Robert Jordan
Brandon Sanderson
Torres de medianoche
Para Jason Denzel, Melissa Craib, Bob Kluttz, Jennifer Liang, Linda Taglieri, Matt Hatch, Leigh Butler, Mike Mackert, y a todos los lectores que a lo largo de los años han hecho a La Rueda del Tiempo parte de sus vidas, y al hacerlo, han hecho de la vida de los demás mejor.
Pronto se hizo evidente, incluso dentro del stedding, que el Entramado se estaba debilitando. El cielo se oscureció. Nuestros muertos aparecieron, de pie en círculos fuera de las fronteras del stedding, mirando hacia adentro. Más preocupante, los árboles cayeron enfermos y ninguna canción los sanaba.
Fue en este momento de dolor que me acerqué al Gran Tocón. Al principio, se me prohibió, pero mi madre, Covril, exigió que tubiera mi oportunidad. No sé que provocó su cambio de opinión, ella misma había argumentado muy decisivamente por lo contrario. Me temblaban las manos. Yo sería el último orador, y la mayoría parecía que ya habian tomado su decisión de abrir el Libro de Traslación. Me consideraban una idea de último momento.
Y sabía que si no hablaba de verdad, la humanidad se quedaría sola para hacer frente a la Sombra. En ese momento, mis nervios desaparecieron. Sólo sentía quietud, un calmo sentido de propósito. Abrí la boca, y empecé a hablar.
Prólogo
Distinciones
Los cascos de Mandarb marcaban un ritmo familiar en el terreno accidentado. Lan Mandragoran cabalgaba hacia su muerte. El aire seco le provocaba escozor en la garganta y el suelo estaba salpicado de cristales de sal que salían a la superficie después de desecarse bajo tierra. La infección se hacía patente en las manchas de unas formaciones rocosas de color rojizo que se alzaban hacia el norte. Eran marcas de la Llaga, provocadas por un oscuro liquen que se iba propagando.
Siguió cabalgando hacia el este, en paralelo a la Llaga. Todavía estaba en Saldaea, donde su mujer lo había dejado cumpliendo así —por un mínimo margen— su promesa de llevarlo a las Tierras Fronterizas. La calzada por la que marchaba se extendía ante él desde hacía mucho tiempo. Le había dado la espalda veinte años atrás, cuando había accedido a ir con Moraine, pero siempre supo que regresaría. Eso era lo que significaba llevar el nombre de sus padres, la espada que le colgaba de la cintura y el hadori ceñido a la frente.
Aquella parte del norte de Saldaea se conocía como Landas de Proska, y era un sitio lúgubre por el que viajar, un lugar donde no crecía una sola planta. Soplaba un viento del norte que arrastraba consigo un hedor repulsivo, como el de una profunda y sofocante ciénaga henchida de cadáveres. En lo alto, el cielo tormentoso estaba oscuro, encapotado.
«Esa mujer», pensó Lan al tiempo que meneaba la cabeza. Qué deprisa había aprendido Nynaeve a hablar y pensar como una Aes Sedai. El hecho de que estuviera cabalgando hacia su muerte no lo afligía, pero saber que ella temía por su suerte… Eso sí que dolía. Muchísimo.
Hacía días que no veía a nadie. Los saldaeninos tenían fortificaciones más al sur, pero la zona que atravesaba estaba surcada por barrancos quebrados que dificultaban los asaltos a los trollocs, y éstos preferían atacar en las cercanías de Maradon. Lo cual no era motivo para relajarse. Uno no debía bajar nunca la guardia estando tan cerca de la Llaga. Se fijó en la cumbre de una colina; aquél sería un buen sitio para tener un apostadero. Lo observó con atención, pendiente de cualquier indicio de movimiento. Sin apartar la mano del arco, dio un rodeo a una depresión del terreno, en prevención de que hubiera atacantes emboscados. Cuando estuviera viajando un poco más hacia el este, cortaría a través de Saldaea y cruzaría Kandor por las estupendas calzadas que había por allí. Después…
Un poco de grava rodó ladera abajo en alguna colina cercana.
Con mucho cuidado, Lan sacó una flecha de la aljaba que llevaba colgada en la silla de montar. ¿De dónde provenía el sonido?
