«Qué más da». Abrió los ojos.
Bulen empezó a decir algo, pero Lan lo hizo enmudecer con una mirada enojada, tras lo cual viró hacia el sur y salió de la calzada a un sendero estrecho y tan poco transitado que apenas se distinguía.
Poco después oyó el golpeteo apagado de cascos a su espalda. Se volvió con rapidez y, al ver a los tres hombres cabalgando tras él, sofrenó a Mandarb.
—¡No voy a enarbolar la Grulla Dorada! —bramó, prietos los dientes.
—No hemos dicho que vayáis a hacerlo —respondió Nazar.
De nuevo, los tres se abrieron a los lados para pasarlos y los dejaron atrás. Lan espoleó a Mandarb y les dio alcance.
—En ese caso, dejad de seguirme —espetó.
—La última vez que miré, íbamos delante de vos —comentó Andere.
—Disteis la vuelta y me seguisteis por este sendero —acusó Lan.
—No sois dueño de los caminos, Lan Mandragoran —replicó Andere, que miró a Lan, el rostro velado en la oscuridad de la noche—. Por si no lo habéis notado, ya no soy el chico al que vejó el héroe de Salmarna. Me he convertido en un soldado, y los soldados hacen falta. De modo que cabalgaré por este sendero si así me place.
—¡Os ordeno que deis media vuelta y os marchéis! —dijo Lan—. Encontrad otro camino que vaya hacia el este.
Rakim se echó a reír. Todavía se le notaba la voz rasposa a pesar de los años transcurridos.
—Ya no sois mi capitán, Lan. ¿Por qué iba a obedecer vuestras órdenes?
Los otros rieron también.
—A un rey sí lo obedeceríamos, por supuesto —dijo Nazar.
—Sí —abundó Andere—. Si nos diera órdenes, a lo mejor las cumpliríamos. Pero no veo ningún rey aquí. A no ser que esté equivocado.
—No puede haber un rey de una nación desaparecida —contestó Lan—. Ni un rey sin reino.
—Y, sin embargo, cabalgáis. —Nazar dio un golpecito a las riendas—. Cabalgáis para encontrar la muerte en una tierra que afirmáis que no es un reino.
—Es mi destino.
Los tres se encogieron de hombros y a continuación lo adelantaron.
—No seáis necios. Este camino conduce a la muerte —musitó en voz queda Lan, que tiró de la rienda para frenar a Mandarb.
—La muerte es más liviana que una pluma, Lan Mandragoran —citó Rakim con la cabeza vuelta hacia atrás—. ¡Si sólo cabalgamos hacia la muerte, entonces el camino será más fácil de lo que pensaba!
Lan rechinó los dientes, mas ¿qué podía hacer? ¿Golpear a los tres hasta dejarlos inconscientes y abandonarlos a un lado de la calzada? Azuzó con las rodillas a Mandarb para que reemprendiera la marcha.
Y los dos pasaron a ser cinco.
Galad no dejó de desayunar, aunque advirtió que el Hijo Byar había ido a hablar con él. Era un refrigerio sencillo: gachas de avena con un puñado de pasas mezcladas. Que todos comieran lo mismo evitaba que alguien sintiera envidia. Algunos capitanes generales se habían alimentado mucho mejor que sus hombres, pero eso no era aplicable a Galad, sobre todo cuando tanta gente en el mundo pasaba hambre.
El Hijo Byar siguió parado firme junto a los faldones de la entrada, esperando a que Galad se diera por enterado de su presencia. El hombre flaco, de mejillas hundidas, llevaba la capa blanca sobre el tabardo que cubría la cota.
Por fin Galad dejó la cuchara a un lado e hizo un gesto con la cabeza a Byar. El soldado se adelantó hasta la mesa y esperó, todavía firme. En la tienda de Galad no había enseres muy recargados. Su espada —la que antes perteneció a Valda— descansaba encima de la sencilla mesa, detrás del cuenco que era de madera y estaba adornado con un mínimo dibujo. Las garzas de la hoja asomaban debajo de la vaina, y la figura de Byar se reflejaba en el pulido acero.
—Habla —dijo Galad.
—Tengo más noticias sobre el ejército, milord capitán general. Se encuentra cerca de donde los cautivos dijeron que estaría, a pocos días de aquí.
Galad asintió con la cabeza.
—¿Ondean la bandera de Ghealdan? —preguntó.
