—Por supuesto. Casi tuve que llevarlo de la mano hasta Refugio de Natrin. A Lews Therin nunca se le dio bien ver cosas que tenía delante de las narices. ¿Es que no lo entiendes, Moridin? ¿Cómo reaccionará Lews Therin a lo que ha hecho? Destruir una fortaleza entera, casi una ciudad en miniatura, con centenares de ocupantes. Matar inocentes para lograr su objetivo. ¿Crees que le será fácil digerir lo que ha hecho?
Moridin vaciló. No, claro que no lo había tenido en cuenta. Graendal sonrió para sus adentros. Para él, la maniobra de al’Thor habría tenido sentido. Era la forma más lógica de actuar y, en consecuencia, la más atinada para alcanzar un objetivo.
Pero para al’Thor… Tenía la cabeza llena de ideas románticas sobre el honor y la virtud. Aquel suceso no lo encajaría nada bien, y referirse a él como Lews Therin al contárselo a Moridin reforzaría tal idea. Esos actos destrozarían a al’Thor, le desgarrarían el alma y le azotarían el corazón hasta dejarlo en carne viva y sangrando. Tendría pesadillas, cargaría con la culpabilidad sobre sus hombros como el yugo de una carreta cargada hasta reventar.
Recordaba de forma vaga lo que se sentía dando los primeros pasos hacia la Sombra. ¿Alguna vez había experimentado ese absurdo dolor? Sí, por desgracia. No ocurría lo mismo con todos los Renegados. Semirhage estaba corrupta hasta la médula desde el principio. Pero algunos de los otros habían tomado caminos diferentes hasta llegar a la Sombra, incluido Ishamael.
Percibió esos recuerdos, tan lejanos, en los ojos de Moridin. Hubo un tiempo en que no estaba segura de quién era ese hombre, pero ahora lo sabía. El rostro era distinto, pero el alma era la misma. Sí, sabía exactamente lo que al’Thor estaba sintiendo.
—Me dijiste que le hiciera daño —continuó Graendal—. Me dijiste que debía experimentar la angustia. Bien, pues ésta era la mejor forma de conseguirlo. Aran’gar me ayudó, si bien no huyó cuando yo lo sugerí. Esa siempre arrostró los problemas con demasiada agresividad. Pero estoy segura de que el Gran Señor puede encontrar otras herramientas. Corrimos un riesgo, y no fue de balde. Pero lo que hemos ganado… Además, ahora Lews Therin me da por muerta, y eso es una gran ventaja.
Sonrió, aunque sin mostrar demasiada complacencia. Sólo una pequeña satisfacción. Moridin frunció el entrecejo y entonces titubeó. Miró hacia un lado, al vacío.
—Te dejaré ir sin recibir un castigo, de momento —dijo por fin, aunque no parecía complacido.
¿Habría sido eso una comunicación directa del Gran Señor? Que ella supiera, todos los Elegidos en esta era habían de presentarse ante él en Shayol Ghul para recibir órdenes. O al menos sufrir una visita de esa criatura horrenda, Shaidar Haran. Ahora, al parecer, el Gran Señor le hablaba al Nae’blis de forma directa. Interesante. Y preocupante.
Significaba que el fin estaba muy cerca. Se acababa el tiempo para disimulos y dobleces. Ella se convertiría en Nae’blis y gobernaría el mundo como dueña y señora una vez que la Última Batalla hubiera acabado.
—Creo que debería… —empezó.
—No te acerques a al’Thor —la interrumpió Moridin—. No se te va a castigar, pero tampoco hay motivos para felicitarte. Sí, puede que al’Thor lo esté pasando mal, pero eso no quita que hayas hecho una chapucería que nos ha costado la pérdida de una herramienta útil.
—Por supuesto —accedió, hecha mieles—. Serviré como guste el Gran Señor. De todos modos, no iba a sugerir un posible movimiento contra al’Thor. Me da por muerta, así que mejor será que siga en la ignorancia mientras me ocupo de un trabajo en otra parte, de momento.
—¿Qué trabajo?
Graendal necesitaba una victoria, una decisiva. Repasó los diferentes planes que había urdido y seleccionó el que tenía más probabilidades de salir bien. ¿Que no podía hacer nada contra al’Thor? Bien, pues entregaría al Gran Señor algo que deseaba hacía mucho tiempo.
—Perrin Aybara —contestó.
