—Sí, supongo que podría entenderse así.
La marcha a través del pantano se la habían sugerido sus exploradores. Ahora lo entendía Galad; había sido una táctica para retrasarlos, una forma de que Asunawa se le adelantara. La marcha también había dejado agotados a sus hombres, en tanto que la fuerza de Asunawa estaba descansada y lista para la batalla.
Una espada chirrió al deslizarse en la vaina. Sin volverse, Galad alzó una mano.
—Paz, Hijo Byar.
Tenía que ser él quien hubiese desenvainado el arma; para descargarla contra Barlett, casi con seguridad. Tal vez todavía podía salvarse algo en este desastre. Galad tomó una decisión con rapidez.
—Hijo Byar e Hijo Bornhald, quedaos conmigo. Trom, tú y los otros capitanes haced que los hombres salgan en filas a campo abierto.
Un grupo numeroso de hombres del frente de la fuerza de Asunawa había emprendido galope, colina abajo. Muchos lucían el báculo de pastor de los interrogadores. Podrían haber atacado en la emboscada y matar al grupo de Galad con rapidez. Sin embargo, enviaban un grupo para parlamentar. Era una buena señal.
Reprimiendo un gesto de dolor por la pierna herida, Galad montó. Byar y Bornhald hicieron lo propio y lo siguieron hacia campo abierto, con el ruido de los cascos ahogado por la espesa y amarillenta hierba. Asunawa en persona se encontraba en el grupo que se aproximaba. Tenía las cejas espesas y canosas, y estaba tan delgado que parecía un muñeco hecho con palos y tela atirantada sobre ellos para imitar piel.
Asunawa no sonreía. Rara vez lo hacía.
Galad frenó el caballo delante el Inquisidor Supremo. Asunawa se encontraba rodeado por una reducida guardia de sus interrogadores, pero también lo acompañaban cinco capitanes, con todos los cuales Galad había tenido trato o a cuyas órdenes había servido durante el corto tiempo que llevaba en la asociación de los Hijos.
Asunawa se inclinó hacia adelante en la silla de montar y entrecerró los ojos hundidos.
—Tus rebeldes forman en filas. Diles que se retiren u ordenaré a mis arqueros que disparen.
—Imagino que debes conocer las reglas de un combate formal. ¿Dispararás flechas sobre hombres mientras forman en filas? ¿Dónde dejas el honor? —instó Galad.
—Los Amigos Siniestros no merecen trato de honor. Ni piedad —barbotó el Inquisidor Supremo.
—¿Así que nos acusas de Amigos Siniestros? —preguntó Galad mientras hacía girar un poco a su montura—. ¿A la totalidad de los siete mil hombres que estaban a las órdenes de Valda? ¿Hombres junto a los que han servido, comido y combatido hombro con hombro tus soldados? ¿Hombres por los que velabas tú mismo hace menos de dos meses?
Asunawa vaciló. Tachar de Amigos Siniestros a siete mil hombres sería ridículo, significaría que, de los Hijos que quedaban, dos de cada tres se habían pasado a la Sombra.
—No. Quizá sólo los han… guiado mal. Es posible que incluso un buen hombre se desvíe a caminos tenebrosos si sus cabecillas son Amigos Siniestros.
—Yo no soy Amigo Siniestro. —Galad le sostuvo la mirada al Inquisidor Supremo.
—Sométete a mi interrogatorio y demuéstralo.
—El capitán general no se somete a nadie. En nombre de la Luz, te ordeno que capitules.
Asunawa se echó a reír.
—¡Hijo, te tenemos con un cuchillo al cuello! ¡Esta es tu oportunidad de rendirte!
—Golever —dijo Galad, dirigiéndose al capitán situado a la izquierda de Asunawa; era un hombre larguirucho, barbudo, un tipo duro donde los hubiera, pero justo—, dime, ¿los Hijos de la Luz se rinden?
—No lo hacemos —respondió el capitán al tiempo que negaba con la cabeza—. La Luz nos hará salir victoriosos.
—¿Y si nos enfrentamos a un enemigo en clara desventaja?
—Seguimos luchando.
—¿Aunque estemos cansados y doloridos?
—La Luz nos protegerá. Y, si ha llegado nuestra hora, que así sea. Llevémonos por delante a tantos enemigos como sea posible —dijo Golever.
Galad se volvió de nuevo hacia Asunawa.
