—Sin embargo, lord Harnesh —continuó Galad—, si tal cosa es cierta, en comparación con la maldad del Oscuro la de ellas es insignificante. Se acerca la Última Batalla. ¿Vas a negar eso?
Harnesh y los otros alzaron la vista al cielo. Esos lúgubres nubarrones lo tenían encapotado desde hacía semanas. El día anterior, otro hombre había caído víctima de una extraña enfermedad; al toser, le habían salido escarabajos por la boca. Las reservas de víveres estaban menguando a pasos agigantados ya que cada vez se estropeaba más comida.
—No, claro que no lo niego —masculló Harnesh.
—En tal caso, deberías regocijarte, porque el camino que hemos de seguir está claro. Debemos luchar en la Última Batalla. Nuestro liderazgo allí quizá muestre la Luz a muchos que nos han despreciado. Pero, aunque no fuera así, combatiremos a pesar de todo porque es nuestro deber. ¿Niegas esto, capitán?
—De nuevo he de decir que no. Pero ¿las brujas, mi capitán general?
Galad sacudió la cabeza.
—No se me ocurre otra solución. Necesitamos aliados. Mira a tu alrededor, lord Harnesh. ¿Cuántos Hijos tenemos? Ni siquiera con los recientes reclutamientos llegamos a los veinte mil. Nuestra fortaleza ha sido tomada. No tenemos ayuda ni alianzas, y las grandes naciones del mundo nos vituperan. ¡No, no lo niegues! Sabes que es verdad.
Galad sostuvo la mirada de los hombres que tenía a su alrededor, y de uno en uno fueron asintiendo con un cabeceo.
—Es por culpa de los interrogadores —rezongó Harnesh.
—En parte tienen la culpa, sí —convino Galad—. Pero también es porque los que cometerían vilezas ven con resentimiento y desagrado a quienes defienden lo que es justo.
Los otros asintieron en silencio.
—Hemos de andar con pies de plomo. En el pasado, la audacia, y quizá un celo excesivo, nos ha enemistado a los Hijos con quienes deberían ser nuestros aliados. Mi madre decía siempre que no se ha obtenido una victoria diplomática cuando todo el mundo tiene lo que desea, que de ese modo todos dan por hecho que te han aventajado, lo cual los anima a pedir cosas más extravagantes. El truco no está en satisfacerlos a todos, sino en dejar a todo el mundo con la sensación de haber logrado el mejor resultado posible. Han de sentirse lo bastante satisfechos para que hagan lo que quieres y, sin embargo, lo bastante insatisfechos para que sean conscientes de que eres tú el que los ha superado.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —preguntó Golever desde su posición retrasada—. No servimos a ningún monarca.
—Así es, y eso los asusta. Crecí en la corte de Andor y sé lo que allí opinaban de los Hijos. En todas las negociaciones que mi madre tuvo con ellos, o acababa frustrada o decidía que debía suprimirlas por completo. ¡No podemos permitirnos provocar ninguna de esas dos reacciones! Los monarcas de estas tierras han de respetarnos, no odiarnos.
—Amigos Siniestros —masculló Harnesh.
—Mi madre no era Amiga Siniestra —proclamó Galad sin alzar la voz.
Harnesh enrojeció.
—Excepto ella, claro.
—Hablas como un interrogador, sospechando que todo aquel que se nos oponga ha de ser un Amigo Siniestro. Habrá muchos que están bajo el influjo de la Sombra, pero dudo que sea de forma consciente. Ahí es donde la Mano de la Luz se equivocó. A menudo, los interrogadores eran incapaces de distinguir a un implacable Amigo Siniestro de una persona que está influenciada por Amigos Siniestros o de otra que, simplemente, está en desacuerdo con los Hijos.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Vordarian—. ¿Doblegarnos al capricho de los monarcas?
—Todavía no sé qué hacer —confesó Galad—. Lo pensaré. Daré con el buen camino que debemos seguir. No podemos convertirnos en los perros falderos de reyes y reinas. Pero pensad en lo que lograríamos dentro de las fronteras de un país si pudiésemos actuar sin necesitar una legión entera para intimidar al dirigente de esa nación.
Los otros asintieron, pensativos.
