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Se dio la vuelta y otra negrura se abrió en el cielo. De repente, vio un rebaño de ovejas que corrían hacia el bosque. Los lobos las perseguían, y una bestia terrible aguardaba entre los árboles, oculta. Sintió que él se encontraba allí, en ese sueño. Pero ¿a quién andaba cazando y por qué? Había algo muy raro en esos lobos.

Una tercera negrura apareció a un lado. Faile, Grady, Elyas, Gaul… Todos caminaban hacia un precipicio, seguidos por millares más.

La visión cesó. Saltador apareció de pronto en el aire, aterrizó al lado de Perrin y resbaló de lado hasta detenerse. El lobo no habría visto los agujeros de negrura; en ningún momento habrían aparecido en su visión. En cambio, observó la marca requemada con desdén y proyectó una imagen de Perrin desaseado, con los ojos cansados, revueltos la barba y el pelo, la ropa desarreglada. Perrin recordaba cuándo había sido eso; al principio de la cautividad de Faile.

¿De verdad había tenido tan mal semblante? Luz, qué aspecto más desharrapado. Casi como si fuera un mendigo. O… como Noam.

—¡Deja ya de querer confundirme! ¡Tenía ese aspecto porque estaba volcado en encontrar a Faile, no porque me rindiera a la llamada de los lobos!

Los cachorros más jóvenes siempre culpan a los mayores de la manada.

El lobo gris se alejó brincando a través de la hierba otra vez. ¿Qué habría querido decir? Los olores y las imágenes lo desconcertaban. Gruñendo, Perrin corrió y dejó atrás el claro para reentrar en la hierba. Por segunda vez, los tallos ofrecieron resistencia. Era como luchar contra una corriente. Saltador se alejaba como un rayo.

—¡Maldita sea, espérame! —gritó Perrin.

Si esperamos, perderemos la presa. ¡Corre, Joven Toro!

Perrin rechinó los dientes. Para entonces, Saltador era una mota en la distancia, cerca ya de los árboles. Perrin quería reflexionar sobre las visiones que había tenido, pero no había tiempo para eso. Si perdía de vista a Saltador, sabía que no volvería a encontrarlo esa noche.

Vale, pensó con resignación. Entonces, la tierra se movió a bandazos a su alrededor, la hierba le pasó como un relámpago por los lados. Era como si Perrin hubiera saltado cien pasos en una zancada. Dio otra, y salió disparado hacia adelante, dejando tras de sí un tenue borrón.

La hierba se apartaba a su paso, el viento le soplaba en la cara con un agradable rugido. El lobo primitivo que llevaba dentro de su ser pareció despertar de golpe. Perrin llegó al bosque y redujo la velocidad. Ahora, cada paso lo trasladaba de un salto sólo unos diez pies. Los otros lobos se encontraban allí; se agruparon en formación y corrieron con él, excitados.

¿A dos patas, Joven Toro?, preguntó Danzarina del Roble. Era una joven hembra con el pelaje tan claro que casi parecía blanco y un mechón negro que se extendía a lo largo del costado derecho.

El no respondió, aunque sí se permitió correr con la manada a través de los árboles. Lo que le había parecido un pequeño soto se había convertido en una floresta de gran extensión. Perrin iba dejando atrás troncos y helechos, sin sentir apenas el suelo bajo los pies.

Así era como había que correr. Con potencia. Con energía. Saltó por encima de árboles caídos, y los saltos lo llevaban tan alto en el aire que el cabello le rozaba en la parte inferior de las ramas. Caía con suavidad en el suelo. El bosque era suyo. Le pertenecía, y él lo comprendía.

Las preocupaciones empezaron a quedar atrás, a desaparecer. Se permitió aceptar las cosas tal como eran, no como temía que podrían llegar a ser. Esos lobos eran sus hermanos y hermanas. Un lobo corriendo en el mundo real era una obra maestra de equilibrio y control. Pero aquí, donde las reglas de la naturaleza se rendían a sus deseos, era mucho, muchísimo más. Los lobos saltaban hacia los lados y rebotaban en los troncos de los árboles, sin que nada los retuviera en el suelo. De hecho, algunos se subieron a las ramas y treparon de unas a otras.