—Junto con la de Mayene. —El celo fanático brilló en los ojos de Byar—. Y la cabeza de lobo, aunque los informes indican que arriaron ésa ayer a última hora. Ojos Dorados se encuentra allí. Nuestros exploradores están seguros.
—¿Es cierto que mató al padre de Bornhald?
—Sí, milord capitán general. Conozco un poco a ese ser. Él y sus tropas proceden de un lugar llamado Dos Ríos.
—¿Dos Ríos? —repitió Galad—. Es curioso con cuánta frecuencia oigo nombrar ese lugar últimamente. ¿No es de allí al’Thor?
—Es un lugar siniestro, milord capitán general. El Hijo Bornhald y yo pasamos allí un tiempo el año pasado. Está plagado de Amigos Siniestros.
—Hablas como un interrogador —dijo Galad con un suspiro.
—Milord capitán general —continuó Byar con afán—, por favor, creedme, milord, no es una simple suposición. Esto es distinto.
Galad frunció el entrecejo. Luego señaló hacia el otro taburete que había junto a la mesa, y Byar se sentó en él.
—Explícate. Y cuéntame todo lo que sabes del tal Perrin Ojos Dorados —ordenó Galad.
Perrin recordaba aquellos días en que un sencillo desayuno de pan y queso lo satisfacía. Ya no era el caso. Quizá se debía a su relación con los lobos, o tal vez sus gustos habían cambiado con el tiempo. Ahora ansiaba la carne, sobre todo por la mañana. No siempre podía tomarla, y lo aceptaba. Pero, por lo general, no tenía ni que pedirla.
Y eso fue lo que ocurrió ese día. Se había levantado y se estaba lavando, cuando una criada entró con una enorme tajada de pernil, humeante y suculenta. Nada de alubias ni verduras. Ni salsa. Sólo el pernil, frotado con sal y hecho a la brasa en la lumbre, con un par de huevos cocidos. La criada lo puso en la mesa y se retiró.
Perrin se secó las manos, cruzó la alfombra de la tienda y olfateó el aroma del pernil. Una parte de él pensaba que debería rechazarlo, pero se sentía incapaz. Imposible, teniéndolo allí mismo. Se sentó, asió cuchillo y tenedor, y empezó a comer con entusiasmo.
—Sigo sin entender cómo puedes comerte eso para desayunar —comentó Faile, que salió de la zona de aseo de la tienda, secándose las manos con un paño.
El amplio pabellón tenía varias cortinas divisorias que aislaban distintos espacios. Faile llevaba puesto uno de sus discretos vestidos grises. Perfecto, porque así no lo distraería su belleza. Acentuaba su figura un recio cinturón negro; había desechado todos sus cinturones dorados, por magníficos que fueran. Él le había sugerido buscarle uno que fuera más de su agrado; pero, en respuesta, la expresión de Faile se tornó enfermiza, como si se le revolviera el estómago.
—Es comida —contestó Perrin.
—Eso ya lo veo —resopló con sorna ella mientras se miraba en el espejo—. ¿Qué crees que suponía que era? ¿Un trozo de piedra?
—Lo que quiero decir es que la comida es comida —dijo entre bocado y bocado—. ¿Por qué habría de importarme lo que como para desayunar o lo que tomo de comida a otra hora?
—Porque es raro.
Faile se ciñó al cuello un cordón del que colgaba una pequeña piedra azul. Se contempló en el espejo y después se dio la vuelta, de forma que las holgadas mangas del vestido de corte saldaenino susurraron. Se paró cerca del plato y puso cara de asco.
—Voy a desayunar con Alliandre. Mándame llamar cuando haya noticias.
Él asintió con la cabeza y tragó. ¿Por qué una persona tomaría para comer a mediodía algo que rechazaría para desayunar? No tenía sentido.
Había decidido que seguirían acampados junto a la calzada de Jehannah. ¿Qué otra cosa podía hacer, con un ejército de Capas Blancas justo un poco más adelante, entre Lugard y él? Sus exploradores necesitaban tiempo para evaluar el peligro. Había pasado mucho tiempo pensando en las extrañas visiones que había tenido sobre los lobos que acosaban ovejas para conducirlas hacia una bestia y sobre Faile que se dirigía hacia un precipicio. Había sido incapaz de encontrarles sentido, pero ¿tendrían algo que ver con los Capas Blancas? La aparición de esa gente lo incomodaba más de lo que quería admitir, pero albergaba una mínima esperanza de que su presencia careciera de importancia y que no lo retrasaran demasiado.