– Pero ya me dijo su merced que está libre de toda
sospecha y eso basta… -en la sombra, las pupilas del calabrés a la luz del farol tenían el peso del desprecio que se va volviendo de plomo.
– ¡Piedad! ¡Piedad…! ¡Sin más ojos que los del Comité que ve las listas, pronto nos descubrirán, Tizonelli!
– Ya veremos, dijo un ciego que no venía niente, y así decimos nosotros, ciegos ante el futuro y queriendo ver…
– Podríamos fugarnos… -propuso el alquilador de disfraces, después de un largo silencio-, yo tengo dinero, mucho dinero, ir a tu patria, quiero conocer Itália, antes de que me ahorquen.
– La persona que sirve en un Comité como ése de «Defensa contra el Comunismo», está bien servida si la ahorcan, don Estanislado.
Su resolución estaba tomada. Se despidió del calabrés que seguía acuclillado cerca del farol, histriónico, hediendo a tabaco y a vino, ya para el aliento convertido en vinagre estomacal, y a saltos, trepando y bajando por la pared medianera, se perdió en su mundo de personajes solemnes, de mascarones terroríficos, de suavísimos ángeles incoloros en la media luz de una lámpara antigua de vidrio granizado.
Carne Cruda, con sus retorcidos colmillos blancos, rieles de los ferrocarriles de la luna, recibía la iluminación de abajo arriba y se miraba exageradamente grande, más cornudo y más risueño, y con los ojos más endemoniados que los de los otros demonios.
Debía consultarle, pegar la cara a sus faldellines colorados, a su rabo peludo, a sus garras, y preguntarle si convenía hacer lo que pensaba. Pero no se atrevía a formular su pensamiento en voz alta, aun allí a solas con su Diablo.
– Acusar… acusar al italiano por anarquista, ateo; comunista garibaldino, póquer en mano, y siendo él miembro del Comité, se haría reservar el caso, a fin de poderlo extrañar del país o sepultarlo en una mazmorra, siempre y cuando el cónsul aceptara que podía hacerse así, sin dejarlo comunicarse con nadie, ni con él, por tratarse de un agitador peligrosísimo, o un agente de enlace… ya buscaría…
Se fue a la cama y su cabeza se revolvió, como un. molinillo en chocolate, toda la noche. ¿Convenía o no acusar a Tizonelli antes de que se descubriera que era él quien le proporcionaba las listas, los nombres que figuraban en las denuncias?
Nunca sudó tanto ni tragó tanta saliva como el día siguiente, cuando a puertas de sótano cerrado, el padre Berenice leyó en voz alta el nombre de un tal Benujón Tizonelli, acusado de actividades rojas, y acto continuo por voto unánime se ordenó su captura inmediata.
Su obligación era ponerlo sobre aviso y lo llamó a su casa. Lo que esperaba Tamagás hacía mucho tiempo, venía a cumplirse al final de un terrible convenio a favor del cual se fugaron muchos hombres y mujeres que denunciados por rojos comunistas ante el Comité y advertidos por el calabrés del riesgo que corrían, se los tragaba la tierra antes de ser capturados.
– Ni me fugo ni me escondo, don Estanislado -dijo el italiano-, eso sería descubrir nuestro juego. El que ha hecho la denuncia puede ser uno de los del Comité
que de acuerdo o no con los otros está tratando de poner a prueba a su merced. Esta mañana, sin ir muy lejos, mientras usted estaba sesionando, vino la Policía y registró todos sus papeles, sus pocos libros y los disfraces…
– ¿No sabrán lo de la pequeña?
– No, señor, cómo se van a andar registrando papeles y libros, cuando se investiga una violación… -¡Ya desconfían de todo el mundo, Tizonelli! -Pues lo que es yo, esperaré a la Policía, me llevarán preso y en esta forma quedará entre nosotros el por dónde llegaban las noticias de las denuncias… ¡Ah, pero eso sí, su merced; como vecino mío, aliviará mi encierro y evitará que me torturen, porque en el tormento soy capaz de hablar!
Tufo a estiércol, olor a tabaco, hedentina a hombre sudado en el trabajo dejó Benujón en la sala de Tamagás.
– Adiós… -pasó despidiéndose de Carne Cruda, borrosa mancha roja a la luz de la lámpara que hacía miopes las tinieblas.
4
El cuerpecito de Natividad Quintuche, violada y muerta por el Diablo en casa del alquilador de disfraces, iba de sobornal sobre la carga de máscaras y vestidos de todos colores que llevaba a la espalda su padre Sabino Quintuche que no paraba de trotar, y de trotar, y de trotar, para perder la conciencia en la fatiga física, para olvidarse de lo que le venía corroyendo el alma: volver al pueblo con su muchachita como iguana que se desangra muerta… ¡ay, Dios mío! ¡ay, Dios mío…! y la pena mayor del turbión que se vendría si no se bailaba el Torotumbo indispensable en este caso de virgen violada por el Diablo, si querían salvarse las poblaciones de la maleza lujuriosa, de la espina y la seca.