«De la derecha», decidió para sus adentros. Del sur. De la colina que se encontraba en aquella dirección; alguien se aproximaba por detrás del cerro.
Lan no frenó a Mandarb, porque hacer cambiar el ritmo de los cascos sería tanto como poner sobre aviso a quien se acercaba. Notando el sudor de los dedos dentro de los guantes de piel de cervato, alzó el arco sin hacer movimientos bruscos. Encajó la flecha y tensó la cuerda a la par que la subía hasta la mejilla, aspirando el olor a resina y a plumas de ganso…
Alguien apareció rodeando la falda de la colina. El hombre se quedó petrificado, y el viejo rocín de carga que lo seguía —con la crin enmarañada— llegó junto a él, lo sobrepasó, y sólo se detuvo cuando el ronzal que lo sujetaba por el cuello se puso tirante.
El hombre vestía una camisa marrón claro cerrada con lazos y unos pantalones polvorientos. Llevaba espada a la cintura y tenía los brazos fuertes y musculosos, pero su aspecto no era amenazador. De hecho, a Lan le resultaba familiar.
—¡Lord Mandragoran! —exclamó el hombre, que echó a andar con premura y tiró del ronzal del caballo para que lo siguiera—. Por fin os encuentro. ¡Había dado por hecho que viajaríais por la calzada de Kremer!
—¿Te conozco? —inquirió Lan, que bajó el arco e hizo parar a Mandarb.
—¡Traigo víveres, milord! —El cabello oscuro y la piel curtida del hombre sugerían que tenía ascendencia fronteriza. Siguió adelante, en exceso ansioso y dando tirones al sobrecargado jamelgo con la mano de gruesos dedos—. Imaginé que no llevaríais suficiente comida. Y tiendas, traigo cuatro, por si acaso. También algo de agua. Forraje para los caballos, y…
—¿Quién eres? —inquirió Lan con brusquedad—. ¿Y cómo sabes quién soy yo?
El hombre se frenó en seco.
—Soy Bulen, milord. De Kandor, ¿recordáis?
De Kandor… A Lan le vino a la memoria la imagen de un joven y desgarbado chico de los recados. Para su sorpresa, advirtió el parecido.
—¿Bulen? ¡De eso hace veinte años, hombre!
—Lo sé, lord Mandragoran, pero en palacio corrió la voz de que la Grulla Dorada ondeaba de nuevo y supe lo que tenía que hacer. He aprendido a manejar bien la espada, milord. Vengo para cabalgar con vos y…
—¿Dices que la noticia de mi viaje ha llegado hasta Aesdaishar?
—Sí, milord. El’Nynaeve se presentó ante nosotros, ¿sabéis? Y nos contó lo que habíais hecho. Hay más gente reuniéndose, pero yo me adelanté porque sabía que necesitaríais provisiones.
«Condenada mujer», pensó Lan. ¡Y encima le había hecho jurar que aceptaría a aquellos que quisieran cabalgar con él! Bien, pues, si ella hacía malabarismos con la verdad, él también sabía hacerlos. Había dicho que aceptaría a quien deseara «cabalgar» con él; ese hombre no iba montado y, en consecuencia, no incumplía su promesa si rechazaba su compañía. Una diferencia insignificante, pero los veinte años pasados con las Aes Sedai le habían enseñado un buen número de cosas en cuanto a ser prudente con lo que uno decía y cómo lo decía.
—Regresa a Aesdaishar y explícales que mi esposa se equivocó, que no he enarbolado la Grulla Dorada —declaró.
—Pero…
—No te necesito, hijo. Vete.
Lan tocó con los talones los ijares de Mandarb para que reanudara la marcha, y dejó plantado al hombre en la calzada. Durante unos segundos creyó que éste obedecería su orden, aunque eludir un juramento le producía remordimientos de conciencia.
—Mi padre era malkieri —dijo Bulen a su espalda.
Lan no se detuvo.
—Murió cuando yo tenía cinco años —añadió Bulen, alzando la voz—. Se casó con una kandoresa. Los dos murieron a manos de unos forajidos. Apenas los recuerdo, pero sí me acuerdo de que mi padre me dijo que algún día lucharíamos por la Grulla Dorada. Eso es todo cuanto me queda de él.