Revelar su intención a Moridin hacía que se sintiera al descubierto. Prefería guardar para sí sus maquinaciones, pero dudaba de su capacidad para salir de esta reunión sin contárselo.
—Te traeré su cabeza.
Moridin se volvió hacia la chimenea y enlazó las manos a la espalda. Se quedó contemplando las llamas.
Graendal se sobresaltó al notar que una gota de sudor le resbalaba por la frente. ¿Qué? Ella era capaz de esquivar el calor y el frío. ¿Qué estaba pasando? Se centró en conseguirlo… No funcionó. Allí no. No cerca de él.
Eso la inquietó lo indecible.
—Es importante. Las profecías… —dijo.
—Conozco las profecías —la interrumpió Moridin con suavidad, sin volverse—. ¿Cómo has pensado hacerlo?
—Mis espías han localizado su ejército. Ya había puesto en marcha algunos planes relacionados con él, por si acaso. Aún tengo un grupo de Engendros de la Sombra que me fueron entregados para desatar el caos, y he preparado una trampa. Si pierde a Aybara, al’Thor se desmoronará, será un golpe demoledor.
—Será mucho más que eso —musitó Moridin—. Pero no lo conseguirás. Sus hombres disponen de accesos. Se te escapará.
—Yo…
—Se te escapará —reiteró Moridin con suavidad.
La gota de sudor siguió deslizándose mejilla abajo y llegó a la barbilla. Graendal se la limpió con fingida despreocupación, pero la frente aún le sudaba.
—Ven —dijo Moridin, que se apartó de la chimenea y se dirigió hacia el pasillo.
Graendal lo siguió, despierta la curiosidad, pero temerosa. Moridin la condujo hasta una puerta cercana, encastrada en las mismas paredes de piedra negra, y la abrió.
Graendal lo siguió al interior de un cuarto estrecho revestido de baldas. En ellas había docenas —quizá centenares— de objetos de Poder. «¡Por la suerte del Oscuro! —pensó—. ¿Dónde ha conseguido tantos?»
Moridin llegó al fondo del cuarto y allí rebuscó entre los objetos del estante. Graendal entró, sin salir de su asombro.
—¿Es eso una lanza de descarga? —preguntó, y señaló un trozo de metal largo y fino—. ¿Tres varas vinculares? ¿Un rema’kar? Esas piezas de…
—No tiene importancia —la interrumpió Moridin al tiempo que elegía un objeto.
—Si pudiera…
—Estás a punto de caer en desgracia, Graendal. —Se volvió hacia ella. En la mano sostenía una pieza metálica larga, con aspecto de pincho, plateada y coronada con una gran cabeza de metal engarzada en un engaste dorado—. Sólo he encontrado dos de éstos. Al otro se le está dando un buen uso. Puedes utilizar éste.
—¿Un clavo de sueños? —Abrió los ojos de par en par. ¡Cuánto había deseado tener uno de ésos!—. ¿Encontraste dos?
Moridin dio un golpecito con el dedo en la cabeza del clavo de sueños, y éste desapareció de su mano.
—¿Sabrás dónde encontrarlo?
—Sí —respondió ella, con creciente anhelo. Aquél era un objeto de gran Poder, útil para muchísimos usos diferentes.
Moridin se acercó a ella y le retuvo la mirada con la suya.
—Graendal —empezó en ese tono suave, peligroso—, conozco la clave de éste. No ha de utilizarse contra mí ni contra otros Elegidos. El Gran Señor lo sabrá si lo haces. No quiero que vuelvas a darte el gusto de satisfacer esa práctica tuya que al parecer has cogido por costumbre usar. No hasta que Aybara haya muerto.
—Eh… Sí, por supuesto. —De repente sintió frío. ¿Cómo podía sentir frío allí? ¿Y cuando aún sudaba?
—Aybara es capaz de caminar por el Mundo de los Sueños —señaló Moridin—. Te prestaré otra herramienta, el hombre con dos almas. Pero él me pertenece, del mismo modo que ese clavo es mío. Igual que lo eres tú. ¿Lo entiendes?
Ella asintió con la cabeza, asustada sin poder remediarlo. De repente, el cuarto pareció oscurecerse más y más. Esa voz del hombre… Aunque sólo ligeramente, sonaba como la del Gran Señor.
—Te diré algo, sin embargo. —Moridin alargó la mano derecha para asirle la barbilla—. Si tienes éxito, el Gran Señor se sentirá complacido. Mucho. Lo que se te ha concedido con parvedad, se derramará sobre ti con esplendidez.