Las comadres recibieron el cuerpecito de Natividad Quintuche, con los ojos de frijol negro fritos en lagrimones brillantes, lagrimones que se tragaban, no había por qué acabar de enfriarle la carne al angelito, antes de que se le pusieran las alas para que volara al cielo. Y, además, en lugar de las lágrimas la estaban bañando en agua de sal. Después de este primer baño que repitieron, el agua salía sanguinolenta, la secaron con algodón vidrioso de nopal caliente, arrancado de los candelabros verdes de las nopaladas a la hora de mediodía. Luego fue sumergida en un segundo baño de cal y piedra lumbre para que enjutara del todo. La secaron con traposanto. Y en seguida en un tercer y último baño de agua tibia perfumada con azahares de naranjo dulce. La secaron con algodón silvestre. Luego vino el peinarla con aceite y ámbar y el regar sobre su cuerpecito esencias aromáticas y pimienta negra, lo único de luto, para conservarla. Ya le ponen la camisita, los calzoncitos, ya la túnica cerrada por detrás, color de perla vieja, ya las sandalias plateadas que de poco le servirán, hizo su tránsito por la tierra sin conocer zapatos, con los pies descalzos, y ya tiene a la espalda del esplendor de las alas de cartón plateado para volar al cielo luciendo en la frente una corona de flores de papel, en las manos cruzadas una hoja de palma y en los labios, una flor natural, el saludo de su boca de criatura terrestre para los ángeles de Dios.
Del techo, entre mazorcas de maíz agarradas de las hojas como serafines de Maíz-dios y humo de incienso y pom quemados en braseros, simulando nubes, pendía Natividad Quintuche, que ya no era ella sino un angelito, sin que su madre la pudiera llorar por temor a volverle agua las alas, ni su padre y su padrino dejaran de rociar el rancho, machete en mano, dispuestos a medirse con el Diablo donde lo encontraran.
– ¡Venado de cristal del aire -invocaban-, ayúdanos, pobrecita la muchachita, el diablo fue a quitar su plorcita!
– ¡Venado de cristal del aire, ayúdanos, pobrecita la muchacha, el diablo le fue a quitar su plorcita!
– ¡Di, por qué, Colibrí, no la perforaste tú con tu dardo de amor, de chupamiel, de picaflor! ¡Di por qué, Colibrí!
– ¿Di, por qué, Zarespino, no la perforaste tú con una de tus espinas calcinantes? ¿Di, por qué, Zarespino?
Y éste fue el comienzo. Allí, aquella noche de sangre golpeada, de tierra golpeada, de agua golpeada, de fuego golpeado, empezó como un sueño, el baile de los estandartes verdes a lo largo de territorios de lagunas blancas. Bailaban con caras de pumas, jabalíes, dantas, monos, chacales, perros mudos. Sobresalían las aplastadas máscaras, sin mentón, de los pitones, y las cornamentas de los enmascarados toros bravos, en cientos, en miles de pezuñas bailando entre el polvo y el humo de la hogaza que soltaban los testuces. Bailaban, bailaban, bailaban. El Torotumbo extendía desde el rancho del Angelito que violó el Diablo y volaba al cielo, sus ríos de bailarines. Los que lo bailaban, todos los que se sentían toros lo bailaban, subían a saludar al Angelito y a pregonar su prosapia de muy hombres, de muy machos, de muy gallos, de muy toros, todos los que se sentían toros lo bailaban, toros toronegros, toros torobravos, toropintos, hijos de la vaca brava, nietos de la vaca pinta, toros torotumbos dispuestos a medirse con el Diablo. Bailaban, bailaban, bailaban… Este fue el comienzo. El golpe fue el comienzo. El golpe en el cuero, en la madera, en la piedra tundidos para acompañar el desdoblamiento de los bailarines que se movían a través ' de jaulas de cornamentas que ellos mismos se formaban con los brazos y de las que escapaban a saltos de pies tan diminutos que podían calzarse con ajíes. Bailaban, bailaban… Sudor de fiesta. Ríos de agua de caña. Zigzagueaban las calles, giraban las plazas, hormigueaba el aire y se oían los cohetes con ruido de meada de toro, ichessss, subir y estallar sobre los cielos cobalto. Bailaban, bailaban, bailaban… De pueblo en pueblo, el cuerpecito de la mujercita que violó el Diablo y volaba al cielo convertida en ángel, atraía más y más bailarines, y a sus vestiduras iban prendiendo listones de todos colores, escritos con los pedidos que le hacían a Dios las familias, las cofradías, los municipios, y que ella se encargaría de entregar en propias manos. La llevaban en hombros, izada en una escalera sobre un altar portátil en forma de anda, los horripilantes trágicos lampiños que en lugar de pestañas, tenían espinas en las máscaras y en lugar de manos, garras rasguñadoras, garras con las que cuidaban que no ensuciaran ni rompieran el traje del Angelito los que se acercaban a besarlo, a saludarlo, a pregonar su prosapia de muy hombres, de muy machos, de muy toros. Bailaban, bailaban, bailaban… Baile de montañas, árboles y gentes verdes, pintadas de verde, caras y cabellos verdes, verdes las vestimentas y las calzas verdes, vegetación andante a la que se mezclaban toros de cornamentas de oro, fragmentos de una inmensa noche negra que avanzaba sobre cascos de ceniza de estrellas, y bailarines reidores de caras pintadas con rayas transversales azules y amarillas, bocas postizas con cascabeles en lugar de dientes o como tajadas de sandías mostrando risas de pepitas negras, gotas de tiniebla que recordaban la causa de aquel reír de duelo y aquel bailar interminable como un castigo del que por momentos sólo quedaba vivo el tamborón de cuero con pelo y el hueco de tun envuelto en cáscara de serpiente de madera. Bailaban, bailaban, bailaban…