Echóse hacia atrás separándose de la mesa en que estaba acodado leyendo y ordenando las denuncias, técnico y gran sepultador de anónimos, recogióse la sotana como si le dieran asco las rodillas del penitente, y se preparó a escuchar la confesión.
Los labios del alquilador de disfraces apenas lograron formar los vocablos del «Yo pecador…» El padre Berenice, ya en su papel de confesor, no obstante la repugnancia que le inspiraba aquel individuo, revelador de los secretos del Comité, le puso la mano en el hombro y le paladeó al oído:
– Cálmese, hijito.
La decisión de Tamagás era simple: vomitarle al confesor que había violado y matado a Natividad Quintuche y la forma en que había burlado a la justicia; pero ya cuando olió la sotana y olió al padre en su fuerte sudor humano, le confesó que no tenía paz ni reposo desde que en su casa ocurrió un hecho extraño, creíble sólo porque él lo había visto. Unos compadres llegaron a sus «alquileres» para la «Fiesta de Morenos», acompañados de una indiecita que se quedó dormida en su negocio. Ni los compadres ni él que salió tras ellos por un asunto del Comité, se dieron cuenta; pero vuelto él de la calle, se encuentra a los compadres esperándolo a la puerta, entran y qué descubren, a la pequeña de ocho años de edad, muerta, violada por el Diablo que, cuando ellos entraron, aún estaba sobre ella, convertido en una simple máscara y un disfraz demoníaco. Convencí a los compadres, devolviéndoles el dinero que me habían pagado por los «alquileres», que no dijeran nada, que se la llevaran a su pueblo y la enterraran, que todo quedara entre nosotros, temeroso de que al calor del escándalo fuera a descubrirse que yo era miembro del Comité y esta santa institución sufriera algún desmedro en su autoridad.
– Pero se da el caso -terminó Tamagás, el párpado ya no saltaba, ametrallaba- que ahora que se han alquilado todos los disfraces para el Torotumbo, el único mamarracho que no se alquila es el de ese mismo Diablo; y no porque no lo quieran, se lo prueban, pero a los gordos les queda angosto, holgadísimo a los flacos, corto a los altos, largo a los bajos…
– ¿Y es el disfraz del que violó a la pequeña el que se encoge y se estira, se agranda y se achica, imagen del malvado instrumento de su crimen?
– Sí, padre…
– ¿Y fue una indiecita la víctima propiciatoria? -Sí, padre…
Terminada la retahíla de culpas menores que el penitente suelta al final de la confesión, no sabiendo de dónde arrancarse más pecados, el padre Berenice, con reserva expresa de la absolución, le invitó a conversar particularmente del' asunto, ayudándolo a levantarse, pues Tamagás seguía postrado, curvado, yerto bajo el peso de la traición a su amigo que ya bastante castigo tenía con ser el Rebelde, paró que viniera él, ingratitud de las ingratitudes, a cambio del servicio que le hizo, a acusarlo ante el tribunal de Dios, de violación y asesino. Le crujieron las rodillas al ponerse de pie y sentarse de lado por las almorrabiosas en la silla que le ofrecía el sacerdote.
– Nada sucede sin los designios de la Providencia, don Estanislado, y su arrepentimiento, aunque tardío,
de ocultar un hecho diabólico que tiene sus antecedentes en los íncubos y súcubos, permitirá al «Comité de Defensa contra el Comunismo», un gran acto expiatorio… -paladeó la palabra antes de preguntar a Tamagás si el muñeco era rojo.
– Sí, padre, rojo…
– ¿Rojo, rojo, rojo? -insistió removiéndose en la silla.
– Sí, padre, rojo, rojo…
– La mano de Dios lo dispone todo. Nos daremos el lujo de quemar al Diablo…
– Pero, padre -interrumpió Tamagás-, ésa no sería ninguna novedad, y si se hace público, para qué guardé el secreto tanto tiempo.
