Asunawa se quedó callado y Galad, sintiendo el peso del liderazgo, cerró los ojos. Cada instante que el Inquisidor Supremo se quedara sin saber qué decir, aumentaba las posibilidades de negociación en favor de sus hombres. Abrió los ojos.
—La Última Batalla se aproxima, Asunawa. No hay tiempo para andar con altercados. El Dragón Renacido camina por el mundo.
—¡Herejía! —clamó Asunawa.
—Sí. Y también verdad —apuntó Galad.
Asunawa rechinó los dientes, aunque pareció tomar en consideración la oferta.
—Galad, no lo hagas, podemos luchar —pidió en voz baja Bornhald—. ¡La Luz nos protegerá!
—Si luchamos, mataremos a hombres buenos, Hijo Bornhald —respondió sin volverse a mirarlo—. Cada golpe de nuestras espadas será un golpe a favor del Oscuro. Los Hijos son la única institución fiable que le queda al mundo. Se nos necesita. Si es mi vida lo que se exige a cambio de la unidad, que así sea. Creo que tú harías lo mismo.
Galad buscó los ojos de Asunawa y le sostuvo la mirada. El Inquisidor Supremo parecía insatisfecho y vaciló un instante antes de hablar:
Prendedlo. Informad a las tropas que termina el estado de alerta y que he tomado bajo mi custodia al falso capitán general para interrogarlo a fin de determinar la magnitud de sus delitos. Corred también la voz de que quienes lo han seguido no serán castigados ni interrogados.
Después, Asunawa hizo volver grupas a su caballo y se alejó.
Galad dio vuelta a la espada y se la entregó a Bornhald.
—Regresad con mis hombres y contadles lo que ha ocurrido aquí. Y no los dejéis luchar ni que intenten rescatarme. Es una orden.
Bornhald lo miró a los ojos y después, despacio, tomó la espada. Por último, saludó.
—Sí, milord capitán general.
Tan pronto como dieron media vuelta para alejarse, unas manos bruscas asieron a Galad y lo desmontaron con violencia de Tenaz. Soltó un gemido ahogado al golpearse en el suelo con el hombro herido, lo que le ocasionó una punzada en el torso. Trató de incorporarse, pero varios interrogadores desmontaron y volvieron a derribarlo.
Uno lo obligó a seguir tendido en el suelo pisándolo en la espalda, y Galad oyó el chirrido metálico que hizo un cuchillo al salir de la vaina. Le arrancaron la armadura y la ropa cortándolas.
—No te cubrirás con el uniforme de un Hijo de la Luz, Amigo Siniestro —le dijo al oído un interrogador.
—No soy un Amigo Siniestro —refutó Galad con la cara pegada contra la hierba—. Jamás diré tal mentira. Yo camino en la Luz.
Esa afirmación le valió una patada en el costado, a la que siguió otra, y una tercera. Galad se hizo un ovillo mientras gemía, pero siguieron cayéndole golpes.
Por fin, se sumió en la inconsciencia.
El ser que en otro tiempo había sido Padan Fain caminó colina abajo. Los matojos parduscos crecían en rodales irregulares, como el vello en las mejillas de un mendigo.
El cielo estaba negro. Una tempestad. Eso le gustaba, aunque detestaba al causante.
Odio. Era la prueba de que seguía vivo, la emoción que le quedaba. La única. No podía quedar nada más.
Consumidor. Estimulante. Hermoso. Cálido. Violento. Odio. Maravilloso odio. Era la tormenta la que le daba fuerzas, el propósito que lo motivaba. Al’Thor moriría. A sus manos. Y después, quizá, el Oscuro. Maravilloso.
El ser que había sido Padan Fain toqueteó su hermosa daga y tanteó los relieves del labrado en la exquisita empuñadura dorada. Un enorme rubí remataba el pomo; llevaba el arma desenvainada en la mano derecha, sujeta de manera que la hoja se extendía entre los dedos pulgar e índice. Los lados de esos dedos tenían docenas de cortes.
La sangre goteaba por la punta de la hoja y caía en los matojos. Puntos carmesí para animarlo. Abajo, rojo; arriba, negro. Perfecto. ¿Sería su odio lo que causaba esa tormenta? Tenía que serlo. Sí.
Las gotas de sangre caían al lado de las manchas oscuras que aparecían en hojas muertas y tallos a medida que avanzaba más y más al norte, adentrándose en la Llaga.