—¡Milord capitán general! —llamó una voz.
Galad se volvió y vio a Byar cabalgando a medio galope en su semental blanco. El caballo había pertenecido a Asunawa y Galad había rehusado quedárselo, prefiriendo su bayo. Mandó parar al grupo mientras Byar se acercaba, prístino el tabardo blanco y el rostro descarnado. No sería uno de los hombres más simpáticos del campamento, pero había demostrado su lealtad.
Sin embargo, se suponía que Byar no tendría que estar allí.
—Te mandé ir a vigilar la calzada de Jehannah, Hijo Byar. Ese servicio no tendría que acabar hasta dentro de cuatro horas —dijo con firmeza Galad.
Byar saludó al tiempo que sofrenaba el caballo.
—Milord capitán general, hemos capturado a un grupo sospechoso de viajeros en la calzada. ¿Qué quieres que hagamos con ellos?
—¿Que los capturasteis? Te envié a vigilar el camino, no a tomar prisioneros.
—Milord capitán general, ¿cómo vamos a saber la condición de quienes pasan a menos que hablemos con ellos? Querías que estuviésemos atentos por si aparecían Amigos Siniestros.
Galad soltó un suspiro.
—Quería que vigilaseis por si había movimiento de tropas o aparecían mercaderes con lo que podríamos tratar, Hijo Byar.
—Estos Amigos Siniestros tienen víveres. Creo que podrían ser mercaderes —explicó Byar.
Galad suspiró otra vez. Nadie negaría la dedicación de Byar, que había cabalgado con él para que se enfrentara a Valda cuando eso podría haber significado el final de su carrera. Pero también existía lo que se llamaba exceso de celo.
El delgado oficial parecía mortificado. En fin, la verdad es que tampoco había dado la orden con bastante precisión. Tendría que recordarlo en el futuro, sobre todo con Byar.
—Paz, Hijo Byar, no has hecho nada malo. ¿Cuántos prisioneros son?
—Docenas, milord capitán general. —Byar parecía aliviado—. Acompáñame.
Hizo volver grupas a su montura y se puso a la cabeza. Las lumbres de cocinar ya chisporroteaban en los hoyos y el olor de yesca al arder se propagaba en el aire. Galad captó fragmentos de conversaciones mientras pasaban entre los soldados: ¿Qué harían los seanchan con los Hijos que se habían quedado con ellos? ¿De verdad había sido el Dragón Renacido quien había conquistado Illian y Tear o era un falso Dragón? Se comentaba que una roca gigantesca procedente del cielo se había estrellado en una zona al norte de Andor y había destruido una ciudad entera, dejando un cráter en el suelo.
Los temas de las charlas entre los hombres ponían de manifiesto sus preocupaciones. Tendrían que haber entendido que la preocupación no servía para nada. Nadie podía saber lo que la Rueda tejía en sus giros.
Los cautivos de Byar resultaron ser un grupo de gente con un número sorprendente de carros, quizá un centenar o más, cargados hasta los topes. La gente estaba apiñada alrededor de los vehículos y miraba a los Hijos con hostilidad. Galad frunció el entrecejo mientras hacía una rápida inspección.
—Vaya, menuda caravana —le dijo en voz baja Bornhald—. ¿Mercaderes?
—No —respondió Galad, también en voz queda—. Ese mobiliario es de viaje, fíjate en las clavijas a los lados para poder transportarlo desmontado. Sacos de cebada para los caballos. Y ésas son herramientas de herrero envueltas en lona, en la parte trasera del carro de la derecha. ¿Ves los martillos que asoman?
—¡Luz! —exclamó Bornhald.
Ahora lo veía. Estos eran seguidores de campamento de un ejército de tamaño considerable. Pero ¿dónde estaban los soldados?
—Prepárate para separarlos —instruyó Galad a Bornhald mientras desmontaba. Se dirigió a la carreta que iba a la cabeza.
El hombre que la conducía era grueso, de cara rubicunda, y el cabello peinado en un intento malogrado de disimular la creciente calvicie. Hacía girar un sombrero de fieltro marrón entre las manos, con nerviosismo; llevaba un par de guantes sujetos debajo del cinturón de la recia chaqueta. Galad no vio que llevara ningún arma.