—Faile… —empezó, reprimiendo un gruñido.
¿Por qué no lo escuchaba? Cuando estaba cautiva, lo único que le preocupaba a él era recuperarla, nada más. Lo traía sin cuidado quién necesitaba su ayuda o qué órdenes había dado. Aunque hubiera empezado el mismísimo Tarmon Gai’don, él lo habría pasado por alto con tal de encontrarla.
Era consciente de cuán peligrosas habían sido sus acciones. Lo peor, sin embargo, era que volvería a hacer lo mismo. No lamentaba lo que había hecho, ni por un instante. Un líder no podía ser así.
Para empezar, no habría tenido que permitirles que enarbolaran el estandarte con la cabeza de lobo. Ahora que ya había llevado a cabo las tareas encomendadas, ahora que Faile había vuelto, era el momento de dejar atrás todas esas tonterías. Él era un herrero. Daba igual que Faile lo vistiera con una ropa o con otra, ni qué títulos le diera la gente. Uno no podía convertir una cuchilla desbastadora de carpintero en una herradura pintándola o llamándola por otro nombre distinto.
Se volvió de lado, hacia donde Jori Congar cabalgaba al frente de la columna, con esa condenada bandera de la roja cabeza de lobo ondeando orgullosamente en la punta de un mástil más alto que la lanza de un soldado de caballería. Perrin abrió la boca para gritarle que la arriara, pero Faile habló en ese momento.
—Pues, sí. He pensado en esto durante las últimas semanas y, por extraño que pueda parecer, creo que quizá mi cautividad haya sido justo lo que nos hacía falta. A los dos.
¿Qué? Perrin se volvió hacia ella y percibió el olor a profunda reflexión. Estaba convencida de que era cierto lo que acababa de decir.
—Bien, tenemos que hablar de… —añadió Faile.
—Vuelven las exploradoras Aiel —la interrumpió, quizá con más brusquedad de lo que era su intención.
Faile miró hacia donde él señalaba y, como era de esperar, no alcanzó a ver nada. Pero estaba enterada de las peculiaridades de los ojos de su marido; era una de las pocas personas que lo sabían.
La llamada llegó cuando otros divisaron las tres figuras vestidas con cadin’sor en la calzada, las Doncellas que Perrin había mandado a investigar. Dos de ellas se dirigieron presurosas hacia las Sabias, y una corrió a largas zancadas en dirección a Perrin.
—Hay algo al lado de la calzada, Perrin Aybara. —La mujer olía a preocupación, y eso era mala señal—. Es algo que querrás ver.
Galad se despertó con el chasquido del faldón de una tienda sacudido por el aire. Sentía fuertes punzadas en el costado, por las numerosas patadas recibidas; casi igualaban en intensidad a los dolores más sordos del hombro, del brazo izquierdo y del muslo, donde lo había herido Valda. Pero el feroz martilleo de la cabeza era lo bastante agudo para ahogar todo lo demás.
Gimió y rodó sobre la espalda. Todo era oscuridad a su alrededor, aunque en el cielo brillaban puntos luminosos. ¿Estrellas? El cielo llevaba mucho tiempo encapotado.
No, esos puntos tenían algo raro. La cabeza le palpitaba de dolor, y parpadeó para librarse de las lágrimas que tenía en el rabillo de los ojos. Esas estrellas parecían tan débiles, tan lejanas… No se agrupaban en figuras familiares. ¿Dónde lo habría llevado Asunawa que hasta las estrellas eran diferentes?
Al aclarársele la mente empezó a distinguir lo que lo rodeaba. Se encontraba en una tienda de dormir, fabricada con un material grueso para que dentro estuviera oscuro durante las horas diurnas. Los puntos de luz que había en lo alto no eran estrellas, ni mucho menos, sino la luz del sol colándose por algunos agujeros diminutos en la desgastada lona.
Todavía estaba desnudo y, al tantearse la cara con los dedos, notó que tenía sangre reseca proveniente de un largo corte en la frente. Si no se lavaba pronto la herida, se le infectaría. Yació boca arriba y respiró con cuidado: si inhalaba demasiado aire de una sola vez, el costado le daba un fuerte pinchazo.