Estaba loco. Eso era una buena cosa. Cuando uno aceptaba la locura dentro de sí, la abrazaba y la bebía como si fuera luz del sol o agua o el propio aire, entonces se convertía en parte de uno. Como una mano o un ojo. Uno veía gracias a la locura. Uno asía cosas con la locura. Era maravilloso. Liberador.
Por fin era libre.
El ser que había sido Mordeth llegó al pie de la colina y no volvió la cabeza para mirar la masa grande y purpúrea que había dejado en lo alto del cerro. Resultaba muy complicado matar a los Gusanos como era debido, pero algunas cosas había que hacerlas de forma correcta. Era el principio fundamental del asunto.
Saliendo de la tierra, arrastrándose, la niebla había empezado a seguirlo. ¿Esa niebla era producto de su locura o lo era de su odio? Le resultaba muy familiar. Se le enroscaba alrededor de los tobillos y le lamía los talones.
Algo se asomó por detrás de otra colina cercana y después reculó con rapidez. Los Gusanos morían haciendo mucho ruido. Los Gusanos lo hacían todo con mucho ruido. Una manada de Gusanos era capaz de destruir un ejército entero. Cuando uno los oía, lo mejor era marcharse por el lado contrario, deprisa. Claro que podría ser beneficioso enviar exploradores a fin de observar la dirección que llevaba la manada para no seguir adelante y tropezarse otra vez con ellos en otra parte.
Así pues, el ser que había sido Padan Fain no se sorprendió cuando, al girar por la ladera de la colina, se topó con un nervioso grupo de trollocs dirigidos por un Myrddraal.
«Mis amigos», se dijo con una sonrisa. Cuánto tiempo hacía.
Tuvieron que pasar unos segundos hasta que sus cerebros bestiales llegaron a la conclusión obvia, aunque errónea: si un hombre deambulaba por allí, entonces los Gusanos no podían andar cerca. Habrían olido su sangre y habrían ido por él. A los Gusanos les gustaban más los humanos que los trollocs. Lo cual tenía sentido. El ser que había sido Mordeth había probado la carne de ambos, y la de los trollocs era poco recomendable.
Los trollocs se abalanzaron hacia él con precipitación en una variopinta confusión de plumas, picos, garras, dientes, colmillos. El ser que había sido Fain se quedó inmóvil, con la niebla lamiéndole los pies descalzos. ¡Qué maravilla! Al final del grupo, el Myrddraal, con la mirada ciega fija en él, vaciló. Quizá percibió que algo iba muy, muy mal. Y asimismo bien, por supuesto. No podía haber una cosa sin la otra. Lo contrario no tendría sentido.
El ser que había sido Mordeth —pronto necesitaría un nombre nuevo— sonrió de oreja a oreja.
El Myrddraal giró sobre sus talones y echó a correr.
La niebla atacó.
Se desplazó por encima de los trollocs con rápidas volutas, como los tentáculos de un leviatán del Océano Aricio. Prolongaciones brumosas se proyectaron con violencia a través de los torsos de los trollocs. Un zarcillo largo chasqueó por encima de las cabezas y a continuación se disparó hacia adelante en un manchón borroso que alcanzó al Fado en el cuello.
Los trollocs chillaron y se desplomaron en el suelo, sacudidos por espasmos. La pelambrera se les desprendió en manojos, y la piel empezó a hervirles. Ampollas y excrecencias que, cuando se desprendían del pellejo de los Engendros de la Sombra, dejaban pústulas que semejaban cráteres, cual burbujas en la superficie de un metal al rojo vivo que se enfría con demasiada rapidez.
El ser que había sido Padan Fain abrió la boca en una mueca de gozo, alzó la cabeza hacia al tumultuoso cielo negro con los ojos cerrados y entreabiertos los labios para disfrutar del festín. Cuando hubo pasado, suspiró y asió la daga con más fuerza, de forma que se cortó la carne.
Rojo abajo, negro arriba. Rojo y negro, rojo y negro, cuánto rojo y cuánto negro. Maravilloso.
Siguió adelante, a través de la Llaga.
Detrás de él, los trollocs contagiados se levantaron y se pusieron en movimiento, con la baba colgándoles de las fauces. Ahora tenían los ojos apagados, muertos; pero, cuando él quisiera, responderían con una frenética avidez de batallar que superaría cuanto habían conocido en vida.