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Al acabar el terremoto quedaban seis torres que se alzaban imponentes ante ella. Egwene había caído al suelo, que se había transformado en tierra blanda cubierta de hojas marchitas. La visión cambió. Ahora miraba desde arriba a un nido en el que un grupo de aguiluchos chillaba al cielo llamando a su madre. Uno de los aguiluchos se «desenroscó» y quedó patente que no era un águila en absoluto, sino una serpiente. Atacó a los pollos de uno en uno y fue tragándoselos enteros. Los aguiluchos seguían mirando el cielo con fijeza y haciendo como si la serpiente fuera su hermano mientras ésta los devoraba.

La visión cambió. Vio una esfera enorme hecha del cristal más delicado. Resplandecía con la luz de veintitrés estrellas enormes que brillaban sobre ella, en la oscura cima donde se encontraba. La esfera tenía fisuras, pero unas cuerdas la mantenían unida.

Allí estaba Rand; subía ladera arriba, con un hacha de leñador en la mano. Al llegar arriba enarboló el hacha y cortó las cuerdas de una en una, soltándolas. Al partirse la última, la esfera empezó a resquebrajarse hasta que el hermoso objeto se partió en pedazos. Rand meneó la cabeza.

Egwene dio un grito ahogado, se despertó y se sentó en la cama. Se hallaba en sus aposentos de la Torre Blanca. El dormitorio estaba casi vacío, ya que había mandado sacar las pertenencias de Elaida, pero todavía no habían acabado de amueblarlo. Sólo tenía un palanganero, una alfombra gruesa y tupida de fibra marrón, y un lecho con columnas y colgaduras. Las contraventanas estaban cerradas, y la luz del sol se colaba por las rendijas.

Inhaló y exhaló varias veces. Rara vez tenía sueños que la alteraran tanto como había ocurrido con éste.

Tras calmarse un poco, bajó la mano por el costado de la cama y recogió un libro encuadernado en cuero que guardaba allí por costumbre a fin de poder anotar los sueños que tenía. De los de esa noche, el de en medio era el más claro para ella. Podría decirse que «sentía» su significado y lo interpretaba como hacía a veces. La serpiente era uno de los Renegados, una mujer oculta en la Torre Blanca que se hacía pasar por Aes Sedai. Egwene ya sospechaba que tal era la situación, y Verin le había dicho que ella creía que era así.

Mesaana seguía en la Torre Blanca, pero ¿cómo había conseguido pasar por una Aes Sedai? Todas las hermanas habían repetido los Juramentos. Por lo visto, Mesaana sabía cómo vencer la esencia de la Vara Juratoria. Mientras anotaba con minuciosidad los sueños, Egwene evocó las imponentes torres que amenazaban con destruirla y supo también parte del significado de ese sueño.

Si no daba con Mesaana y la detenía, algo terrible iba a pasar. Podía ser la caída de la Torre Blanca; quizá la victoria del Oscuro. Los Sueños no eran como las Predicciones: no mostraban lo que pasaría, sino lo que podía pasar.

«Luz, como si no tuviera ya bastantes preocupaciones», pensó al acabar las anotaciones.

Se levantó para llamar a sus doncellas, pero un toque de nudillos en la puerta se le adelantó. Llevada por la curiosidad, cruzó el cuarto a través de la gruesa alfombra —vestida sólo con el camisón— y abrió la puerta una rendija suficiente para ver a Silviana de pie en la antecámara. De rostro cuadrado y vestida de rojo, la mujer llevaba el pelo recogido en un moño alto, como tenía por costumbre, y la estola roja de Guardiana echada sobre los hombros.

—Madre, os pido disculpas por despertaros —dijo.

—No estaba dormida. ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

—Está aquí, madre. En la Torre Blanca.

—¿Quién?

—El Dragón Renacido. Quiere veros.

—Vaya, esto es un guiso de pescador hecho sólo con cabezas —sentenció Siuan mientras caminaba con paso majestuoso por un pasillo de la Torre Blanca—. ¿Cómo ha logrado pasar por la ciudad sin que nadie lo viera?

El mayor Chubai se encogió como si hubiera recibido un puñetazo.

«Hace bien en encogerse», pensó Siuan.

