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Junto al carro había otras dos personas bastante más jóvenes. Uno era un tipo musculoso y corpulento con aspecto de luchador, aunque no de soldado, que podría ocasionar problemas. Una mujer bonita se aferraba a su brazo mientras se mordía el labio inferior.

El hombre del carro dio un respingo cuando se fijó en él.

«Vaya, así que sabe lo suficiente para reconocer al hijastro de Morgase», pensó Galad.

—Bien, viajeros. Mi hombre me comunica que le habéis dicho que sois mercaderes —empezó con cuidado.

—Sí, buen caballero —contestó el conductor.

—Apenas conozco esta comarca. ¿Estáis familiarizados con ella?

—No mucho, señor —contestó el conductor sin dejar de dar vueltas al sombrero en las manos—. De hecho también nos encontramos lejos de casa. Soy Basel Gill, de Caemlyn. Vine al sur para negociar con un mercader de Ebou Dar, pero esos invasores seanchan han hecho imposible que realice mi negocio.

Parecía muy nervioso. Al menos no había mentido respecto a su procedencia.

—¿Cómo se llama ese mercader? —preguntó Galad.

—Falin Deborsha, mi señor. ¿Conocéis Ebou Dar?

—He estado allí —contestó Galad con calma—. Tienes aquí una gran caravana. Interesante colección de mercancías.

—Habíamos oído que están movilizando ejércitos aquí en el sur, mi señor. Le compré muchas de estas mercancías a una tropa mercenaria que se estaba disolviendo, y pensé que podría venderlas aquí abajo. Quizá vuestro propio ejército necesita mobiliario de campamento. Tenemos tiendas, equipo de herrería portátil, todo lo que los soldados podrían utilizar.

«Muy listo», pensó Galad.

Habría aceptado por buena la mentira de no ser porque el «mercader» tenía demasiados cocineros, lavanderas y herradores, pero ni con mucho los guardias suficientes para una caravana tan valiosa.

—Entiendo. Bien, resulta que me hacen falta suministros, víveres sobre todo.

—¡Lástima, mi señor! No podemos prescindir de las vituallas. Cualquier otra cosa os la venderé, pero la comida se la prometí a través de mensajero a alguien de Lugard.

—Pagaré más.

—Hice una promesa, mi buen señor —dijo el hombre—. No puedo romperla, sea cual sea el precio.

—Entiendo.

Galad hizo una seña a Bornhald, que impartió unas órdenes, y los Hijos de blancos tabardos se adelantaron, desenvainadas las armas.

—¿Qué…? ¿Qué vais a hacer? —preguntó Gill.

—Separar a tu gente —contestó Galad—. Hablaremos con todos ellos, por separado, y veremos si coinciden en lo que cuentan. Me preocupa que hayas sido poco… comunicativo con nosotros. Después de todo, lo que a mí me parece es que sois seguidores de campamento de un gran ejército. Si ése es el caso, entonces me encantaría saber de quién es el ejército, y no digamos ya dónde se encuentra.

A Gill empezó a sudarle la frente mientras los soldados separaban a los cautivos con eficacia. Galad estuvo esperando un rato, observando a Gill. Por fin, Bornhald y Byar se acercaron corriendo hacia él, con las manos en las espadas.

—Milord capitán general —empezó Bornhald en tono urgente.

Galad le dio la espalda a Gill.

—Quizá tengamos aquí una situación comprometida.

Bornhald tenía la cara congestionada por la rabia. A su lado, los ojos de Byar estaban desorbitados en un gesto casi frenético.

—Algunos de los prisioneros han hablado. Es justo lo que tú temías. Hay un gran ejército cerca. Han tenido una escaramuza con Aiel… De hecho, esos tipos de allí, con ropa blanca, son también Aiel.

Byar escupió a un lado.

—¿Has oído hablar alguna vez de un hombre llamado Perrin Ojos Dorados?

—No. ¿Debería conocerlo?

—Sí. El mató a mi padre —dijo Bornhald.

5

Escritos

Gawyn caminaba deprisa por los pasillos de la Torre Blanca; las botas pisaron sobre una alfombra azul intenso que cubría el suelo de baldosas carmesí y blancas. Lámparas de pie con espejos reflejaban la luz, cada cual semejante a un centinela a lo largo del camino.

