Sostuvo entre los dos la barra de metal, casi derretida, de forma que apuntaba al lobo con ella. Saltador la observó, y los ojos del lobo reflejaron unos puntos amarillos de luz. Qué sueño tan extraño. Antes, los sueños normales de Perrin y el Sueño del Lobo eran independientes. ¿Qué significado tenía que se mezclaran ahora?
Tenía miedo. Había llegado a una tregua inestable con el lobo que llevaba dentro. Sentirse demasiado próximo a los lobos era peligroso, pero tal cosa no había constituido un obstáculo para recurrir a ellos cuando tuvo que buscar a Faile. Por ella, todo lo que fuera necesario. Y al actuar así casi se había vuelto loco, incluso había intentado matar a Saltador.
No tenía tan controlada la situación como había supuesto. Todavía existía la posibilidad de que prevaleciera el lobo que llevaba dentro.
Saltador bostezó, y la lengua le colgó entre las fauces. Emitía un olor dulzón a regocijo.
—No tiene gracia —espetó Perrin.
Dejó a un lado la última barra sin haber trabajado en ella. El metal se enfrió y tomó la forma de un fino rectángulo que recordaba un gozne en las primeras fases de forjado.
Los problemas nunca son divertidos, Joven Toro. Pero no dejas de saltar atrás y adelante la misma valla, una y otra vez. Ven. Corramos.
Los lobos vivían el momento presente; aunque recordaban el pasado y parecían tener una extraña percepción del futuro, eso tampoco les preocupaba. No como les ocurría a los hombres. Los lobos corrían libres, cazando al viento. Unirse a ellos significaría pasar por alto el dolor, la pesadumbre, la frustración. Ser libre…
Pero tendría que pagar un precio muy alto por esa libertad. Perdería a Faile y se perdería a sí mismo. No quería ser un lobo. Quería ser un hombre.
—¿Hay algún modo de deshacer lo que me ha ocurrido?
¿.Deshacer? El lobo ladeó la cabeza. Dar marcha atrás no era algo que hicieran los lobos.
—¿Puedo…? —A Perrin no le resultaba fácil explicar lo que quería decir—. ¿Puedo correr tan lejos que los lobos no me oigan?
La pregunta pareció desconcertar a Saltador. No. «Desconcertar» no transmitía las proyecciones angustiadas que le llegaban del lobo: la nada, el efluvio a carne podrida, lobos aullando de dolor. Quedarse incomunicado era un concepto inconcebible para Saltador.
Un estado de confusión se apoderó de Perrin. ¿Por qué había dejado de forjar? Tenía que acabar. ¡Maese Luhhan se sentiría defraudado! Esos pegotes metálicos eran horribles. Los escondería. Crearía otra cosa, demostraría que era competente. Él sabía forjar, ¿verdad?
A su lado sonó un burbujeo; Perrin se volvió hacia el ruido y se sorprendió al ver que hervía el agua de uno de los barriles de enfriar que había junto al fogón.
«Pues claro —pensó—. Eché ahí las primeras piezas que terminé».
Acuciado por una repentina ansiedad, Perrin asió las tenazas y las sumergió en el agua hirviente, con el vapor envolviéndole la cara. Encontró algo en el fondo y lo sacó con las tenazas: era un trozo de metal al rojo blanco.
El brillo se apagó. Resultó que el trozo metálico era una estatuilla de acero que representaba a un hombre alto y delgado con una espada colgada a la espalda. Cada trazo de la figurilla era muy preciso, como las chorreras de la camisa o las tiras de cuero que forraban la empuñadura de la diminuta espada. Pero tenía el gesto del rostro descompuesto, la boca desencajada en un grito.
«Aram. Se llamaba Aram», pensó Perrin.
¡No podía enseñar aquello a maese Luhhan! ¿Por qué habría creado semejante cosa?
La boca de la figurilla se abrió más aún y gritó sin hacer ruido. Perrin chilló y la dejó caer de las tenazas al tiempo que retrocedía de un salto. La figurilla se hizo añicos al estrellarse en el suelo.
Abriendo las mandíbulas al máximo y con la lengua enroscada hacia atrás, Saltador soltó un gran bostezo lobuno.
¿Por qué piensas tanto en ése? Es normal que un joven cachorro desafíe al líder de la manada. Era un necio, y tú lo derrotaste.
