Graendal se lamió los labios. Frente a ella, la expresión del hombre se tornó más y más distante.
—Moridin… —llamó, vacilante.
El hizo caso omiso, le soltó la barbilla y caminó hasta el fondo del cuarto. De una mesa recogió un grueso tomo encuadernado en cuero color ocre claro. Lo abrió por una página y la examinó unos instantes. A continuación le hizo un gesto a Graendal para que se acercara.
Ella lo hizo, recelosa. Cuando leyó lo que ponía en la página, se quedó atónita.
«¡Por la suerte del Oscuro!», exclamó para sus adentros.
—¿Qué es este libro? —consiguió articular por fin—. ¿De dónde salen estas profecías?
—Hace mucho tiempo que las conozco —respondió en voz queda él, sin dejar de examinar el libro—. Son pocos los que saben de ellas, incluso entre los Elegidos. A las mujeres y los hombres que las anunciaron se los dejó incomunicados, a solas. La Luz jamás debe descubrir estas palabras. Nosotros conocemos sus profecías, pero ellos nunca sabrán todas las nuestras.
—Pero esto… —Graendal releyó el pasaje—. ¡Esto dice que Aybara morirá!
—Se pueden hacer muchas interpretaciones de cualquier profecía. Pero sí. Esta Predicción promete que Aybara morirá a nuestras manos. Me traerás la cabeza de este lobo, Graendal. Y, cuando lo hagas, cualquier cosa que pidas será tuya. —Cerró el libro de golpe—. Pero escucha bien lo que voy a decirte: si fracasas, perderás todo lo que has ganado. Y mucho más.
Abrió un acceso para ella con un ligero gesto de la mano; la minúscula capacidad de tocar el Poder Verdadero —que no le había sido arrebatada—, le permitió a Graendal ver tejidos retorcidos que hendían el aire y lo rasgaban hasta abrir un agujero en el tejido del Entramado. Allí el aire rieló. Sabía que el acceso la conduciría de vuelta al refugio de la gruta.
Lo cruzó sin pronunciar palabra. No confiaba en ser capaz de hablar sin que la voz le temblara.
6
Ideas por debatir
Morgase Trakand, en otro tiempo reina de Andor, servía el té pasando de una persona a otra en el amplio pabellón que Perrin había rescatado en Malden. Los costados se podían enrollar hacia arriba y no tenía lona en el suelo.
A pesar de lo grande que era la tienda, casi no cabían todos los que habían querido asistir a la reunión. Perrin y Faile se encontraban presentes, desde luego, sentados en el suelo. Los acompañaba otro hombre de ojos dorados, Elyas, así como Tam al’Thor, un sencillo granjero de anchos hombros y actitud sosegada. ¿De verdad ese hombre sería el padre del Dragón Renacido? Morgase había visto una vez a Rand al’Thor, y el muchacho también tenía aspecto de ser un campesino.
Al lado de Tam estaba sentado el evasivo secretario de Perrin, Sebban Balwer. ¿Cuánto sabría Perrin del pasado de ese hombre? Jur Grady también se hallaba presente, con la negra chaqueta y el alfiler de la espada plateada en el cuello. El curtido rostro de granjero del hombre mostraba los ojos hundidos y la tez aún pálida por la enfermedad que había pasado hacía poco. Neald —el otro Asha’man— no había asistido porque aún no se había recuperado de las mordeduras de las serpientes.
Las tres Aes Sedai sí habían acudido. Seonid y Masuri estaban sentadas con las Sabias, mientras que Annoura lo hacía al lado de Berelain y, de vez en cuando, echaba ojeadas a las seis Sabias. Gallenne se hallaba al otro lado de Berelain. Enfrente de ellos se encontraban Alliandre y Arganda.
Los oficiales trajeron a Morgase el recuerdo de Gareth Bryne. Hacía mucho tiempo que no lo veía, desde que lo había exiliado por razones que todavía era incapaz de explicar. Pocas cosas sobre esa época de su vida tenían sentido para ella ahora. ¿De verdad había estado tan encaprichada de un hombre como para desterrar a Aemlyn y Ellorien?
Fuera como fuese, esos días habían quedado atrás. Se movió con cuidado entre la gente para asegurarse de que todas las tazas estuvieran llenas.
