– ¡Si es así, me capo las ganas de aconsejarte, ese padrecito se las trae!
– ¡Pero eso no quiere decir que desprecie tus consejos, no te amostaces! -se oyó hablando con la boca cerrada-, aunque allí en el Comité, el que en verdad lo resuelve todo es el Incógnito, un encapuchado que ni nosotros conocemos, nunca le hemos visto la cara, nunca le hemos oído la voz, por las manos se ve que es un hombre sumamente blanco, acciona como un perfecto artista de cine mudo y como tiene doble voto. a él le queda la última palabra que no pronuncia, sino da a entender subiendo o bajando el pulgar, como los romanos en el circo.
– ¡Ya lo sabía! -exclamó Carne Cruda.
– ¿Lo conoces? -acercóse al muñecón de cuernos amarillos, ojos verdes y colmillos blancos, su precioso cómplice.
– Mejor que él mismo…
– ¡Dime entonces quién es! ¡Dímelo, Carne Cruda! ¡Dime quién es ese encapuchado personaje que preside el Comité!
– ¿No crees que es alguien que está cerca de aquí?
– ¿Qué…? -saltó Tamagás a esconderse tras los faldones del Diablo-. Si es así estoy perdido, pero no, no puede ser, por eso no habla, para que no le oigamos su acento extranjero, por eso no escribe, porque no sabe español, y por eso sabía que yo era miembro del Comité aunque de ser así, ¿para qué me iba a pedir las listas si él las conocía mejor que yo?, ¿para tenerme agarrado…?
Una risotada lo hizo huir. ¿Quién se reía…?
No era Tizonelli… no era el Diablo… era él que se carcajeaba de haber creído por un momento que el encapuchado podía ser el calabrés.
3
El italiano trabajaba de noche un poco al tacto y un poco a la luz de un farol cuya palidez no alcanzaba a iluminar los rostros aún más pálidos de los parientes de los denunciados a quienes mandaba a llamar y daba la noticia de que iban a ser presos si no escapaban a tiempo. Entre arriales de verdura iba y venía el farolito cuidando también de la legumbres humanas.
Otras noches lo acompañaba el cielo. Inmensos astros, dorados astros rutilantes, pedazos de fuego del azur dormido a sus espaldas curvadas sobre la tierra hediendo al estiércol del abono, mal olor que él borraba o empeoraba con el humo de su cachimba, fumaba un tabaco que apestaba a diablo, o peéndose estrepitosamente como buen comedor que era de repollo y nabos crudos. De vez en vez, en lo mejor de la faena, levantaba los ojos para indigar si andaba el rehilete de la bomba de agua que giraba a oscuras con el susurro de un ciego que pide limosnas al viento para trocar su soplo hilado o retaceado en redondas monedas de agua anillada al remover el pozo, agua que llenaba los depósitos, de donde, siempre con sonido (le líquido amonedado, bajaba por tuberías a las tomas de riego y de las tomas a los sembrados, y de los sembrados al mercado, y del mercado a sus bolsillos en forma de dinero, de monedas que conservaban su sonido de agua. Estrellas, faenas, encadenamientos sutiles que turbaban sus manotazos al espantarse los mosquitos, la planta de su bota sobre un gusano o el golpe con la azada a la lombriz de tierra multiplicada en agonía de eses enloquecidas, a los cascarudos, de difícil despene, o la rabieta, acompañada de seculares blasfemias, contra la gallina ciega tan imagen de la muerte en su apariencia de estar dormida. Pero disgustos, cóleras, cansancio, todo le pasaba en las almácigas, contemplando los transplantes o viendo sus plantas ya derechitas en los arriates, ora casacas de color oscuro con botonaduras de colitos de Bruselas, ora las grandes coles maternales, esponjosas, echadas como gallinas, ora los repollos machos, más altos y más gallos, ora el atropello sanguinolento de las hojas de la remolacha, o las puntillas de brisa verde de las hojas de las zanahorias, o las lechugas formadas con las lenguas del espíritu santo verde, caídas calcañales por dejar el farol e ir a oscuras en busca de un trabajito para salvar alguna legumbre humana. Desde que Tamagás empezó a pasarle las listas de los denunciados ante el Comité que la Policía debía capturar. Tizonelli trabajaba de noche, con gran escándalo de la mayoría de sus hijas, todos los demás eran casados y vivían cada cual con su cada cual y los puños de nietos en sus casas, y gran escándalo de su mujer a quien el hueco del suo marito en la cama le adelantaba una viudedad molto gelata.