Era una sensación estimulante. ¿Se había sentido alguna vez tan vivo como en ese momento? ¿Ser parte del mundo que lo rodeaba y, no obstante, tan dueño y señor de sí al mismo tiempo? Los rugosos y regios cedros se intercalaban con tejos y alguna que otra lindera aromática ornamental en plena floración. Dio un gran salto al pasar junto a una de ésas, y el aire levantado a su paso arrastró un torbellino de capullos carmesí arrancados de las ramas. Se arremolinaron a su alrededor, atrapados en las corrientes, arropándolo en su dulce aroma.

Los lobos empezaron a aullar. Para los hombres, un aullido no se diferenciaba del otro. Para Perrin, cada cual era distinto. Y éstos eran aullidos de placer al dar comienzo a la caza.

Esperad. ¡Esto es lo que yo temía! No puedo permitir que me deje atrapado. Soy un hombre, no un lobo.

Pero en ese momento captó el efluvio de un ciervo. Un animal poderoso, digno de ser cazado. Había pasado por allí hacía poco.

Perrin intentó reprimirse, pero el anhelo resultó ser demasiado impetuoso. Echó a correr por la vereda, siguiendo el olor. Los lobos, incluido

Saltador, no corrían delante de él, sino con él, y emitían un olor complacido al cederle la dirección de la manada.

Él era el heraldo, la punta del ataque. La partida de caza cargaba con estruendo tras él. Era como si estuviera dirigiendo las olas rompientes del propio océano. Pero también las contenía.

«No debo retrasarlos por mi culpa», pensó.

Y entonces se encontró en el suelo a cuatro patas, el arco tirado a un lado y olvidado, las manos y pies convertidos en zarpas. Los que iban detrás aullaron de nuevo con el gozo del glorioso momento. Joven Toro se había unido de verdad a ellos.

El ciervo estaba un poco más adelante. Joven Toro lo localizó entre los árboles; tenía el pelaje de un blanco brillante y una cornamenta de veintiséis puntas como poco, tirada ya la aterciopelada capa invernal. Y era enorme, más grande que un caballo. El ciervo se volvió y contempló a la manada. Se encontró con los ojos de Perrin y éste olió el miedo en el animal. Entonces, con un fuerte impulso de las patas traseras —tensos los músculos de los flancos— el ciervo salió de la vereda de un salto.

Joven Toro lanzó un aullido de desafío mientras corría entre la maleza en persecución de la pieza. El gran ciervo blanco huía dando saltos, y con cada uno de ellos cubría veinte pasos de distancia. En ningún momento tocó una rama ni perdió pie, a pesar de lo peligroso que era el suelo del bosque, tapizado de musgo resbaladizo.

Joven Toro lo persiguió con precisión, plantando las patas donde las pezuñas del ciervo habían tocado pocos segundos antes, repitiendo cada zancada con exactitud. Oía jadear al ciervo, veía el sudor espumando el pelaje, olía su pánico.

Pero no. Joven Toro no aceptaría una victoria menor como sería acosar a la presa hasta extenuarla. Saborearía la sangre de la garganta, bombeada con la fuerza de un corazón sano. Vencería a la presa en toda su plenitud.

Empezó a cambiar los saltos, sin seguir el camino exacto del ciervo. ¡Tenía que ponerse delante, no seguirlo! El olor del animal se volvió más alarmado. Eso impulsó a Joven Toro a aumentar la velocidad de la carrera. El ciervo se lanzó hacia la derecha, y Joven Toro saltó en el aire y golpeó con las cuatro patas en el tronco de un árbol, empujándose de lado para cambiar de dirección. El giro le valió para ganar una fracción de segundo.

Enseguida se encontró corriendo pegado a la grupa del ciervo; cada zancada lo acercaba a escasas pulgadas de las pezuñas. Aulló. Y sus hermanos y hermanas le respondieron justo detrás. Esta cacería era de todos ellos. Como uno solo.

Pero quien la dirigía era Joven Toro.

El aullido dio paso a un gruñido de triunfo cuando el ciervo hizo otro giro. ¡Había llegado su oportunidad! Joven Toro saltó por encima de un tronco y apresó el cuello del ciervo con las mandíbulas. Paladeó el sudor, el pelaje, la dulce y cálida sangre que se derramaba alrededor de sus colmillos. Su peso derribó al ciervo, y los dos rodaron por el suelo. Sin aflojar su presa, Joven Toro obligó al ciervo a permanecer en tierra, la piel manchada con el rojo escarlata de la sangre.