:

– ¡Vayan! ¡Vayan por esa galería! ¡Registren bien… háganme el favor, tal vez se durmió, tal vez se durmió por allí!

Quintuche adelantóse seguido de su compadre. Procuraban no turbar el silencio de tantas cosas de su creencia allí guardadas; soles, lunas, estrellas, de su creencia de antes y de su creencia de ahora: cruces, espinas, puñales, acobardados por el temor de todo lo

que aquel mundo de artificiosidades se prestaba a la brujería, y por darse ánimo hablaron:

– Si no está aquí hay que dar parte a la Policía, no sea que le haya pasado algo… -dijo el padrino.

El amuleto de jade perejil, que llevaba en las muñequitas, me está llamando aquí -contestó Quintuche, y luego con la voz más apagada amalayó-: No sé por qué la trajimos, por qué no la dejamos con su nana…

Iban entre objetos de guerra: espadas, armaduras, lanzas, arcos, flechas, tambores, penachos de plumas verdes, corseletes, broqueles, yelmos, lorigas, orejeras con cascabeles, pelucas de largos bucles rojos y rubios, calzones de terciopelo, sombreros de tres picos, chaquetas con flecos y cordones dorados, todo lo del «Baile de la Conquista».

De un lado a otro iban los compadres buscando. No les alcanzaban los ojos para ver tanta preciosidad: casacas de zagales, coronas, mantos y cetros de Reyes Magos, cayados y sombreritos de pastores, un jumento de rígidas orejas que en la Huida de Egipto era mula y el Domingo de Ramos, asna, y la cabezota de un decapitado que su propia sangre en borbotón de lacre pegaba a un plato de cartón plateado, aparecido que los empujó hacia una claraboya por un encallejonamiento en que el grito se ahogó en sus gargantas, agarrado uno del otro para sostenerse ante el despojo ensangrentado de Natividad Quintuche cubierta por un enorme demonio.

– ¡El Diablo! ¡El Diablo…! -se volvieron gritando-. ¡El Diablos ¡El Diablo! ¡El Diablo!

El señor Estanislado se resistía a acompañarlos, pi

diendo que le explicaran qué era lo que ocurría, pero no había palabras y sin más explicación que la prisa por salvar el cadavercito, lo arrastraron de los brazos hasta el rincón en que yacía la infeliz criatura.

El alquilador de disfraces bascoso, sudoriento, se cubrió la cara con las manos convulsas.

– ¡No quiero ver! ¡No quiero ver…! -barbulló-. ¡Los únicos responsables son ustedes, desdichados! ¡Qué clase de padre! ¡Qué clase de padrino! ¡Borrachos…, desde que vinieron la primera vez les sentí el aliento aguardentoso… muy lindo, muy lindo lo que han hecho, arruinarme el negocio, porque ustedes se van a ir a la cárcel, pero yo, yo voy a quedar con el baldón de que en mi casa el demonio haya violado a una virgen!

Y mientras vociferaba alzó de sobre el cuerpo de la mujercita el enorme disfraz de Carne Cruda, con los cuernos amarillos, los ojos verdes, los colmillos blancos, rieles de los ferrocarriles de la luna, la cola y la pelambre grifas, como si la hubiera poseído.

– A éstos condenados demonios -explicó pulsándolo- sólo se les puede tener en paz rellenándolos de arena, y ni así se logra… Ayúdenme a cargarlo y verán lo que pesa-los compadres se retiraron horrorizados-, arrobas, quintales… A los ángeles y a otros inofensivos seres celestiales se les rellena de aserrín, paja, hojas de trébol o plumas como las almohadas, pero a estos demonios, diablos y satanes, arena y más arena para que no se muevan, pero, qué, se sigue moviendo como el mar que es un demonio entre la arena, y ya lo ven que pasa… ¿Qué va a ser de ustedes? ¿Qué va a ser de mí…? Bueno, ustedes se van a la cárcel, pero yo voy a perder mi negocio…

«Se dan cuenta… mi negocio… cuando salga en el periódico, cuando diga la Radio que en mi casa el Diablo violó a la pequeña Natividad Quintuche…

Los indios recogieron los despojos de la mujercita con la intención de marcharse en seguida, de salir corriendo antes que el Diablo les fuera a arrebatar el cadavercito.