El hombre de pelo negro azabache vestía el uniforme de la Guardia de la Torre: tabardo blanco sobre la cota, adornado con la llama de Tar Valon. Caminaba con la mano en la empuñadura de la espada. Había corrido el rumor de que quizá sería reemplazado en el puesto de mayor ahora que Bryne se encontraba en Tar Valon, pero Egwene, siguiendo el consejo de Siuan, no lo había hecho. Bryne no quería ocupar ese cargo, aparte de que lo necesitarían como general de campo en la Última Batalla.

Bryne se encontraba fuera, con sus hombres; localizar alojamiento y víveres para cincuenta mil hombres estaba resultando una tarea que rayaba en lo imposible. Siuan le había mandado aviso y ahora lo sentía cada vez más cerca. Aunque fuera más seco que un puñado de yesca, Siuan sabía que habría sido estupendo tener cerca la firmeza del hombre en ese momento. ¿El Dragón Renacido? ¿Dentro de Tar Valon?

—No es tan sorprendente que haya llegado tan lejos, Siuan —intervino Saerin.

La Marrón de tez olivácea se encontraba con Siuan cuando vieron al capitán pasar corriendo con el rostro demudado. Saerin tenía canas en las sienes, lo cual —para una Aes Sedai— daba la medida de su edad; una cicatriz le cruzaba una mejilla, aunque Siuan había sido incapaz de sonsacarle qué la había causado.

Cientos de refugiados entran a raudales en la ciudad todos los días, y a cualquier hombre que demuestre la más mínima predisposición a la lucha lo mandan a reclutarse en la Guardia de la Torre —continuó Saerin—. No es pues de extrañar que nadie haya detenido a al’Thor.

Chubai asintió con la cabeza a lo dicho por la Marrón.

—Se había plantado en la Puerta del Ocaso antes de que alguien le hiciera preguntas. Y entonces lo que hizo fue… En fin, dijo que era el Dragón Renacido y que deseaba ver a la Amyrlin. No gritó, ni nada por el estilo. Habló con la calma de una lluvia primaveral.

Los pasillos de la Torre estaban muy transitados, aunque daba la impresión de que la mayoría de las mujeres no sabían qué deberían hacer e iban al buen tuntún de aquí para allá con precipitación, como peces dentro de una red.

«Déjate de tonterías —se exhortó Siuan—. Ha entrado en la sede de nuestro poder. Es él quien está atrapado en una red».

—¿Qué juego crees que se trae entre manos? —preguntó Saerin.

—Que me aspen si lo sé. A estas alturas debe de haber perdido el juicio. Quizás está asustado y ha venido a entregarse de forma voluntaria.

—Lo dudo.

—Yo también —reconoció Siuan a regañadientes.

Durante los últimos días había descubierto —para su sorpresa— que Saerin le caía bien. Como Amyrlin, Siuan no había tenido tiempo para entablar amistades; había sido demasiado importante fomentar la rivalidad entre los Ajahs. Había considerado a Saerin obstinada e irritante. Ahora que no se daban topetazos tan a menudo, esas peculiaridades le resultaban atrayentes.

—Quizá se ha enterado de que Elaida no está y pensó que se encontraría a salvo aquí, con una vieja amiga sentada en la Sede —sugirió Siuan.

—Eso no encaja con lo que he oído contar del chico. Los informes lo tildan de receloso y mudable, con un carácter autoritario y un gran empeño en evitar a las Aes Sedai.

Era lo mismo que Siuan había oído decir, aunque habían pasado dos años desde que había visto al chico. De hecho, la última vez que había estado ante ella, aún era la Amyrlin y él un simple pastor. Casi todo lo que sabía sobre él a partir de entonces le había llegado a través de los informadores del Ajah Azul. Se necesitaba mucha habilidad para separar lo que era pura conjetura de lo que era verdad, pero casi todos coincidían en que al’Thor era temperamental, desconfiado, arrogante.

«¡Así la Luz abrase a Elaida! De no haber sido por ella, hace mucho tiempo que lo tendríamos a salvo, custodiado por las Aes Sedai».

Bajaron tres rampas espirales y entraron en otro pasillo de paredes blancas que conducía hacia la Antecámara de la Torre. Si la Amyrlin iba a recibir al Dragón Renacido, lo haría allí. Tras doblar en otras dos esquinas y dejar atrás lámparas de pie con espejos y señoriales tapices, entraron en un último corredor y se pararon en seco.