Verás que me encuentro en un dilema. Luchar es permitir que nos taches de Amigos Siniestros, pero rendirnos es faltar a nuestros juramentos. Por mi honor como capitán general, me es imposible aceptar cualquiera de esas dos opciones.
La expresión del Inquisidor Supremo se tornó sombría.
—Tú no eres el capitán general. Él está muerto.
—A mis manos —ratificó Galad mientras desenvainaba la espada y la sostenía ante sí de forma que las garzas brillaron con la luz—. Y empuñó su espada. ¿Niegas que tú mismo presenciaste mi enfrentamiento con Valda en justo combate, tal como lo prescribe la ley?
—Según la ley, quizá, pero yo no llamaría a eso un combate justo. Recurriste a los poderes de la Sombra; te vi envuelto en oscuridad a pesar de que lucía el sol, y te vi marcado en la frente el Colmillo del Dragón. Valda no tenía la menor oportunidad.
—Dime, Harnesh, ¿la Sombra es más fuerte que la Luz? —preguntó Galad, que se volvió hacia el capitán situado a la derecha de Asunawa.
Era un hombre bajo y calvo al que le faltaba una oreja, perdida durante un enfrentamiento con Juramentados del Dragón.
—Por supuesto que no —respondió el hombre, que escupió hacia un lado.
—Si la causa del capitán general hubiera sido honorable, ¿habría salido derrotado por mí en un combate teniendo la Luz por testigo? Si yo fuera un Amigo Siniestro, ¿habría estado a mi alcance matar al mismísimo capitán general?
Harnesh no respondió, pero era tan evidente lo que opinaba que fue como si Galad pudiera leerle el pensamiento. La Sombra podría mostrarse fuerte en ocasiones, pero la Luz siempre ponía al descubierto sus artimañas y las destruía. Sí, era posible que todo un capitán general cayera a manos de un Amigo Siniestro; eso era factible que le ocurriera a cualquier hombre. Pero ¿en un duelo delante de otros Hijos? ¿En un duelo de honor, con la Luz como testigo?
—A veces, la Sombra despliega astucia y fuerza, y mueren hombres buenos —interrumpió Asunawa antes de que Galad tuviera ocasión de hacer más preguntas.
—Todos sabéis lo que hizo Valda. Mi madre está muerta. ¿Alguna objeción a mi derecho a desafiarlo?
—¡Como Amigo Siniestro que eres no tienes derechos! No parlamentaré más contigo, asesino.
Asunawa agitó una mano y varios de sus interrogadores desenvainaron las espadas. De inmediato, los compañeros de Galad hicieron lo mismo. A su espalda, el joven capitán general oyó a sus cansadas tropas cerrar filas con premura.
—¿Qué será de nosotros, Asunawa, si luchan Hijos contra Hijos? No me rendiré y tampoco te atacaré, pero quizá podríamos reunificarnos. No como enemigos, sino como hermanos que han estado separados durante un tiempo —dijo en voz queda Galad.
—Jamás me asociaré con Amigos Siniestros —fue la respuesta del Inquisidor Supremo, aunque sus palabras sonaron indecisas.
Mientras observaba a los hombres de Galad, Asunawa comprendió que ganaría la batalla, pero si los hombres de Galad se mantenían firmes, la victoria sería muy costosa en vidas. Ambos bandos perderían miles de hombres.
—Me rendiré, con ciertas condiciones —manifestó Galad.
—¡No! —exclamó Bornhald tras él, pero Galad levantó una mano y lo hizo callar.
—¿Qué condiciones? —inquirió Asunawa.
—Jurarás por la Luz, y con los capitanes aquí presentes como testigos, que no harás daño, no interrogarás ni condenarás de otra manera a los hombres que me han seguido. Sólo hicieron lo que creían que era correcto.
Asunawa entrecerró los ojos y apretó los labios hasta reducirlos a una fina línea.
—Eso incluye a mis compañeros, aquí presentes —agregó Galad, mientras señalaba con la cabeza a Byar y a Bornhald—. Todos los hombres, Asunawa. Ninguno de ellos ha de ser sometido a interrogatorio.
—¡No puedes poner semejantes cortapisas a la Mano de la Luz! ¡Eso les daría carta blanca para buscar a la Sombra!
—¿Quieres decir que sólo es el miedo al interrogatorio lo que nos mantiene en la Luz, Asunawa? ¿Los Hijos no son valerosos y fieles?