– No me ha dejado explicarme. No se trata de quemar un Diablo de cohetería, sino la quema del Diablo Rojo, del que pone en la mano del terrorista la bomba, del que dinamita los edificios, descarrila trenes, inventa huelgas, subvierte el orden, el mismo que entre nosotros violó y ensangrentó a una indiecita… que… ¿quién era…? ¿quién es, don Estanislado, esa indiecita…? Recapacite, reflexione, piense un poco a quién estamos defendiendo nosotros y verá en seguida que esa indiecita era la Patria violada y ensangrentada por el Comunismo…
– Sí, sí, la Patria… -repitió Tamagás, no muy convencido de lo que oía, resistiéndose a pasar de violador de una indiecita que fue para él como una gallina más, á violador de su adorada Patria.
– Y si es así -siguió el sacerdote-, autorizado por usted puede el Comité celebrar secretamente en su casa,
para que no se haga público, un auto de fe en el que entregaremos al fuego purificador la terrible encarnación demoníaca del comunismo que violó y ensangrentó a nuestra indiecita casi ante los ojos de uno de los miembros del Comité, y en su casa para mayor escarnio. Déjelo todo por mi cuenta, don Estanislado. Invitaremos a altas autoridades de la Iglesia y el Gobierno y al nuncio Apostólico para que nos honren con su presencia, ya que en esta forma, en efigie, basándonos en un hecho cierto que configura un símbolo, entregaremos a las llamas al comunismo violador de nuestra Patria.
Tamagás no tuvo valor de volver a su casa en seguida, deambuló por las calles, y al llegar, ya muy de noche, refundióse en su cuarto cerrada la puerta con llaves y trancas. En algún lugar cerca de allí pendía del techo, colgado de la nuca, Carne Cruda, con sus ojos verdes, sus cuernos amarillos, sus dientes blancos rieles de los ferrocarriles de la luna, y el pelo grifo.
Despertó al día siguiente ya entrada la mañana. Se había quedado vestido tirado en la cama. La luz del sol y los ruidos de la calle, por donde pasaban turbas vocingleras y músicas al encuentro del Torotumbo, le animaron a salir de su cuarto, era ridículo estar bajo llave y atrancado en su propia casa, cuando si Carne Cruda, Carne Cruda, ¡Dios mío con sus equivocaciones!, hubiera querido le pide cuentas anoche mismo, y lo único que le quedaba, en todo caso, era ir y prevenirle que pesaba sobre él la amenaza de ser lanzado… ja… ja… ja…, reía, a las pobres llamas del padre Berenice, que en manera alguna podían amedrentar al que se tostaba en los fuegos del infierno… ja… ja… Se lo contaré a Tizonelli… no… ¡Dios guarde…!, pero a quién otro se lo podía contar…
Nadando su lengua contra la babosidad helada que llenaba la boca, al solo asomar el italiano, a quien llamó a gritos a través de la tapia, le refirió que el padre Berenice preparaba un gran auto de fe, en la cual quemarían a Carne Cruda, encarnación diabólica del comunismo, violador de la pequeña…
– ¿De la povarella? -interrumpió Tizonelli.
– ¡Qué povarella! -gritó Tamagás-. Eso vimos, Tizonelli, pero no fue ella la violada, sino la Patria… El Diablo Rojo violó a…
– Pero se olvida, don Estanislado, que el verdadero violador no ha sido el Diablo, sino su merced…
A la indita, sí, yo… -gritó contrariado-, yo, yo… Quieres que te lo repita más, pero a la Patria fue Carne Cruda, el Diablo Rojo del Comunismo. Una cosa trajo otra, yo era miembro del Comité y por eso fui tentado, sucumbí a mis deseos y encarné en la realidad el símbolo de la bestia cruda saciando sus instintos en la pequeña Patria, en la indiecita descalza…
– ¡No comprendo! ¡No comprendo niente…! -se agarraba Tizonelli la cabeza.
– ¡Ya comprenderás! ¡Ya comprenderás! El auto de fe será aquí en la casa.
– ¿Aquí…? -Tizonelli se soltó la cabeza.
– Sí, aquí, qué de extraño tiene, y asistirán, además de mis colegas del Comité, el señor arzobispo, el nuncio de Su Santidad, y el presidente Libereitor de la Re pública.