—No, ése no es un comportamiento normal entre humanos. Y menos entre amigos —susurró Perrin.
La pared de la forja desapareció de repente y se convirtió en humo, pero no le extrañó que ocurriera tal cosa. En el exterior, Perrin vio una calle despejada, iluminada por luz diurna. Era una ciudad con comercios que tenían los escaparates rotos.
—Malden —identificó Perrin.
Una imagen de sí mismo, etérea y traslúcida, se hallaba fuera. No llevaba puesta chaqueta y se le marcaban los músculos en los brazos desnudos. Tenía la barba recortada, pero ésta lo hacía parecer mayor, más severo. ¿De verdad su aspecto era tan imponente? Sólido como una fortaleza, resplandecientes los ojos dorados; cargaba con un hacha de brillante hoja en forma de media luna, grande como la cabeza de un hombre.
Había algo raro en esa hacha. Perrin salió de la herrería y pasó a través de la etérea versión de sí mismo. Al hacerlo, se convirtió en esa imagen, con la pesada hacha asida en la mano y la ropa de trabajo sustituida por la indumentaria de batalla.
Echó a correr. Sí, se hallaba en Malden. Había Aiel en las calles. Ya había participado en esa batalla, si bien en esta ocasión se sentía mucho más tranquilo. La vez anterior se encontraba sumido en la excitación del combate y la búsqueda de Faile. Se paró en seco.
«Esto no era así. Entré en Malden con el martillo. Me deshice del hacha».
Cuerno o pezuña, joven Toro. ¿Importa acaso cuál utilizas para cazar? A su lado estaba Saltador, sentado al sol en la calle.
—Sí, importa. A mí me importa.
Y, sin embargo, los usas del mismo modo.
Dos Aiel Shaido doblaron una esquina y observaron algo a su izquierda, algo que Perrin no alcanzaba a ver. Corrió hacia ellos para atacarlos.
A uno le hendió la barbilla con la hoja del hacha y, haciendo un amplio y rápido movimiento, golpeó el pecho del otro con la punta recurvada del contrafilo. Fue un ataque terrible, brutal, y los tres acabaron en el suelo. Tuvo que asestar varios golpes más con la púa del contrafilo al segundo Shaido para matarlo.
Perrin se levantó. Recordaba haber matado a esos dos Aiel, aunque lo había hecho con el martillo y un cuchillo. No lamentaba sus muertes. A veces un hombre tenía que luchar, punto. La muerte era terrible, pero eso no quitaba que fuera necesaria. De hecho, el enfrentamiento con los Aiel había sido maravilloso. Se había sentido como un lobo durante una cacería.
Cuando luchaba, estaba mucho más cerca de convertirse en alguien distinto. Y eso era peligroso.
Dirigió una mirada acusadora a Saltador, que se había arrellanado en una esquina de la calle.
—¿Por qué me haces soñar estas cosas?
¿Hacerte? Este no es mi sueño, Joven Toro. ¿Acaso ves que te sujete el cuello con los dientes para obligarte a pensar en eso?
El hacha chorreaba sangre. Perrin sabía lo que venía a continuación. Giró sobre sí mismo y vio que Aram se acercaba con una mirada asesina en los ojos. La mitad del rostro del otrora gitano estaba cubierta de sangre, que le goteaba por la barbilla y le manchaba la chaqueta a rayas rojas.
Aram blandió la espada con un golpe dirigido al cuello de Perrin; la hoja siseó en el aire, y Perrin dio un paso atrás. No quería luchar otra vez contra el chico.
La versión etérea de sí mismo se desprendió de él y dejó al Perrin real atrás, con su indumentaria de herrero. La sombra intercambió golpes con Aram.
El Profeta me lo explicó… En realidad eres un Engendro de la Sombra… He de rescatar a lady Faile de ti…
El Perrin etéreo se transformó de forma repentina en un lobo de pelaje casi tan oscuro como el de un Hermano de la Sombra; saltó sobre Aram y le desgarró la garganta de una dentellada.
—¡No! ¡No ocurrió así!
Sólo es un sueño, proyectó Saltador.
—Pero yo no lo maté —protestó Perrin—, Unos Aiel le dispararon flechas justo antes de que…
De que Aram lograra su propósito de matarlo a él.