– ¿Qué van a hacer con ella…? -les gritó el señor Estanislado desesperado del silencio impenetrable de los compadres que ante sus exclamaciones no hacían sino callar.

– La vamos a llevar…

– Sí, ya sé que se la van a llevar, pero lo que les pregunto es qué van a hacer con ella…

– A enterrarla… está muerta… a enterrarla en el pueblo… -contestó el padre, casi sin mover los labios, chagüitosos los ojos de lágrimas.

– ¿Y qué van a decir?

– Nada, pues, vamos a decir… que se murió no más… -Bueno, bueno… -repuso el alquilador de disfraces frotándose las manos-, así me gusta, bien pensado, enterrarla calladita la boca, pues en estos casos lo mejor es evitar… la entierran y nadie sabrá, menos por mí, que por descuido de ustedes esa criatura fue violada por el Diablo en mi casa… ni ustedes se van a la cárcel ni yo me desacredito… Pero esperen, espérense, voy a devolverles el tanto que me pagaron por el alquiler de lo que llevan para la fiesta patronal, y así algo se ayudarán en los gastos del velorio.

– ¡Dios se lo pague tu buen corazón, señor Estanislado! -corearon los compadres y Melchor Natayá, el padrino de la pequeña, recibió en sus manos el dinero, por ser él quien corría con los gastos del mortuorio.

En la túnica de un ángel color de plata celeste, sacada de uno de los bultos que cargaban, envolvieron el cuerpecito de Natividad Quintuche que empezaba a perder su rigidez y lo agregaron, como sobornal, a la carga que el padre echó a su espalda. El compadre salió siguiéndolo con el fardo de candeleros de plata y cortinas con flecos de canutillos de papel dorado. Uno tras otro hasta la puerta y de la puerta uno tras otro, sin despedirse del señor Estanislado, temerosos de que éste, al verlos fuera de su casa, los mandara presos. Huían por la acera, echados hacia la pared, en busca de protección, mas al escuchar el golpe de la puerta que el alquilador de disfraces cerró con fuerza, se tiraron al medio de la calle para correr más aprisa, silenciosos, asustados, como pájaros grandes con guarachas.

2

Una voz retumbó dentro de la casa. Venía del fondo del patio, de detrás de la tapia por donde salió a la hortaliza para salir a la calle y hacer creer a los compadres que volvía de hacer un mandado. Diríase que el Benujón Tizonelli había esperado para llamarlo con aquel vozarrón de trueno, el momento en que cerraba la puerta, satisfecho de lo bien que había salido del mal paso, con el perfecto ardid del disfraz de Carne Cruda echado sobre el cuerpecito de Natividad Quintuche. Inoportuno. ¿Qué le importaba a él que en su casa hubiera ratas? Porque a eso vendría, con la noticia de algún nuevo raticida.

Mas, el italiano, esta vez no se contentó con llamarlo y hablarle desde su hortaliza asomado al caballete. Había saltado y estaba dentro de la casa, pisoteando las alfombras de su sala con sus botas de hortalicero sucias de barro y excremento de vaca, de ese con que abonan las verduras. El señor Estanislado se precipitó a su encuentro indignadísimo, dispuesto a ponerlo de patitas

en sus lechugas, rábanos y coles, pero fue recibido por dos pupilas frías, no más grandes que dos perdigones de escopeta, redondo plomo verdoso, una sonrisa burlona y un silencio que aquél cortó con el índice para señalarle algunas pringas de sangre en el pantalón.

El alquilador de disfraces no se amilanó, un trago de saliva y a quejarse de su molesta enfermedad, casi vergonzosa, seguro de que esta vez el italiano no venía a hablarle de raticidas, sino de algún remedio infalible contra las almorranas.