Galad no le tenía miedo a la muerte ni al dolor. Había hecho las elecciones correctas. Era cuestión de mala suerte haber tenido que entregar el mando a los interrogadores, ya que éstos se hallaban bajo el control de los seanchan. Sin embargo, no le había quedado otra opción después de caer en manos de Asunawa.
No estaba furioso con los exploradores que lo habían traicionado. La hermandad de los interrogadores constituía una autoridad legítima entre los Hijos y, sin duda, sus mentiras habían sido convincentes. No, con quien estaba furioso era con Asunawa, que cogía lo que era verdad y lo enturbiaba. En el mundo había muchos que lo hacían, pero entre los Hijos debería ser diferente.
Los interrogadores no tardarían en ir a buscarlo y entonces se cobrarían con sus ganchos y cuchillos el verdadero precio que debía pagar por salvar a sus hombres. Había sido muy consciente de ese precio al tomar la decisión. En cierto modo, había ganado porque había sacado el mejor partido posible a la situación.
La otra medida para asegurar su victoria era mantenerse firme en la verdad cuando lo interrogaran, negar que fuera un Amigo Siniestro hasta su último aliento. No sería fácil, pero sí lo correcto.
Se obligó a incorporarse para sentarse, esperando —y aguantando estoicamente— que pasaran el mareo y la náusea. Tanteó a su alrededor. Tenía las piernas atadas con una cadena, y ésta se encontraba sujeta a una estaca bien clavada en el suelo, a través de la tosca lona del suelo de la tienda.
Intentó sacarla a tirones, por si acaso. Tiró con tanta fuerza que los músculos le fallaron y estuvo a punto de desmayarse. Tras recuperarse, gateó hacia el costado de la tienda; la cadena era lo bastante larga para permitirle llegar a los faldones de la entrada. Tomó una de las ataduras de tela que se utilizaban para sujetar los faldones cuando estaban abiertos, y escupió en ella. Después, de forma metódica, se limpió la suciedad y la sangre de la cara.
Limpiarse le daba un propósito: mantenerse activo y no pensar en el dolor. Con cuidado, restregó la costra de sangre adherida a la mejilla y la nariz. No le resultó fácil, ya que tenía la boca seca. Se mordió la lengua para provocar la salivación. Las cintas no eran de lona, sino de un tejido más ligero, y olían a polvo.
Escupió de nuevo en una parte limpia de la cinta y extendió la saliva en la tela. La herida de la cabeza, la tierra de la cara… Esas cosas eran pruebas de la victoria de los interrogadores. No les daría esa satisfacción. Iría a la tortura con la cara limpia.
Fuera se oyeron voces fuertes. Hombres que se preparaban para batir tiendas. ¿Retrasaría eso su interrogatorio? Lo dudaba. Levantar el campamento podía costar horas. Galad siguió limpiándose y manchó las dos tiras de tela haciendo del trabajo una especie de ritual, una pauta acompasada que le diera un punto de enfoque para la meditación. La jaqueca se replegó, los dolores del cuerpo perdieron importancia.
No huiría. Aunque pudiera escapar, evadirse invalidaría su trato con Asunawa. Afrontaría a sus enemigos con dignidad.
Terminaba de limpiarse cuando oyó hablar fuera de la tienda. Venían por él. Reculó sin hacer ruido hasta la estaca clavada en el suelo. Respirando hondo a pesar del dolor, rodó sobre un costado para arrodillarse. Después apoyó la mano izquierda en la cabeza de la estaca y empujó para incorporarse y ponerse de pie.
Se tambaleó, pero enseguida recobró el equilibrio y se puso erguido. Ahora los dolores no eran nada. Había sentido picaduras de insectos que resultaban más dolorosas. Puso los pies separados, en una pose de guerrero, con las manos delante, cruzadas por las muñecas. Bien recta la espalda, abrió los ojos y miró con fijeza los faldones de la entrada. No era la capa ni el uniforme ni los símbolos heráldicos ni la espada los que hacían a un hombre lo que era, sino cómo se conducía.
Los faldones crujieron y se abrieron a continuación. La luz de fuera era cegadora, pero Galad no parpadeó aunque le hirió los ojos. No hizo ninguna mueca de dolor.