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Los barrios populares de la capital se disponían a recibir al Torotumbo con baile, tertulia, café con pan, cigarrillos, copas de aguardiente, juegos de prendas, pero como los pobres ni de sus fiestas son dueños, algún estudiante lo supo, llevó el soplo a sus compañeros y por novelería de muchachos ansiosos de jugar al carnaval disfrazados de mamarrachos y hambre de diversiones, la ciudad entera se aprestó a recibir a los «encamisados», como los llamaba la «gente bien», con el beneplácito de los folkloristas que veían en aquella turba de desaforados una afirmación de la nacionalidad y algo digno de ser presentado a los turistas, el disgusto de los católicos que encontraban en aquel mitote resabios de la más cruel idolatría y la anuencia del Gobierno por ser siempre de buena política distraer al populacho.

Para el negocio de don Estanislado Tamagás, el Torotumbo fue baile de «perlas redondas», como él decía trabucando en su entusiasmo y ambición lo de «negocio de perlas» y «negocio redondo». Por una vez en su vida alquilaría todos los disfraces, la demanda era mucha, menos el de Carne Cruda, que, por ser su protector, no era negociable.

Tizonelli había vuelto a su hortaliza después de chuparse algunos días de prisión, pero como no vendía nada, el motivo de su carceleada destiñó sobre sus verduras en el barrio y las locatarias en el mercado se encargaron del resto -¡no sólo por fuera son rojos sus rábanos!, le gritaban-, vino en ayuda del alquilador de disfraces que no se daba alcance, desbordado por la clientela, hasta dar la impresión de tullido, de atolondrado, de ido entre los que se arrebataban los vestidos y máscaras de la eterna farsa, frasecita que repetía el italiano, suspirador como cantante sin contrato, cada vez que pasaba por sus manos el envoltorio de uno de los personajes de la Comedia del Arte.

– Sólo el disfraz de Carne Cruda no se alquila -dijo Tizonelli-, entra y sale gente y ninguno se atreve con él…

– ¡Es que no está en alquiler! -le cortó Tamagás, el párpado zurdo saltándole sobre la fría lámina del ojo represo.

– E, cómo?

– Sería el hombre más ingrato, Tizonelli… -Sería cuestión de precio, don Estanislado… -Por ningún dinero. Recuerda que me prestó un gran servicio. Si no es él, qué les hubiera dicho al padre y al padrino de la pequeña, cómo se hubiera podido explicar…

– En eso tiene razón, y como no ha habido muchos que lo soliciten…

Al irse Benujón y cerrar el negocio, Tamagás se acercó a Carne Cruda que se iba quedando solo. Lo abrazaba y le decía:

– ¿Qué te importa, Carne, que gente con alma de payaso, de cura, de militar, prefieran esos disfraces? ¡Te luciré yo, yo, yo que no te vendí el alma, que te la compré, que tengo el orgullo de haberte comprado para mi servicio…!

En la puerta de su casa fijó un cartelito que decía «Ya no hay disfraces», en la esperanza de que no tocaran más, que lo dejaran en calma contar los harapos verdes de ese gran disfraz que ahora usa el dinero y que se llama papel moneda. Pero de nada sirvió. Seguían toca que toca, ya que cliente que llegaba hasta la puerta, no se conformaba con el cartelito, entraba a indagar personalmente si todo se había alquilado, a ofrecer el doble, el triple, por cualquier disfraz, sin encontrar otro que el de Carne Cruda, colgado del pescuezo, balanceándose a la luz de la claraboya. Algunos clientes animosos, lo pedían para probárselo. Pero, ¿qué pasaba? Si el aspirante era alto, Carne Cruda se encogía, y el disfraz le quedaba corto, si era bajo, Carne Cruda se alargaba, y el disfraz se volvía enorme, si gordo, Carne Cruda enflaquecía y él disfraz se volvía espárrago, si flaco, Carne Cruda se esponjaba y el disfraz se volvía globo, encogerse y dar de largo, chuparse y ensancharse que acabó con el gusto de Tamagás, el gusto con que contaba los dineritos por bienes que volverían a su casa, después de haber sido usados, pues eran alquilados dejando depósito. Recapacitó. Lo mejor era probárselo. Salir de dudas. Saber si le.venía. El párpado y el acobardado corazón le saltaban al enfundárselo y por poco se desmaya, al sentir que a él, le quedaba como mandado a hacer sobre medida. No se preguntó por qué. No se contestó por qué. Pregunta y respuesta eran la misma cosa. Si Tizonelli, con su silencio, lo salvó de ir a la cárcel, únicamente Dios podía salvarlo de Carne Cruda. Y cómo obtener la ayuda divina… sólo confesando su crimen…

Febril, ligero de pasos a pesar de los años y las almorranas, saltándole el párpado del ojo izquierdo como si tocara a rebato, sin pausa el corazón, arrancó el sombrero y el bastón de la percha y ya iba hacia la pared medianera para saltar como cuando Natividad Quintuche, pero rectificó sus pasos y por la puerta que cerró con dos vueltas de llave, dejaba el dinero sin guardar, causa de ese diablo crudo, marchó hacia la sede secreta del Comité, donde el padre Berenice abría por las tardes los sobres de las denuncias, en su mayoría anónimas, trabajo que realizaba con el cuidado con que una actriz vieja se maquilla, encerrado en su cuartito que era algo así como su camerino.

– ¡Confesión…! ¡Confesión…! -entró gritando Tamagás.

Al padre Berenice se le fue la sangre de la cara, más pálido que pálido contra la sombra de su barba azul mal destroncada ese día, conmovido hasta los talones de los pies encerrados en sus zapatos de piel de becerra. Lo que siempre sospechó le iba a ser revelado; el infidente, el perjuro en el Comité, el judas Iscariote, el que proporcionaba las listas de los sospechosos que debía capturar la Policía, estaba a sus pies.