– ¡Dios se lo pague…! ¡Dios se lo premie…! ¡Dios se lo ha de devolver…! -con estas palabras sencillas llegaban a agradecerle mujeres que parecían venir desde el principio del mundo chapoteando lagunas de llanto-. Sí, señor Tizonelli, gracias- a su favor lo sacamos a tiempo y cuando llegó la Policía ya no estaba… registraron la casa a falta de arrancar los ladrillos… ¡Cómo pagarle, cómo pagarle, señor Tizonelli…!
El calabrés rehuía los agradecimientos moviendo la cabeza de un lado a otro, vagos los ojitos de posta de escopeta, ligeramente verdes, plomizos, apretados los dientes para morder la cachimba con un movimiento de músculos que se le regaban en manada de leones de los parietales a las mandíbulas. Hueso, pellejo, músculo y bravura de nieto de un voluntario de Garibaldi, cuya blusa roja guardaba.
Y así pasaba las noches, yendo y viniendo con su farolito, bajo cielos de astros que presidían la diaria fragmentación del hombre, de las familias, de los pueblos, de las ciudades. El objeto es perseguirse. Se persiguen como si nunca hubieran soñado, se decía Tizone111, los que tienen pesadillas realizan sus persecuciones dormidos, apuñalan, muerden, ahorcan, destruyen, trituran…
Pero algunas noches se hundían en su espalda los dedos de la risa reída, del llanto llorado, del sinvergüenza de Tamagás. Le venía a ver, soslayando peligros, al amparo de las sombras, y le encontraba sembrando sus verduras y con su consabido grito de ¡Viva Garibaldi…! -¡Es un crimen, crimen de lesa patria, crimen de lesa humanidad, lo que estamos haciendo, Tizonelli, dejando ir a tanto comunista bandido!
– ¡Crimen de leso dólar, Tamagás! -le contestaba Tizonelli-, porque ninguna de esas personas son de ese partido y…
– ¡Hoy, hoy es el último día -se ahogaba don Estanislado al formular la amenaza-, el último día, advertido, ¿eh?, porque no puedo más, ésta es la última lista de denuncias que te entrego!
– Y hoy el último día de libertad de su merced. Cuando me dio la primera lista, fue su último día de libertad.
– ¿Por qué Tizonelli?
– Porque me la dio por escrito. ¡Tanto mejor, dije yo, este hombre ya está en mis manos! Me la da de memoria y entonces no tengo cómo acusarlo, no tengo pruebas, don Estanislado Tamagás. Ahora, si no cumple tendrá que responder del delito de violación, estupro, asesinato de la piccola Natividad Quintuche, y deslealtad e infidencias al Comité de Defensa…
– ¡Tizonelli…! -le mostró la cara pavorida, suplicante, a la luz de las estrellas, a falta de caerse, sin saber ya ni dónde ponía los pies.
– ¡Tamagás…, su merced ha perdido la cabeza! ¡Cómo pretende no cumplir su palabra!
– ¡Tizonelli, lo he perdido todo, no sólo la cabeza! ¡Entre los miembros del Comité nos miramos en una forma tan aflictiva, queriéndonos penetrar uno al otro, adivinarnos los pensamientos, succionarnos los registros mentales, para descubrir quién de todos es el que está faltando al secreto jurado sobre los Evangelios, la
Cruz y la Espada del Coronel! ¡Cunde la desconfianza, Tizonelli!
– ¿De quién es del que más dudan?
– Tanto como decir de quién, no es posible, pues cada uno duda de los demás y todos dudamos de todos…
– Pero alguno sufraga mayores sospechas…
– Y no soy yo, por fortuna…
– Lo suponía, quién no sabe que es usted solo, apartado de relaciones. Se sospecha de la gente con nexos… pero de un hongo…
– Yo te pediría, Tizonelli, que tuvieras piedad de mí, que dejáramos pasar siquiera quince días sin evadidos, al menos sin evadidos de importancia. Sé que están presos el Secretario del Comité y dos pobres empleadas y que los han flagelado y torturado, colgándolos de sus partes a él y a ellas de los senos, por creerles culpables de las denuncias. Sé que en la Policía hubo detenciones y suplicios… Buscan… buscan, Tizonelli, y encontrarán… nos pinzaran… nos echarán la mano al cuello y tras la mano, la soga… Pero hay algo de última hora que me reservaba y que te hará apiadarte de mí… ¡No nos escaparemos si insistes en que te siga dando las listas…! Ahora las denuncias van directamente a las manos del Comité, ya no las ven ni el secretario ni las empleadas, van directamente a manos del padre Berenice, gran espulgador de anónimos, y él las comunica a todos en el más absoluto secreto… Nadie más que nosotros sabe ahora quiénes son los sospechados y a quiénes se va a capturar…