Sleete caminaba a zancadas junto a él. A pesar de la iluminación de las lámparas, el rostro de Sleete parecía medio sumido en sombras. Quizá se debía a la barba de dos días que le crecía en las mejillas —una excentricidad, en un Guardián—, o el cabello largo, limpio pero sin cuidar. O tal vez eran sus rasgos asimétricos, como un dibujo sin acabar, con líneas marcadas, la barbilla hendida, la nariz ganchuda a costa de una rotura, los pómulos prominentes.

Poseía los movimientos ágiles de un Guardián, pero con un cariz más primitivo que la mayoría. En lugar del cazador moviéndose por el bosque, era el depredador silencioso, oculto en las sombras, invisible para las presas hasta que llegaba la fulgurante dentellada.

Llegaron a una intersección donde varios soldados de Chubai hacían guardia en uno de los pasillos. Llevaban espadas al costado y vestían tabardos blancos adornados con la Llama de Tar Valon. Uno de ellos alzó una mano.

—Tengo permiso para entrar —dijo Gawyn—. La Amyrlin ha…—Las hermanas no han acabado todavía —lo interrumpió el guardia con aire hostil.

Gawyn rechinó los dientes, pero no había nada que hacer, así que Sleete y él se retiraron unos pasos hasta que, por fin, tres Aes Sedai salieron por la puerta custodiada. Parecían preocupadas. Se marcharon a buen paso, seguidas por un par de soldados que llevaban algo envuelto en un paño blanco. El cuerpo.

Por fin, los dos guardias se apartaron de mala gana y dejaron que Gawyn y Sleete pasaran. Recorrieron con premura el pasillo y entraron en un pequeño cuarto de lectura. Gawyn vaciló al llegar a la puerta y echó una ojeada hacia atrás, al pasillo. Vio que algunas Aceptadas se asomaban por una esquina y cuchicheaban.

Con esta muerte eran ya cuatro las hermanas asesinadas. Egwene estaba muy atareada tratando de evitar que los Ajahs volvieran a desconfiar unos de otros. Había advertido a todo el mundo que estuviera alerta, y les había dicho a las hermanas que no anduvieran solas por ahí. El Ajah Negro conocía bien la Torre Blanca, puesto que sus miembros habían vivido en ella durante años. Con los accesos, podían colarse con sigilo por los pasillos y cometer asesinatos.

Al menos, ésa era la explicación oficial de las muertes, aunque Gawyn no estaba tan seguro. Entró en el cuarto, seguido de Sleete.

El propio Chubai se encontraba allí. El apuesto mayor echó una ojeada a Gawyn, con un rictus de crispación en la boca.

—Lord Trakand —saludó.

—Mayor —respondió Gawyn mientras examinaba la habitación.

Tenía unos tres pasos cuadrados; dentro sólo había un escritorio colocado contra la pared del fondo y un brasero de carbón sin encender, así como una lámpara de pie, en bronce, y una alfombra circular que casi ocupaba todo el cuarto. Esa alfombra estaba manchada con un líquido oscuro, debajo del escritorio.

—¿De verdad creéis que encontraréis algo que no hayan visto las hermanas, Trakand? —preguntó Chubai, cruzado de brazos.

—Busco cosas diferentes —dijo Gawyn, que se internó en la habitación y se arrodilló para examinar la alfombra.

Chubai resopló con gesto desdeñoso antes de salir al pasillo. La Guardia de la Torre vigilaría el cuarto hasta que los criados vinieran a limpiarlo, así que Gawyn disponía de unos pocos minutos.

Sleete se acercó a uno de los guardias apostados en el umbral. No se mostraban tan hostiles con él como con Gawyn, el cual aún no entendía por qué actuaban así con él.

¿Se encontraba sola? —le preguntó Sleete al otro hombre con su voz grave.—Sí. —El guardia sacudió la cabeza—. No tendría que haber pasado por alto la advertencia de la Amyrlin.

—¿Quién era?

—Kateri Nepvue, del Ajah Blanco. Hermana desde hace veinte años.

Con un gruñido, Gawyn siguió desplazándose a gatas por el suelo para examinar la alfombra. Cuatro hermanas de diferentes Ajahs. Dos habían apoyado a Egwene; otra de ellas, a Elaida; la cuarta había sido neutral y había regresado a la Torre hacía poco. Las habían matado en distintos niveles de la Torre a distintas horas del día.