—Habéis tardado en acabar vuestro trabajo más tiempo de lo que esperaba —comentó Perrin.
—Nos diste una tarea de la que ocuparnos, Perrin Aybara —replicó Nevarin—. La hemos realizado. Le dedicamos todo el tiempo que hizo falta para acabarla como es debido. Confío en que tu comentario no implique que no lo hayamos hecho así. —La Sabia de cabello dorado como la arena estaba sentada justo enfrente de Seonid y Masuri.
—Déjalo ya, Nevarin —gruñó Perrin.
Este desenrolló un mapa en el suelo, delante de él; lo había dibujado Balwer siguiendo las instrucciones de los ghealdanos.
—No ponía en duda vuestro trabajo. Preguntaba si hubo problemas para que se quemara.
—El pueblo ya no existe —repuso Nevarin—. Y todas las plantas que encontramos con el menor atisbo de la infección han sido reducidas a cenizas. Y suerte que lo hicimos. Vosotros, los habitantes de las tierras húmedas, habríais tenido muchos problemas para ocuparos de algo tan mortífero como la Llaga.
—Creo que te sorprenderías —intervino Faile.
Morgase la miró de reojo y vio que la Sabia y ella tenían trabadas las miradas. Faile tenía el porte de una reina, vestida de nuevo de acuerdo con su posición con un elegante vestido verde y violeta, plisado por los costados y dividida la falda para montar a caballo. Lo curioso era que la facultad de mando innata en Faile se había reforzado tras el tiempo pasado con los Shaido.
Morgase y Faile habían retomado enseguida la relación señora y criada. De hecho, la vida de Morgase era increíblemente similar a la que había llevado en el campo de los Shaido. Sí, cierto, algunas cosas eran diferentes; por ejemplo, no era probable que a Morgase la azotaran aquí. Pero eso no cambiaba el hecho de que —durante un tiempo— las otras cuatro mujeres y ella habían sido iguales. Ya no.
Se detuvo junto a lord Gallene y le llenó de nuevo la taza utilizando las mismas técnicas que había desarrollado estando al servicio de Sevanna. En ocasiones, tenía la impresión de que ser criada requería tanto sigilo como ser exploradora. Debía pasar desapercibida, no representar una distracción. ¿Sus criados habían actuado de ese modo con ella?
—Bien —intervino Arganda—, si alguien se estaba preguntando hacia dónde habíamos ido, el humo de ese incendio es un claro indicador.
—Somos demasiados para creer en la posibilidad de que no se nos localice —contestó Seonid.
En los últimos tiempos, Masuri y ella habían empezado a tener permiso para hablar sin recibir una reprimenda de las Sabias, si bien la hermana Verde todavía miraba de reojo a las Aiel antes de abrir la boca. A Morgase la exasperaba ver aquello. ¿Unas hermanas de la Torre, convertidas en aprendizas de un puñado de espontáneas? Se comentaba que habían llegado a esa situación por orden de Rand al’Thor, pero ¿cómo podía cualquier hombre, incluso el Dragón Renacido, ser capaz de hacer algo así?
El hecho de que dos Aes Sedai no parecieran ser capaces de rebelarse ante su situación la incomodaba. La posición social de una persona podía sufrir cambios drásticos. Gaebril —y después Valda— le habían enseñado esa lección. La cautividad con los Aiel sólo había sido otra fase más del proceso.
Cada una de esas experiencias la había alejado un poco más de la reina que había sido. Ahora no echaba de menos cosas refinadas ni su trono; sólo deseaba tener cierta estabilidad. Algo que, por lo visto, era un producto básico más valioso que el oro.
—Eso no importa —sentenció Perrin, que dio golpecitos con el índice en el mapa—. Bien, ¿estamos de acuerdo? De momento, vamos a pie en pos de Gill y los demás, y enviamos exploradores por accesos para encontrarlos, si es posible. Con suerte, los alcanzaremos antes de que lleguen a Lugard. ¿Cuánto tiempo calculas que se tarda hasta la ciudad, Arganda?
—Depende del barro —respondió el enjuto militar—. No llamamos la embarradura a esta época del año por capricho. Los hombres inteligentes no viajan durante el deshielo de primavera.